Marina subió al barco que la llevaría al Faro del Fin del Mundo, contenta porque finalmente la excursión se hacía. El mar en el Canal del Beagle estaba muy picado, dijeron, pero el viento había calmado un poco. Había elegido todo lo que tuviera que ver con el fin del mundo, Ushuaia, el tren, este viaje, no sólo por su amor a Verne, sino también por la necesidad de desaparecer de la faz del planeta por unos días hasta reconciliarse con dolores antiguos y apuestas perdidas.
Desde el comienzo, un deseo muy poderoso la llevó hasta el ventanal de la proa, donde las olas acariciaban el vidrio con violencia perturbadora e hipnotizante. El resto de los pasajeros, pálidos y aferrados a lo que pudiesen, se lamentaban de su suerte. La oscilación cada vez era mayor. Ella no podía comprender qué le sucedía. Estaba bien apoyada en sus piernas, como si siempre hubiese sabido cómo pararse, y sentía mucho placer. “Es como una cuna”, pensó. Cerró los ojos. Fue pirata, conquistadora, descubridora. Y lo supo, era Marina. Ella era el mar.
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