La mañana estaba fría. Había amanecido nublado y corría esa típica brisa mañanera que sopla diariamente en la playa. Me vestí, tomé desayuno, agarré el auto y me fui a dejar las llaves de la casa que había arrendado la segunda quincena de Enero.
Desgraciadamente la dueña había salido a comprar el pan para hacer el desayuno, así que se las dejé a su hijo y me dirigí, desgraciado, de vuelta a Santiago: ese Santiago desconsolado por la contaminación, estresado por el solo hecho de que se viva en él, ese Santiago que se levanta todos los días para trabajar y producir menos de lo que habla un ermitaño con su amigo de la infancia.
La carretera estaba vacía. Debía ser el único que se despertaba a las ocho de la mañana y ya a las nueve y media iba de vuelta a la rutina. La hora pasó y solo me quedaba una hora de viaje, unos kilómetros después el camino se bifurcaba y tomé la derecha como solía hacerlo cada verano, nada espectacular.
A los pocos kilómetros vi un letrero que decía: “Cuidado. Camino sin salida”. No le di importancia. Nunca lo había visto, ni si quiera cuando iba camino a la playa. Pensé que pudieron ser algunos chicos queriéndole jugar una mala pasada a alguien, a algún turista o a alguna persona que no conocía la carretera.
Ya llevaba más de una hora conduciendo por esa carretera y seguía y seguía avanzando entre cosechas y puestos, puestos que vendían una u otro cosa característica de la zona. Me imaginé, que, quizás, como estaba conduciendo algo somnoliento, había tomado el camino equivocado. Decidí dar la vuelta en el próximo puesto de ventas que viera. Así lo hice.
Empecé el retorno a la bifurcación que nunca llegaba. Me había metido en una carretera, al parecer la misma de siempre, que con suerte tenía una que otra curva para sortear el cerro o llegar a un lugar apropiado para hacer un puente y cruzar el río, el risco o lo que fuere, donde siempre paraba en alguna parte para tomarme una coca-cola o una cerveza de las que me sobraban. Pero no, la carretera parecía interminable, ya me había tomado dos cervezas y tres coca cola, había cruzado ya dos veces el mismo río y había hecho ya dos veces las mismas curvas, quizás tres.
Decidí bajarme donde viera a la próxima señora vendiendo lo que arduamente había conseguido cosechar(en verdad su marido e hijos, pero en fin). Llegué, me bajé del auto, el ambiente estaba seco, pero curiosamente el cielo anhelaba dejarse caer en un llanto descomunal. Caminé directamente a la señora que salude con cortesía y me respondió buenos días. Disculpe – le dije – me gustaría saber en que parte estoy. En ninguna parte, me respondió. Entonces, ¿cómo salgo de acá? Hasta nunca me dijo y a su casucha entró.
Con confusión me dirigí a mi auto pensando en que alguna persona me respondiera algo coherente que me permitiera salir de este maldito lugar.
Pregunté a al menos diez personas y me contestaron todas lo mismo. Mire – me decían – siga derechito hasta que se quede dormido, al poco rato le chocará un camión. Así se sale de aquí.
Aún mas extrañado volví a subirme al auto. Volví a manejar siempre viendo uno que otro auto, unos parecían de los ochenta, otros de los setenta, como también de los cuarenta, algunos parecían autos último modelo e incluso había personas que iban en un carruaje de la época de la colonia. Todos los que iban adentros estaban con cara soñolienta, tratando de dormirse y que algo les atropellará. Pero lo hacían en vano, el ambiente estaba seco y tristón, el celo lo único que quería era llover para que el fruto no creciera más y al fin el sol pudiera salir a dar vida a ese lugar después de haber barrido con esa inercia que se respiraba.
El día pasó, o por lo menos eso pensé. El día nunca avanzaba. Cada vez que veía mi reloj eran las nueve y treinta y dos de la mañana, y a lugareño que le preguntaba me respondía que eran las nueve y treinta y cuatro; sus relojes estaban adelantados dos minutos respecto al mío.
Me resigné a hacer lo que ellos me habían indicado: conducir eternamente como todos los que vi.
Un día, comencé a hablar con ellos y todos coincidiamos en que ibamos de vuelta de vacaciones hacia la capital, nos habíamos levantado temprano para ahorrarse cualquiera demora o taco que se presentara, todos habíamos tomado la bifurcación a la derecha, todos habían decidido hacer lo mismo que yo, los únicos que diferían eran el conductor y la dama del carruaje.
Noté como todos se habían resignado, yo también lo había hecho. Seguimos andando y nos acostumbramos, cuando nuestros relojes internos nos indicaban, a jugar póquer con los lugareños y saciar nuestra sed y hambre, más bien comíamos y bebíamos por costumbre ya que ninguno sentía ni hambre ni sed.
En uno de esos días interminables, sentí humedad en el ambiente y miré que todos tenían cara de extrañeza. Pasó el tiempo y comenzó a llover. El lugar se empezó a marchitar rápidamente y quedó igual que una hoja en otoño. El paisaje, poco a poco, comenzó a cambiar y los rostros de nosotros a esbozar una ligera sonrisa.
Al poco rato nos quedamos dormidos. Despertamos cada una en su alcoba, en Santiago, en su respectiva época. Todos nos levantamos como si nada hubiera pasado, fuimos a comprar el pan antes de que nuestra pareja se despertara y llegara el arrendatario de la costa a entregarnos las llaves.
|