Dedicado a Ángela Calderón (mi_mundo_paralelo_y_yo)
Subestimamos siempre a las manos. Ignoramos tanto a las manos... Y sin embargo, ellas nos definen, teniendo mucho que ver en lo que somos. Pero no: siempre captamos antes con los ojos.
Sobrevaloramos siempre a los ojos.
Yo, con estos ojos, he visto la sustancial belleza de las cosas. Mediante estos mismos ojos me permití ignorar ocasionales fealdades.
Eran jóvenes mis ojos cuando visité Linkestadt. Instantáneamente descubrí la naturaleza extraordinaria de ese lugar. Mis ojos, claro. Descubrí la belleza simple de sus calles, la simetría de su trazado. Me gustaba pasar ocioso mis días en la plaza central. Su diseño era sencillo: Anchas veredas circundaban el área parquizada. Cuatro aceras a mitad de cuadra terminaban en el quiosco central, de base de hormigón y estructura de madera. Ese quiosco era el verdadero centro del pueblo. Sin embargo era en el café vecino donde la vida estaba centrada. Los árboles eran antiguos y vigorosos, mentiría si dijera que una sola de las especies conocidas faltaba allí. No vi tampoco que ningún árbol estuviera repetido. Una multitud de jóvenes acudía cada día a alimentar a los gatos que moraban en la tupida arboleda. Les arrojaban migas de pan y frutas secas. Los pájaros no se acercaban a cazarlos, hasta que el último joven no se hubiera marchado.
Pude observar el prodigio durante lo que parecieron años.
Alrededor de la plaza, se disponían los diversos edificios monumentales de todos los pueblos: Empezando por la Iglesia, con un campanario donde hacían nido las ardillas. Frente a la Iglesia estaba el busto del fundador, Dextro Sinistro Racemus. La calle, adoquinada, circunvalaba la plaza.
Cuatro calles de escape partían en diagonal desde cada uno de los cuatro vértices de ésta. Eso permitía amplios sectores en los que las carretas estacionaban para que descansaran y comieran los bueyes.
En las siguientes cuadras que circundaban la plaza, se distribuían el Cuartel de Policía, los Bomberos, la Municipalidad y la Escuela Elemental, y en la vereda emplazada entre la Escuela y la Iglesia, el Banco, el Museo y el Café.
A ese Café concurría la élite de Linkestadt, a elaborar sus melosos poemas, sus amargas despedidas luctuosas, sus agridulces historias de amor, a debatir de insípida política, a pasar sosas veladas sociales donde se alardeara el ácido humor o simplemente a divagar de filosofía básica...
Las estrellas simétricas iluminaban la brumosa oscuridad de la noche.
Yo estaba allí, la noche que me descubrieron. Yo estaba allí.
Un joven dijo que la geometría era soberana del orbe. —Sonreí.—
Otro dijo que la materia estaba compuesta por moléculas y las moléculas por átomos. —Miré con asombro.—
Un tercero agregó que las cosas grandes suelen ser reflejo de las pequeñas —Meneé mi cabeza.—
Otro, con entusiasmo y largamente habló de la divina simetría de las estructuras basadas en el carbono —Yo me miré las manos—
El primero miró por la ventana y dijo que la plaza era asimétrica: Que cada vereda era diferente de las otras —el corazón me latió con fuerza.—
—Nuestra plaza es quiral — dijo uno, que no había hablado hasta entonces...
Entonces, fue la filosofía.
—Debe existir algún sitio que sea la exacta imagen especular del mundo, cuyo centro de simetría es la plaza.
—En lugar de nuestras serpientes emplumadas caza-gatos, los gatos cazarán pájaros.
—En lugar de nuestras hordas de jóvenes ociosos, ancianos ocupando las plazas.
—En el lugar de nuestras iglesias y cruces, alguna otra forma de fe.
—En lugar de la perversa tiranía de lo comunitario, una individualidad cooperativa.
—Un sitio sin tiranos, un sitio sin guerras, un mundo de paz.
Allí, me largué a reír.
Luego, con andar cansino, me abrí paso entre los azorados isómeros de humanidad que me observaban, por primera vez, tras haberme ignorado por una hora, un día, un mes o un siglo —qué más da— y todo un campo de luz polarizada.
Y ahora, cuando vuelvo en mi memoria a encontrarme con la vereda de la plaza de Linkestadt, no recuerdo tanto las imágenes como el tacto de los troncos, el tacto de los bancos y la áspera terminación de los tirantes de aquel quiosco.
Me miro las manos. Quisiera saber qué loco peregrino estará recorriendo las veredas de la otra, de la isómera, sin saber acaso donde está.
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