¡No me ha dejado de seguir! -Decía Remigio- luego de salir de su agotador y estresante trabajo a altas horas de la noche. Su trabajo se ubicaba en pleno centro de la gran ciudad, pero como nunca, esa noche estaba muy fría y desierta, terroríficamente desierta. Una considerable brisa ponía en movimiento esa inquietante pasividad de la oscura noche. Era el temor, ese maldito temor de abandonar cada día el trabajo lo que perturbaba la razón de Remigio, sintiéndose observado, más bien perseguido por algo que hasta entonces no lograba reconocer. Lleno de miedo, lo primero que hacía al salir del trabajo era fumar, ese nuevo vicio de fumar. Era aquel momento de prender el cigarrillo lo que lo cohibía debido al gran trabajo que requería de mantener quieta la llama del encendedor para prenderlo, manifestando la impactante vibración de sus manos y de todo su cuerpo bañado en terror.
Cada callejón encontrado en su camino inspiraba en la temerosa mente de Remigio una cruda suerte. Su mirada algo forzada debía superar el obstáculo que le presentaba su cabeza abajo y sus mal ajustados anteojos para mirar a lo lejos sombras proyectadas sobre los muros las cuales se iban disipando a medida que se acercaba a ellas. Ni siquiera la más mínima luz estelar le acompañaba aquella noche, ni la luna ni nada que fuera testigo de lo que creía pasaría esa noche. El cielo aquella noche se vestía de negro, un negro que absorbía las débiles luces amarillas de los faroles los cuales proyectaban las más insólitas figuras sobre las irregulares paredes de aquellas casas viejas y apagadas.
Cuando ya acababa de terminar con su primer cigarro, sucede lo inesperado. Un espontáneo y destellante sonido paralizan su andar y cada función básica del cuerpo de Remigio. Su ya malgastado cigarrillo emitiendo su último suspiro de humo cae de su boca sin siquiera pensar en atraparlo. En aquel instante sintió el pánico a una temperatura corporal extremadamente fría, mostrando un rostro pálido y blanco contrastando con el oscuro cielo. Hasta que al fin, con mucho esfuerzo logra observar ese objeto sonoro. Comprende al fin que fue esa maldita lata de cerveza la que destelló luego de aplicarle una monumental patada.
Sin aún disipar la inmensa excitación provocada por esa mal oliente lata de cerveza, se dispone a emprender nuevamente su oscuro y laberíntico camino a casa. Una vaga tranquilidad asoma en la mente de Remigio cuando en una esquina logra observar una tibia luz dentro de una vieja casa al fondo de un oscuro callejón. Sin embargo esa vaga tranquilidad instantáneamente se convirtió en el más agudo pánico al recordar que aquella casa estaba desde hace ya mucho tiempo deshabitada debido a la muerte trágica de sus ocupantes. Debido a esto, en decidida acción comienza a apurar los pasos con un ánimo de incertidumbre debido a la eventual agitación y posterior sonido de cansancio que emitiría su respiración.
Cada paso no significaba haber avanzado, sino un paso menos a su destino. Cuando ya se encontraba en la mitad de su camino, recuerda parte de su vida, más bien de su juventud y las múltiples oportunidades desaprovechadas para haber cambiado esta repugnante vida presente, que hace que cada día lo enfrente lleno de temor. Quizás el sólo hecho de haber aprovechado la más miserable oportunidad le hubiese significado haber tenido el dinero suficiente para haber superado
aquella odiosa deficiencia visual que lo obligaba a usar esos pesados lentes y quizás haberse movilizado hacia su casa en vehículo y evitar esta pesadilla de caminar.
Piensa además en devolverse a su trabajo y quedarse allí hasta que aparezca la luz del día, convencido que es preferible camino oscuro recorrido que camino oscuro por enfrentar. Sin embargo el deseo por acostarse en su acogedora cama pulveriza la idea de devolverse.
Cuando ya no faltaba mucho para llegar a su destino, Remigio cae en una indomable angustia. Y es que debe sobreponerse a la más cruda experiencia de este infernal recorrido. Está a punto de cruzar el famoso “callejón cómplice”. Ese estrechísimo callejón apodado así debido a que es el principal testigo de cientos de asesinatos, robos y violaciones ocurridos en la ciudad, significaba para Remigio detenerse en el camino, alzar su rostro al cielo y mencionar la más variada ensalada de súplicas en voz baja a los más de veinte santos que recordaba su debilitada mente. Remigio sabía que logrando llegar al otro extremo del callejón tendría un encuentro cara a cara con su ya utópica casa.
Lentamente avanzaba sin dar el más mínimo ruido. Aquel frío paralizante que le proporcionó su desesperado miedo, fue reemplazado ahora por el más crudo calor de excitación. Cualquier movimiento en falso significaría dar alerta de que él estaría pasando por aquel callejón y por ende aferrarse a la bondadosa suerte. Al mirar hacia las paredes del callejón se dio cuenta que aún continuaban formándose las más turbantes siluetas móviles de sombras proyectadas por los faroles a medida que avanzaba. De pronto razona y decide avanzar hacia un costado, al lado de las paredes para así cuidar aún más su integridad.
Cuando ya superaba la mitad del largo del callejón Remigio decide sacarse sus fastidiosos lentes y así tener una preocupación menos. En ese mismo instante su acuoso calor se congela y vuelve a ser poseído por el más abrazador espanto. Remigio vio una sospechosa sombra. En realidad lo que vio de reojo fue una silueta de un brazo curiosamente en el lado de las murallas en una forma provocativa. Prevé el peligro con resultado incierto. Fue entonces, sin dudarlo cuando voltea, empuña su mano, cierra sus ojos y lanza su más desesperado golpe a la perturbadora figura oscura. Remigio cayó casi inconsciente debido al desesperante dolor con todos sus dedos de la mano destrozados y bañados en sangre. Lo último que recordó fue que aquello que él había visto también cayó junto con él. Nuevamente el callejón fue testigo de un acto crudo y sangriento, más aún como nunca antes había pasado, quedó una evidencia. La pared, aquella vieja pared recibió el golpe de Remigio y se tiñó de sangre la cual caía lentamente. Remigio golpeó y aturdió a su propia sombra.
Bossellè
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