Nicolás contempla el albo teclado de su piano mientras elabora mentalmente alguna melodía que sus finos dedos reinventarán. Sólo eso le dará quietud a su espíritu. Ejercita sus manos haciendo extrañas piruetas hasta que en su mente se dibuja un pentagrama imaginario. Es un Nocturno, una melodía cristalina que pronto comienza a brotar sublime en aquella tarde melancólica. Todo pareciera prestarle oídos a esa caricia musical y hasta los trinos de las aves se coordinan para no desentonar en aquel repentino concierto. Un grito lejano se filtra entre las notas y queda atrapado entre una corchea que lo fagocita musicalmente. El espíritu de Chopin pareciera estar presente y cualquiera diría que sonríe al sentirse tan bien interpretado. Una mujer, que no muy lejos de allí escucha la melodía acodada en su balcón, pareciera disfrutar intensamente ese momento. El intérprete culmina su obra con maestría y luego se dirige a la cocina, abre su refrigerador y destapa una cerveza para servírsela muy helada. La mujer no ha cesado de lagrimear y cuando la música deja de llegar a sus oídos, se asoma curiosa para contemplar que ocurre.
El teléfono resuena una y otra vez en el modesto departamento de Nicolás. Este, tendido en su destartalado sofá, bebe a sorbos cortos su cerveza, con la mirada perdida mucho más allá de esas nubes que motean en lo alto. Nada parece perturbarlo, ni siquiera el insistente sonido del aparato telefónico. Hace mucho que no aguarda a nadie, su mujer se fue hace años de su lado y sus hijos hicieron sus vidas en lejanos continentes. Tiene claro, por lo tanto, que quien llama debe ser aquella empresa que le ofrece algún servicio, alguien que se equivocó de número o simplemente uno que trata de importunarlo.
La cerveza está vacía en el piso, una suave brisa veraniega ingresa a través de los visillos, Nicolás ronca suavemente, aún tendido sobre el sofá cuando unos golpecitos suaves lo despiertan bruscamente. Su oído de músico es sensible a cualquier ruido. Por lo mismo, se alza con agilidad inusitada para sus años, avanza unos cuantos pasos para aproximarse a la puerta y mirar a través del ojo mágico. Es una mujer quien llama ¿Quién puede ser? ¿La arrendadora? No, él está al día con sus pagos. Entreabra la puerta, sin sacar el seguro. Es una mujer de edad mediana, atractiva, muy delgada y casi tan alta como él.
-¿Qué desea?-pregunta Nicolás con su voz gruesa. Ella sonríe con cierta timidez y le dice con una voz armoniosa:
-Lo felicito, lo felicito, usted me ha tocado el alma.
Nicolás hace un gesto que bien pudiera ser de agrado o de indiferencia. –Gracias- rezonga -usted se refiere a mi incursión en el piano, supongo.
-Si, toca usted como los dioses.
-Que yo sepa- no he escuchado tocar a ninguno- ironiza el hombre y deja ver una hilera de dientes amarillentos.
-Yo si, esta tarde, hace un rato. Pero perdone usted. Me dejo llevar por mi entusiasmo.-dice ella, algo cohibida.
-No se preocupe. Le agradezco sus elogios pero, créame, son inmerecidos- repone Nicolás.
-Mi nombre es Estefanía, doctora retirada. Vivo en el departamento del lado, un sitio privilegiado para escuchar una maravillosa interpretación de piano.
-Nicolás, pianista retirado también- se presenta de mala gana el hombre. La mujer le sonríe con dulzura, empequeñeciendo sus hermosos ojos verdes.
-No debiera estar fuera de carrera, no debiera.
El hace un indescifrable guiño y luego la contempló en silencio. Ella, turbada, le tiende su mano y le da las buenas noches.
-Espero que me visite una tarde de estas. Prometo una conversación interesante y una exquisita taza de te.
Pasan varios días en los que no sucede nada extraordinario. Nicolás se dedica a dormitar sobre su sillón durante casi toda la jornada y las cervezas se amontonan como un ejército derrotado en pleno campo de batalla. El teléfono ha resonado en varias oportunidades sin que el pianista haga el intento por contestarlo. En sus sueños alcoholizados se asoma a menudo su ex mujer. La ve lejana, inalcanzable, siempre huyendo de él. Nicolás la persigue pero está consciente que nunca la tendrá a su lado. El sólo le pide un beso, un miserable beso estampado en su mejilla barbuda y luego una mirada que lo libere para siempre de la desesperación. Pero Bélgica pareciera tener alas en sus piernas y una velocidad que corre a la par con su resentimiento. Nunca, nunca la alcanzará.
El piano desgrana sus notas sublimes aquella tarde y a pocos metros de allí, una mujer se siente transportada a una región en que sólo se encuentra el nido del sol y la fábrica de los vientos, allá donde ella se sabe libre, sin culpa, ligera como una pluma, ingrávida casi. Con una expresión de inmensa dicha en su rostro aún con trazos de juventud retenida, pareciera beber de aquellas notas, alimentarse con esas armonías, dejarse arrastrar en ese dulce torbellino musical. Pero hay algo más, ahora conoce la arquitectura de esas manos, la finura de sus dedos y su voz, la incandescencia de esos tonos graves, el brillo de su mirada sorprendida, su sonrisa esquiva, su nombre. Claro, primero fue su estampa algo desgarbada, su introspección. Bastaron unas pocas preguntas por allí y otras por acá para conocer su identidad, su número telefónico, su ocupación y el fardo de absoluto misterio que nimba su existencia.
