"Pero, al fin, encontré lo que necesitaba,
lo que necesita cada hombre para poder vivir:
un trabajo, un sentido de la existencia".
Hermann Hesse
Hace ocho días fui despedido de la empresa donde trabajaba debido a una reciente reestructuración administrativa. Llevaba casi 30 años de leal y eficiente trabajo. Nunca hubo una queja, nunca un retardo, jamás una amonestación. Con la indemnización puedo sostenerme por algún tiempo mientras consigo otro oficio. Ser desempleado me produce pánico. Trabajar me da seguridad, estabilidad, sentido de pertenencia. El problema que debo afrontar es el de mi edad, prácticamente soy un jubilado, y en esas condiciones no es fácil volver a ubicarse dignamente.
Hoy como todos estos días he venido para el parque de la ciudad y, de momento, me siento como en vacaciones; aún no extraño lo que era mío. Los días pasan lentamente y las tardes son largas y apacibles. En medio de todo necesitaba de un poco de descanso.
Estaba sentado en una de las bancas del parque disfrutando de un día soleado, cuando fui asediado por dos oficiales de la municipalidad, que al verme dijeron en tono firme y solemne:
_ Su identificación, señor -dijo el oficial de más alto rango (lo deduje al observar que sobre su charretera azul llevaba dos soles, mientras que el otro oficial apenas poseía uno solo).
_ Aquí está, oficial -dije extrayendo mi cédula de la billetera y poniéndome de inmediato en píe.
Él no respondió y procedió a revisarla contra un voluminoso listado que llevaba.
_ Hum, sí, aquí está. ¿Ud. es el señor Doblinsky, verdad? -dijo secamente.
_ Sí, lo soy, ¿por qué? -respondí intrigado.
_ Ud. trabajó hasta el día 21 de abril en la fábrica X-HUMUS. Fue despedido hace ocho días y ahora está desempleado, ¿no es cierto?.
_ Es verdad, ¿pero qué hay de malo en ello? La fábrica estaba recortando personal y... -traté en vano de explicar pero fui interrumpido.
_ Esos detalles no vienen al caso. El concejo municipal de la ciudad no quiere que haya vagos en la ciudad, y por ello le fijará un nuevo empleo. Por éste no recibirá paga; pero, a cambio, tendrá techo, abrigo, comida y se le prestarán todos los servicios de salud que necesite -dijo con parquedad.
_ ¿Qué clase de trabajo? -pregunté con obvia curiosidad, al tiempo que no salía de mi asombro por lo extraño de la situación.
_ A Ud. se le asignó el deber cívico número 571, que consiste en barrer y conservar limpia la Avenida de los Turistas -dijo el de menor rango-. Ya sabrá que esta avenida es la más importante de la ciudad por la cantidad de turistas que vienen allí. Además...
_ Un momento, oficial -le interrumpí bruscamente-. No entiendo nada. ¿De qué se trata todo esto? ¿Qué es eso de los deberes cívicos? ¿Qué pasa si me rehúso?
_ Bien, señor D., se lo diremos por esta primera y única vez -sentenció el de más alto rango, sin disimular su contrariedad-. Si no acepta irá a prisión. Hace un momento le dijimos que no patrocinaríamos el ocio en la ciudad. Todo el mundo debe trabajar, y a los que no poseen empleo la Municipalidad tiene la obligación de proporcionárselo.
_ ¿Y no existen otras tareas distintas a barrer? -pregunté esperanzado.
_ Sí, si las hay. El deber cívico Nro. 100 consiste en limpiar vidrios de las empresas oficiales, el Nro 205 asear letrinas, el Nro 143 alfabetizar ancianos, el Nro 560 pintar calles, el Nro 891 cocinar en las cárceles, el Nro...
_ Sí, comprendo, gracias. ¿Quiere, por favor, explicarme nuevamente el 751? -dije convencido de no tener otra alternativa.
_ ¡Es el 571! –aclaró-. Y es un deber muy importante. No crea que será sólo un simple barrendero. No, señor. Cuántos quisieran su empleo. Hasta pelearían por él, si pudieran. De esa calle depende -y lo dijo con seguridad- la mayor fuente de ingresos de esta ciudad, su ciudad, nunca lo olvide. Los turistas desde cuando se construyó esta avenida hace más de cien años, no han dejado de venir ni de apreciar lo bella, lo especial y lo importante que es. Únicamente los que son turistas lo aprecian en verdad. Para muchos de nosotros la calle se parece a tantas otras y no descubrimos su misterio, su encanto e importancia; sin embargo, ello no nos exime de la obligación patriótica de conservarla en excelentes condiciones. Señor D. -dijo con orgullo-, en Ud. depositamos esta inmensa responsabilidad, y justamente por eso, por su responsabilidad, la cual fue celosamente buscada entre miles de hojas de vida, fue escogido. Sus 30 años de servicio en la fábrica, en donde nunca faltó a sus deberes y donde se destacó -permítame felicitarlo- por su honestidad, acato, prudencia e inalienable lealtad, lo facultan para esta honrosa distinción, que confiamos desarrolle a cabalidad. Por lo pronto, lo esperamos mañana a las 6 a.m en el ayuntamiento municipal para entregarle su dotación personal. Firme aquí su nuevo contrato de trabajo -dijo finalmente-, pasándome un libro de pastas verdes donde figuraba mi nombre, mi identificación y el número del deber ciudadano que a partir de entonces debería desempeñar.
