Un sudor frío recorría mi silueta, mientras alejado de todo, descendía por remotos laberintos. El miedo se había insertado de una manera impredecible, conviviendo con todo el espectro de mi mente, para concretar anhelos. Si había deseado matar; esa voz interna suplía mi asesina mano en un confín de puñaladas diestras. Si el alcohol era mi objetivo subyacente; pasaba la noche bebiendo hasta desmayar bañado por el vómito. Mis debilidades eran hechas realidad mientras la mente iba más allá de todo...
Entonces traté de soslayar aquellos restos diurnos, para concluir mis pesadillas; tarea imposible de realizar bajo un inconsciente malherido. No quería pensar en nada; me abstraía; cuando la mente comenzaba a bifurcarse por esos caminos inciertos, sólo simulaba no estar pensando en ello; cambiaba el enfoque; distendía los conceptos, para continuar lo más lúcido posible; y sobre todo, despierto. Así pasaba las horas, con un eterno miedo de volver a esos horribles sueños; los que me envolvían en la mortuosidad de ser y no, testigo de todas mis falencias. Entonces las fuerzas se fueron escabullendo; había dejado de dormir durante varios días; mi vida era una sucesión de interminables suplicios fantasmagóricos, bajo esas mutilaciones psíquicas de episodios reales, que aún me mantenían vivo.
Hasta que la recordé a ella. El mundo había sido opacado por su imagen, junto a los miedos que se fueron disipando. Ya no pensaba en ese abismo de tinieblas que había torturado mi existencia. Amaba plenamente, y era correspondido por una misma mirada que me hacía poderoso. Volví a ser feliz en ese universo sin arrepentimientos; de mortales y esclavos; voluminoso; persecutorio; cruel; cercano...
Cuando desperté, la misma habitación tortuosa se extendía sobre mi figura bañada por el miedo. Era la hora en que me desataban, para darme de comer. Después, sólo el bendito tiempo hacía que entrara en ese juego macabro de imágenes y amores, como un antídoto paralelo hacia esa otra realidad...
Ana Cecilia. ©
|