Nicolás sólo transige con el momento en que vive. Teme proyectarse, teme a ese mañana absurdo que le irá escamoteando una a una sus habilidades. Sabe que el perro de presa de su destino está a pasos suyos mostrándole sus amenazadoras fauces. Tiene claro que paulatinamente, sus melodías se irán quedando truncas, inválidas y sin sentido, tiembla al saber que jamás reconocerá que serán sus dedos los que ya no transmitirán todo ese fuego interpretativo, teme que ese fuego también se extinga para siempre. Mejor es no pensar. A veces son los ojos sonrientes de Estefanía los que se inmiscuyen traviesos entre sus cavilaciones pero ¿Quién es ella? Claro, le dijo que era una doctora retirada, pero no sabe nada más. Y la imagen se diluye tras la urgencia de trasegar otra cerveza y otra y otra.
Una tarde, antes del crepúsculo, aparece Estefanía con un paquete en sus manos.
-Bueno, mi señor. Si el monte no viene a mi, pues yo acudo a sus pies para servirle el mejor te del mundo.
Y sonriendo dulcemente, como sólo ella sabe hacerlo, derriba el hielo que como coraza recubre la actitud reconcentrada de Nicolás.
Después de un par de horas, ambos saben más de cada uno. Ella, Estefanía, fue despedida hace algunos años por una supuesta negligencia. Todo este tiempo ha luchado con su conciencia que la hostiga permanentemente ya que fue una vida la que se extinguió acaso por su culpa. Nicolás la contempla meditabundo y luego le cuenta su historia. Fue un consumado pianista hasta que apareció otro intérprete que le quitó protagonismo. Era la hora del retiro, pero eso nunca lo supo asumir a cabalidad y ahora sólo sabe embotar su cerebro con cerveza para evitar que los rencores le envenenen el alma.
-Somos por lo tanto un par de seres a la deriva, mi buena amiga. Yo recordando mis momentos de gloria y tu tratando de olvidar los tuyos. ¡Que paradoja!
-Si, es cierto. Tan opuestos y tan similares en nuestra melancolía. Pero ¿Qué otra cosa podemos hacer sino tratar de construirnos un futuro. Si, ya se que no es fácil, sobre todo para ti que no concibes la vida sin ese piano bajo tus dedos, pero yo, yo algún día me liberaré para siempre de este mal recuerdo y acaso recién acepte a esta mujer que llevo sobre mi esqueleto.
-Eres una mujer sorprendente y no me mires con esa expresión de extrañeza, en verdad me has cautivado.
-Y tú a mí.
Desde entonces, ambos seres han confluido en una complicidad que les permite seguir existiendo. Él ha moderado su afición por la cerveza y ella aprendió a bordar sonrisas y a tejer esperanzas. No están enamorados pero si comprometidos en una cruzada de curación mutua.
Mas, una mañana, Nicolás no responde a la llamada de Estefanía. Tumbado en su sofá, ha regresado al viejo hábito de beber cerveza tras cerveza. Ella presiente que algo malo sucede y tras golpear a esa puerta varias veces sin respuesta, solicita al conserje que proceda a abrirla con su llave de emergencia. Cuando la puerta es franqueada, ella contempla una escena desoladora. Nicolás está completamente ebrio y rodeado de latas vacías. Ella trata de reanimarlo pero él la observa con mirada turbia. En las inflexiones de su lengua traposa ella cree entender que los nocturnos han comenzado su etapa de desintegración. Y lanzando una desgarradora carcajada, el pianista se levanta con torpeza y se dirige zigzagueante a su instrumento.
Lo que interpreta es un remedo de aquellas hermosas melodías que alegraban el entorno. Ella reprime sus lágrimas al comprender que recién ahora ha comenzado el verdadero retiro de Nicolás.
-Yo ya estoy recuperando mis imágenes alegres y eso es gracias a ti-le dice ella, aferrando sus manos- Ahora, por favor, no quiero que te hundas, no, Nicolás. Tú eres mucho más que un pianista, eres un remanso de paz, una persona de palabra cálida que tanto bien me ha hecho.
No te destruyas que yo estaré a tu lado para no permitirlo-concluye Estefanía.
Ambos prorrumpen en sollozos en los que se adivina un aguacero fortalecedor.
Ya no se escuchan más las dulces notas de algún nocturno ni los compases festivos de una mazurca. Ahora son escalas diatónicas las que se entremezclan con la voz cálida de Nicolás dándole instrucciones a algún joven aprendiz. Entretanto, Estefanía, ha recuperado su entereza y ocupa sus días en una ocupación más modesta en tanto su mente y su corazón se iluminan cuando se acuerda del te que se tomará esa tarde junto a Nicolás…
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