Sin otra alternativa acepté y los oficiales se marcharon satisfechos. Los vi alejarse hasta cuando se acercaron a una señora que dormitaba en otra de las bancas del parque.
Madrugué y estuve a la hora señalada para recibir mi nuevo cargo. Cuando llegué había una fila como de 50 personas esperando. Busqué algún conocido pero no lo encontré. En ese momento llegó una patrulla municipal, de la cual bajaron varios oficiales. Reconocí al de más alto rango. Quince minutos después empezaron a llamar por un altoparlante: Señor K., deber cívico Nro 3000, señora L., deber cívico Nro 2436,..., señor D., deber cívico Nro 571.
_ Sí, aquí estoy -respondí prontamente.
_ Siga por aquí, mi capitán lo aguarda -dijo uno de los oficiales que organizaban el reclutamiento.
Pasé a un despacho bastante sobrio y allí descubrí al oficial de mayor rango que había conocido el día anterior.
_ Buenos días, señor D., aquí están sus implementos -dijo mientras señalaba hacia una carretilla, una escoba, un uniforme amarillo, un rastrillo, una pala, unas botas y guantes de caucho-. Ahora le daremos las últimas instrucciones.
_ Sí, señor, dígame. Estoy a sus completas órdenes -respondí con humildad y seriedad.
_ Muy bien. Veo que nos entenderemos. Como la municipalidad no cuenta con suficiente personal administrativo, Ud. será su propio jefe. Deberá fijar un horario y unos procedimientos eficientes que, además, tendrá que cumplir a cabalidad. De igual forma definirá las normas necesarias para el desempeño de sus labores. Recuerde que su misión es, sin duda alguna, la más importante de la ciudad. Habrá vigilancia sorpresiva de las patrullas. Dos faltas graves a sus deberes e irá a la cárcel por negligencia e incumplimiento. Su único objetivo es que la avenida luzca impecable, perfecta: ni un papel, ni un desperdicio, ni un elemento que desentone o que cause desengaño a nuestros queridos turistas.
A continuación me indicó otros aspectos del reglamento de trabajo como las horas de comida, los sitios públicos de aseo, los dormitorios comunales, etc. Una vez que todos recibimos las consabidas instrucciones y las respectivas dotaciones, fuimos repartidos por toda la ciudad. A mí me dejaron en la Avenida de los Turistas, antes también llamada la Avenida de los Libertadores y en sus inicios bautizada Avenida del Salvador. La historia de cómo ni por qué había cambiado de nombres no la conocía y, de momento, no me interesaba averiguar. Mi principal interés lo concentré en cómo iba a realizar mi trabajo.
La Avenida de los Turistas cubría tres manzanas de edificios y era la única pavimentada a doble carril y con amplios callejones peatonales a cada lado. Para transitar por allí se debe portar el pasaporte de extranjería, o sea que los nativos no podemos ingresar; pero mi nuevo cargo permite tal excepción y me siento orgulloso y complacido por ello.
Mi primera tarea fue la de elaborar un inventario minucioso. A lo largo de la avenida encontré dos hidrantes, tres alcantarillas, cinco postes de luz de neón, cuatro canecas de mediano tamaño para la basura, dos casetas de información turística, un semáforo peatonal y un amplio mirador sobre el más hermoso y majestuoso acantilado del mundo (supongo que es el mayor atractivo del lugar). A lado y lado de la avenida aparecían como sembradas cientos de estatuas de próceres insignes de la República, una veintena de monumentos de diversa índole entre los que se destacaba el monumento a los turistas con la imagen del primer visitante insigne, don Karl Meyer, asesor político del primer presidente constitucional de nuestro país, cientos de banderas de todas las nacionalidades, decenas de árboles floridos y múltiples vallas publicitarias en las que se invitaba a los turistas a disfrutar de los encantos de nuestra ciudad. Los mensajes estaban escritos en varios idiomas incluido el esperanto. En resumen, la avenida lucía decorada con lujo y esmero, y los turistas paseaban por ella tomando frenéticamente fotos en todas direcciones, como si el viaje no tuviera sentido sin las impresiones a color que lo testimoniaran.
