“Terrón de tierra” – gritábamos con la crueldad inocente de la primera infancia y corríamos a escondernos, espiándote de lejos hasta que el eco de tus pasos cansados desaparecía al otro extremo de la cuadra.
Nadie sabía tu nombre, ni de donde habías venido. Decían los viejos que una vez tuviste casa y familia, que todo te lo había quitado el volcán y que por eso te volviste loco. Nosotros escuchábamos y nos mirábamos a un tiempo, con complicidad. En la cuadra sólo los de la pandilla conocíamos la verdad.
El chino, con la sapiencia de sus 11 abriles, nos relató tu historia una noche sin luna, de esas en las que intentábamos iluminar la oscuridad cambiando temores por cuentos. El tuyo lo había escuchado, por casualidad, de uno de los guardias del parque – Ese lo sabe todo, el volcán le cuenta sus secretos – nos dijo en tono de confidencia.
Habías nacido en la nube que cubría el cráter. De pequeño eras bullero, tremendo, desobediente. Te la pasabas saltando y abriendo hoyos que la niebla, con paciencia, debía cubrir cada tarde. Un día, por descuidado, te asomaste demasiado a uno de ellos y caíste. El volcán te acogió y te quedaste a vivir ahí dentro.
Por eso estabas siempre lleno de ceniza y polvo. Por eso tratabas de aliviar el ardor de tu cuerpo masticando trozos de hielo que pedías de casa en casa. Los envolvías con cierta reverencia en aquel trapo rojo que te regaló la abuela de Lupita para que te limpiaras la mugre y respirabas profundamente, una y otra vez, chupándolos mientras intentabas que el agua fresca substituyera al sudor que manaba a chorros de tu piel hirviente.
¡Cuántas veces jugamos en los charcos que dejabas a tu paso, lagunas de agua salada donde los barcos de papel en vano buscaban una salida al océano!
Con los años te convertiste en la razón principal de los juegos en la calle, en el reloj que marcaba la hora de volver a casa al caer la noche, en el juguete invaluable, envidiado por los chicos de los barrios ricos, que nunca sabrían lo que era poseer gotitas de mar, ni sentirían ese espasmo que aceleraba el tambor del corazón al escuchar las latas llenas de lava solidificada que arrastrabas cual cascabeles anunciando tu cercanía.
No había mayor prueba de hombría que esperar, en plena vía, a que apareciera tu silueta y aguantar el máximo tiempo posible, diez pasos, nueve, ocho, siete, seis, hasta que el estómago estaba a punto de salirse por la boca. Luego, el salto a un lado, hacia el escondite, el recibimiento en medio de vítores y palmadas que señalaban la superación de la prueba y la ratificación de la aceptación del grupo.
Pero el reloj de tu andar con los años se hizo también más lento. La noche llegaba cada vez más tarde y un día se volvió interminable. Ninguno logró entender lo que ocurría. Nos sentamos perplejos en la acera a contemplar el horizonte que te pertenecía – Ahí viene – ¿No es aquel?
Algún osado sugirió ir a buscarte al volcán. Otro más insinuó que quizá habías muerto. La mayoría de nosotros miró al ignorante con desprecio. Imposible. Tú no podías morir. El volcán te insufló vida eterna, te regaló su poder. Tú eras inmortal, ¿es que acaso habría tenido sentido una prueba de valentía ante un hombre cualquiera?
Decidimos, en aras de la paz grupal, que lo más probable era que finalmente habías optado por cambiar de itinerario. O tal vez la lava comenzaba a escasear y te habías mudado a algún volcán más al sur.
Al día siguiente, mi madre me llamó aparte para decirme que te habían encontrado en el barranco. Al parecer tropezaste con el amasijo de latas que te seguía a todas partes y caíste. Ella quería contármelo porque creía que me había encariñado contigo y era mejor que lo supiese antes de que se propagaran los chismes por el pueblo. No quise seguir escuchándola. Salí corriendo a la calle; y no paré hasta llegar al barranco. Ahí, junto a los restos de tus latas maltrechas, me tiré al suelo a mirar el paso de las nubes a través de las olas que azotaban mis ojos.
Entonces te vi. Arrastrando una carreta de blanca lava que no necesitaba ya de latas que la aprisionaran. Con tu trapo amarrado al cuello y una sonrisa distinta, más libre, más cálida. Comprendí que hacía tiempo que buscabas la manera de regresar a casa; que por eso recorrías kilómetros enteros a lo largo de caminos polvorientos que no llevaban a ninguna parte. Íntimamente me alegré por ti y sentí pena por la vulgaridad de los mayores que se habían creído el cuento de tu muerte.
Esa noche me quedé ahí, a soñar a cielo abierto. Desperté jubiloso con el alba, sin sospechar que la tarde anterior el volcán había llorado tu partida, llevándote nuestro barrio al cielo como presente.
Espero que desde tu nube haya buena vista. Que le permitas a mamá plantar margaritas y a la abuela usar algún rincón para poner sus santos y rezar sus novenarios. A los de la pandilla les bastará con un campo de fútbol, espacio de sobra tienes para eso.
Por mí no te preocupes. Me he mudado al cráter y a diario doy un paseo por el pueblo vecino con tus latas a cuestas. “Terrón de tierra” – gritan los muchachos al verme, y corren a esconderse tras las puertas semiabiertas.
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