A Caballos En El Desierto...

La última vez que vi el mar en su posición fue en un despertar a la alucinación. Mis sandalias se hallaban tiradas sobre el suelo inundado de marrones. Algo de culpa han tenido las brisas de otoño.

El océano se retiraba de la orilla, poco a poco. Mi espíritu estaba dispuesto y mi rostro mojado. Junto a las hojas caídas de los árboles, se caían mis sueños y mis más acérrimas ilusiones. Me consolaba el baile en medio de aquel devenir infructuoso. Mi cuerpo giraba entre velos y rotaciones de cadera, entre marejadas de ombligos al compás de flautas y pisadas descalzas. Lo mismo que mis antepasados, cuento las estaciones de Tisri a Tisri, de otoño a otoño.

Caducan los equinoccios y se levantan los solsticios viendo que se cumplen los vaticinios. Una odalisca había dado demasiado tarde la noticia. Ello no impidió que se cumpliera. El mar habría de retirarse; no quedaría agua para beber. Sólo sobrevivirían una gitana experta en bailes de ombligo y un jeque del desierto al otro lado del mundo. Con una espina clavada en el pulgar, emitió un chillido y mencionó mi nombre. La gitana sería yo. La sangre que se derramó en el pasto verde dibujó unas letras que deletrearon el nombre del varón.

Desde ese día caminé tierras imprecisas. Vi las manadas de caballos huyendo e intentando beber de algún lago que se seca. He seguido el mar, su retirada, su retroceso. Sé que si no lo pierdo de vista, encontraré al jeque. Beberá de mis ojos; no tendrá sed. Yo beberé de su boca. Juntos. Nos multiplicaremos.


13 de junio de 2005