Ese primer día limpié, barrí y recogí basura hasta las 8 p.m y –según mi criterio-, la calle quedó bastante limpia. Acabé rendido de la espalda y con algunas ampollas en mis manos; no obstante, satisfecho, me dirigí al ayuntamiento a descansar. Al llegar noté que todos mis compañeros regresaban exhaustos y sin deseos de hablar con nadie. Comían en silencio y luego se iban a dormir sin mediar palabra. Mi barraca quedaba en el quinto piso al final de un largo corredor y cerca de una pequeña ventana que servía de respiradero. Esa primera noche traté en vano de conciliar el sueño. Buscaba entender el nuevo orden y el nuevo sistema al que forzosamente debería adaptarme. Al parecer -y desde que nací- siempre ha existido un estamento regulador de mi vida y –con certeza- de la humanidad entera: el hogar, la escuela, el trabajo, el estado, la sociedad, la iglesia... No es posible vivir fuera de algún orden, así éste nos aliene un poco. Tarde o temprano todo sería un verdadero caos y el sistema colapsaría o seríamos expulsados de él. Es necesario que alguien gobierne y que el resto obedezcamos, así existan momentos en los cuales deseemos burlar el régimen o las instituciones establecidas. Tácitamente comprendo que no tengo más opción que acatar las órdenes superiores sin importar de dónde vengan ni quiénes sean los que conformen ese orden, como tampoco ni si sus decisiones sean las mejores o las más prudentes. Debo sólo concentrarme en definir adecuadamente mi propio manual de procedimientos para ejecutar mi trabajo de forma eficiente. Nada más. No quiero caer en faltas disciplinarias, ni dañar mi intachable hoja de vida.
Elaboré un manual provisional: La hora de llegada al trabajo será a las seis de la mañana y la hora de salida dependerá de la afluencia de público. Se laborará de lunes a domingo con un día libre al mes. Las principales funciones diarias serán: 1. Realizar un inventario detallado de cada elemento de servicio, aseo, publicidad y decoración del lugar, para ver que no falte nada. 2. Determinar el estado y la funcionalidad de cada servicio. 3. Barrer y recoger la basura. 4. Limpiar bancas, bardas, vallas y monumentos. 5. No entorpecer la diversión de los visitantes. 6. Brindar información oportuna y eficiente. 7. Hablar bien de la ciudad. 8. Sonreír y agradecer la visita de cada turista. 9. No incomodarme por los daños y la suciedad que dejan los amables visitantes. 10. Agradecer al Estado por la oportunidad que me brinda para desempeñar un importante trabajo para el beneficio de toda la comunidad.
Con ese decálogo en mente me dirigí puntualmente a mi trabajo. Saludé a los dos guardias que cuidaban el lugar, en turnos de doce horas cada uno. Luego me dediqué sin descanso y con todo el ánimo y el espíritu necesario para hacer de la Avenida de los Turistas el mejor sitio de toda la ciudad. Era mi inalterable compromiso. Ese día laboré hasta las 10 p.m, pues, al parecer –por ser día festivo- hubo muchos más turistas que de costumbre y no quise marcharme hasta tanto no quedara ninguno y tuviera espacio para trabajar sin estorbo. Una vez terminé y sin tener otra cosa que hacer, fui a sentarme un rato a una de las bancas de la avenida y a preguntarme por qué ésta era tan importante. Me encontraba sumido en esa meditación cuando sorpresivamente irrumpieron el lugar varias volquetas, un buldózer y una cuadrilla como de 20 hombres que empezaron a desarmar el lugar. El ruido de la máquina arrancando el pasto y los árboles, unos hombres cargando estatuas y monumentos, otros llevándose las vallas y pancartas, y otros más quitando los hidrantes, las casetas y las bancas, me hicieron sentir el fin del mundo, el caos total. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Quién había ordenado tal despropósito? ¿Adónde irían a parar la fuente de ingresos de la ciudad? ¿Qué pesadilla era ésa?...
No supe cuánto tiempo pasó. Al cabo todos se habían marchado, hasta los guardias. Allí no quedaba más que desolación y ruinas. Mis ojos llorosos no daban crédito a lo sucedido y sentía una profunda rabia por mi impotencia para evitar el desastre. Con mi rastrillo traté infructuosamente de luchar en contra de quienes sin consideración alguna acabaron con ese precioso espacio, el cual –no sé desde cuándo ni por qué- amaba de verdad. Pero –ahora-, ese privilegiado sitio era otro. Ni sombra del que existió. Aquel fue una hermosa ilusión óptica, una fantasía virtual. El majestuoso acantilado era –a su vez- un espejismo y en su lugar aparecía un ruinoso paraje seco, sin gracia alguna...
Un marcado sentimiento de humillación y desconsuelo me mantenía todavía allí. En eso apareció silenciosamente una radiopatrulla. Justo se detuvo frente a mí y de ésta se apeó un oficial que por la luz de los faros del auto sobre mis ojos no pude saber de quien se trataba. Cuando estuvo a dos pasos, dijo:
_ Señor Doblinsky, lamento todo lo que ha pasado aquí y siento mucho no habérselo comunicado oportunamente. Por asuntos de seguridad nacional la Avenida de los Turistas ha sido trasladada a otro sitio estratégico. A partir de mañana su nuevo deber cívico será el número 959. Lo espero temprano para darle nuevas instrucciones...
Bogotá-Colombia, septiembre 16 de 1999 |