ALGO HABRÁ HECHO
Acudió un año más a la cita con los antiguos compañeros de trabajo. Desde que la empresa, en la que compartieron casi veinte años, fue absorbida por otra enorme multinacional, habían permanecido fieles a seguir celebrando aquella comida, que servía de pretexto para volver a reunirles. Al igual que todos los demás, Constantino Do Santos no tenía inconveniente ninguno en desplazarse para tal evento, aunque, en esta ocasión, el lugar escogido estaba en su misma ciudad de residencia, por lo que sumó una obligada responsabilidad al lógico entusiasmo. Se había ocupado, con esmero, de organizar el restaurante y preparar el menú, cuidando cada detalle.
Los comensales fueron llegando, avanzado el mediodía, entre apretones de manos, saludos y abrazos. Con los aperitivos las risas crecieron en intensidad y, sentados ya a la mesa, la conversación tomó los acostumbrados derroteros del recuerdo al rememorar, con nostalgia, situaciones y anécdotas pasadas. También dedicaron el consabido espacio a exponer los avatares de la situación actual; para todos fue difícil volver a iniciar su andadura laboral, cada uno a cuestas con su idiosincrasia particular. Pero, unos más tarde que otros, fueron resolviendo el problema de recuperar la normalidad.
Hacía ya tres años que la nueva empresa prescindió de sus servicios y les despidió; y era la segunda ocasión en que de nuevo se reunían todos, excepto Clemente, el compañero de habitación de Constantino Do Santos. Fue inevitable que resurgiera el tema en el transcurso de la comida, cuando uno de los más veteranos relató la encerrona en que la empresa metió a Clemente, acusándole de agredir al gerente, para que su despido resultará así más económico. Pero Constantino no pudo contenerse:
–…¡Algo habrá hecho!
La respuesta no se hizo esperar y, al punto, la mesa se transformó en un hervidero de discusiones entrelazadas, donde nadie se atrevía a juzgar al compañero que había sufrido idénticas penalidades que el resto. Otros, a su vez, aseguraban no entender nada, amparándose en que no habían estado allí presentes; mientras algún otro salió en defensa del ausente, avalando su excelente carácter, incapaz de actuar de forma violenta. A la mayoría, no obstante, les quedaron claros los motivos que explicaban la ausencia de Clemente.
Constantino había conseguido extender el escándalo en un intento poco elegante de que el bulo o la duda hallasen terreno abonado. Él sí que lo había pasado mal de verdad; el fin de la empresa coincidió con la fatal enfermedad y muerte de sus padres, uno seguido del otro. Además, le había costado mucho más que a nadie encontrar empleo de nuevo, había sido el último en incorporarse. Nunca reconocería rencor alguno en contra de su antiguo compañero de habitación, tan sólo una ligera envidia derivada de su valía natural, pero se había propuesto amargarle la reputación con tal de eludir su propia mala racha: siempre es mejor que hablen de otro…
Después del café llegaron las copas y, de forma paulatina, el embrollo dio paso otra vez a las risas, que de nuevo restablecieron el ambiente distendido, propicio al alegre desenfado. Algunos distaban cuatro horas de carretera a sus destinos y, así, fueron despidiéndose unos de otros en cordial camaradería, al tiempo que se emplazaban para la reunión del año próximo. Constantino se despidió del último de los compañeros, que se había quedado rezagado con la excusa de compartir un consejo:
–Eres injusto con Clemente. Al menos, deberías concederle el beneficio de la duda…
Pero Constantino esquivó el reproche entre burlas y abrazos fingidos:
–Anda, majo, que te vaya bien en la carretera… ¡Y no bebas más!
Finalizado su papel de anfitrión, se quedó a solas, contento por el desenlace de la velada. La tarde, aún diáfana, se resistía a caer y optó por regresar andando a su casa, evitando la aglomeración del centro; no le vendría nada mal un paseo. Sin embargo, no tardó en toparse con un tumulto de gente arremolinada frente a las intermitentes luces de la policía. Se sorprendió, porque la manifestación anunciada, según leyó en la prensa de la mañana, debería haberse celebrado ya. Tal vez no lo entendió bien, pero dispuesto a que aquel obstáculo no retrasara su marcha se desvió por las calles aledañas, a fin de alejarse del murmullo de la muchedumbre que parecía perseguirle por cada esquina.
Fue al doblar el edificio de la Abadía, cuando se frotó los ojos para terminar de creer en lo que tenía delante… El tigre le había visto y arqueaba los bigotes con leves rugidos, mientras avanzaba resuelto hacia él. Constantino enseguida se dio cuenta de la misión de aquel cordón policial que se había saltado; permaneció inmóvil, rezando porque no fuera demasiado tarde. El animal pasó junto a él y, por un instante, en medio de la calle, el hombre albergó la esperanza de ser ignorado. Pero en el último momento, el tigre se abalanzó contra él con un certero zarpazo. Constantino Do Santos se dobló sobre su costado; sólo escuchó los gritos, y luego los disparos… Y aquélla mancha roja de sangre cada vez más grande.
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*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-
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