EL PLATO ENVENENADO
Edelmiro Porras se hallaba comiendo cuando entró Adalgisa de los Ríos, su mujer. Él no la miró. Conocía de memoria su ritual, sus pasos, su respiración de vaca furiosa y todos sus malditos resabios inventados durante tantos años de matrimonio desavenido desde siempre.
—Oí, vos, ¿a qué te supo la comida? —le preguntó con especial interés la mujer.
—A muerto —contestó Edelmiro, sin darle mayor importancia—. ¿Por qué?
—Porque te he envenenado, cabrón. Ya no te soporto más. Ojalá y te haga efecto, y no pasés de esta noche.
—Pues, mirá vos que me has cogido de buen ánimo, y hoy, particularmente, no se me antoja morirme. Dejá más bien de mirarme como si ya fuera un difunto, y traéme agua que estoy quemando por dentro.
—De nada te servirá tomar agua, leche o cuanto antídoto ingirás, desgraciado. Es veneno pa matar caballos, y vos no clasificás sino pa rata. Tomáte el agua que querás y moríte feliz, si es lo que querés —le dijo pasándole de mala gana una garrafa llena de agua—. Dentro de un rato quedarás tieso como un pollo y entonces vendré pa llevarte a enterrar, porque hasta católica si soy, y tendrás tu entierro de santo cabrón que bien te lo merecés, después daré una gran fiesta en tu honor y por fin seré inmensamente feliz.
—Quien tiene la lengua más venenosa que una culebra sos vos querida, y yo que no he hecho otra cosa que aguantarte y mantenerte durante más de 35 años —eso sí—, los peores de mi vida, pero algo tiene uno que pagar en ésta pa merecer otra un poco mejor, ¿cierto? Y yo lo considero hasta justo, ¿vos no? —se lo preguntó de buen agrado sin esperar respuesta.
Dos horas más tarde, Edelmiro yacía despatarrado sobre la hamaca del patio trasero de la casa, y Adalgisa bajó a mirar si su marido ya era un cadáver.
Por fin se murió este mal nacido —pensó esperanzada al verlo patitieso—; pero al acercarse y escucharlo roncando con rabia le gritó:
—¡Cabrón de mierda, pa´lo único que sí sos fuerte es pa no morirte, porque lo que es pa’l trabajo sos un gallina, un majadero, un atenido! ¡Mal nacido, moríte de una buena vez y dejáme en paz. Me tenés mamada, ¿ois?, me tenés mamada! —soltándole Adalgisa su repetida diatriba de toda una vida a su lado.
Visiblemente contrariada se fue para la cocina y buscó la olla de comida en la que preparó el veneno, y la olfateó cerciorándose de que la dosis fuera la convenida entre ella y el boticario Vélez Jaramillo, su primer novio, y quien —según ella— aún la seguía queriendo.
Hacia la media noche, Edelmiro Porras se la pasó entrando y saliendo continuamente del baño, pues se le había descompuesto el estómago, pero el asunto no pasó de ahí.
A la mañana siguiente, Adalgisa de los Ríos, se levantó malhumorada como siempre a preparar el desayuno. Y su rabia fue mayor cuando comprobó que, pese a todo, su marido sobrevivió a la sobredosis del veneno. En eso llegó Edelmiro y le dijo:
—Quiubo, pues, mujer, buen día. Qué excelente purgante me diste. En toda mi vida lo había intentado sin poderlo lograr. Hasta Vélez Jaramillo, con toda su sabiduría de yerbatero provinciano, nunca pudo dar con el chiste. Espero que no olvidés la receta, pues quizá vuelva a necesitarla.
—No estoy de humor pa bromas. Decíme qué querés de desayuno y no me jodás más la vida. Hay tamal o si querés te hago un calentao con lo que sobró de anoche, ya que al parecer a vos te gustó tanto, ¿o no? —le dijo irónicamente.
—Dame el tamal, mujer. Dejá lo del calentao pa por la noche. Creo que con otra dosis de tu purgante quedo listo pa otros 60 años de buena vida. ¿No te parece, querida?
Adalgisa puso a calentar el tamal y a pensar en que ya no tenía más remedio que seguir soportando a su marido hasta que le sobreviniera una muerte natural y, al parecer (ante lo inocuo del veneno), todavía le faltaba mucho. Sin embargo, iría más tarde a consultarle al boticario, cómo era que funcionaba eso de las inyecciones de cianuro.
Gerardo Cardona Velasco. Chía, enero 10 de 1996
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