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MUJER EN PRIMAVERA

"...y el sólo amor no basta,
ni el salvaje y extenso aroma
de la primavera"


Pablo Neruda



El día en que Amalia Montero sintió el peso de sus amores casi ni se levanta del catre. La noche anterior se despertó en varias ocasiones con las voces mezcladas y revueltas de sus amantes que le reclamaban una nueva cita o la explicación a su indiferencia o a su injusto olvido. Tras un penoso esfuerzo, logró ponerse en pie y caminó apoyada en las paredes hasta llegar al baño. Tomó una ducha larga y se enjabonó varias veces con la idea de limpiar bien su cuerpo y también su alma, llena de fogosos amoríos pasajeros que la quemaban por dentro.
Ella comenzó a cosechar amores desde el mismo momento en que aprendió a sembrar rábanos y hortalizas al lado de sus siete hermanos menores, todos ellos varones. Tenía doce años recién cumplidos cuando los calores y urgencias de su bajo vientre comenzaron a desvelarla llenándola de inquietudes por descifrar. Fue Esteban Roldanillo, el hijo mayor del compadre Ramón R., un hombrecito de unos catorce años, de cutis moreno curtido en los asuntos del campo, quien le mostró cómo se calmaban esas fiebres de amor y le enseñó los primeros deleites de la piel con piel bajo los árboles.
Ahora, tras veinte años del albor de sus ardientes primaveras, la memoria de estos amores parecía confusa e incierta y Amalia no recordaba con claridad ni las fechas, ni los nombres, ni los lugares de aquellos sucesos. Esteban era el único hombre que aún le seguía pegado al cuerpo como el olor del campo terminando el invierno. Ni los Juanchos, ni los Pedros le evocaban algo en particular. Los besos del uno, las caricias del otro o las palabras de los que vinieron después se parecían entre sí y no distinguía cuál fue mejor, ni porqué. En últimas, desconocía la causa de ese inaguantable espasmo que la sacudía como un torbellino estacional enroscado en su dermis, llevándola al desenfreno por el amor oportuno que la supiera liberar.
Amalia, bella campesina de la región, lucía siempre fresca y natural como la tierra misma que todos los días pisaba camino al río o al abrevadero. Poseía una recia personalidad y la altivez de un cóndor. Su padre siempre creyó que esto se debió a que fue la mayor de sus hijos y a que no contó con hermanas para jugar a las muñecas de barro o a las casitas de paja. Ella desde pequeña aprendió todos y cada uno de los oficios del campo, desempeñándose a la par de los jornaleros del rancho con quienes se enfrentaba, peleaba y competía ardorosamente, siendo actitudes por las que su madre, a todo momento preocupada, le recriminó con reparos constantes:
—Así no debe comportarse una señorita todita bien —le decía con firmeza.
A pesar de ello, Amalia no daba reales muestras de una feminidad acorde con su figura de hembra bien formada por los aires puros y silvestres de la campiña; por el contrario, se sentía orgullosa de su naturaleza agreste e indómita y la defendía a capa y espada. Ella, como nadie, conocía su secreta condición verdaderamente femenina que asombraba a los hombres que conquistaba, pues se comportaba como la mejor de las mujeres en lo que a ellos les concernía y complacía. Aunque, cabe decirlo, Amalia nunca fue seducida por ningún campesino de la región, excepción hecha de Esteban, su primer y, tal vez, único amor. Ella los elegía llegada la hora del despertar de su sensual naturaleza, y que ella misma bien explicaba dada su clara convicción sobre el asunto. Amalia decía que si era ella quien conquistaba podría permanecer segura y que, solamente así, dueña de la situación, jamás sería manejada ni arrastrada por las circunstancias como arroyo en creciente.
El único hombre que en verdad se aplicó con devoción en conquistarla fue un joven cetrino y bien vestido que por esos días llegó de la ciudad a visitar a unos parientes vecinos de los Montero. Se conocieron gracias a la entrañable amistad de don Hortensio, padre de Amalia, y de don Jacinto, tío abuelo de Joaquín Campoamor, el joven forastero.
Por aquella época Amalia contaba con veintitrés años y se erguía orgullosa semejante a una flor de girasol: radiante, imponente, perfumada...; al tiempo que reservada y enigmática. Joaquín, al parecer, tuvo la mala fortuna de aparecer comenzando un crudo invierno: inhóspito y destemplado, donde el alma ni el corazón de Amalia no se encontraban dispuestos para cortejos ni amoríos de ninguna especie.
Las tardes húmedas y granizadas de esos días les sirvieron a los dos para sentarse a ver llover y conversar como nunca se le vio hablar con alguien a Amalia. Esto dio pie para que todos en la casa creyeran en la tan anhelada aparición del hombre capaz de domar a la fierecita.

Amalia, en cambio, no lo creía así. Por eso jamás le brindó esperanzas al muchacho, entre otras, buen mozo y con modales refinados y galantes de hombre cultivado en la ciudad que, pese a todo, no logró despertar ningún instinto en ella, tan fría como la lluvia destemplada y monótona que de un cielo gris y encapotado de encima les caía.
Cuando Joaquín se despedía con gracejo y reverencias amaneradas, doña Tarquina se quedaba platicándole a su hija de lo inteligente y bueno del muchacho, pretendiendo quizás meterle a este hombre por los oídos hasta hacérselo llegar al corazón, que de no ser por la terquedad de Amalia, la madre lo hubiera conseguido. Ella se defendía de los embates de su madre diciéndole que ellos eran como el agua y el aceite y que tarde o temprano, tal vez mucho antes que después, las cosas no irían por el camino soñado. Que ella no concebía la idea de irse a la ciudad a cosechar frutas ni verduras enlatadas, ni arar alfombras ni pisos de cemento; que amaba el fecundo suelo agreste que la parió, y que, si algún día se iba con un hombre, ese brotaría de las entrañas de la mismísima tierra como un volcán en erupción, escupiendo lodo y sacando lombrices de las orejas y hormigas del ombligo. Sin embargo, los padres de Amalia estaban seguros de que ese hombre o no existía, o nunca llegaría; además, ella nunca había labrado la idea de un casorio o de un arrejuntamiento bien visto. Amalia les decía que el amor cuando se siente atado por un yugo comienza en ese mismo instante a morir. Que para que el amor perdure se requiere de mucho aire ventilando los malos humores, los estornudos, el sudor y hasta mal aliento de cada uno.
Al cabo de unas pocas y estériles semanas, Joaquín Campoamor se marchó sin dejar siquiera abonada en el alma de Amalia ni una simple semilla de sinvergüenza, de las que nacen por ahí, así nomás por nacer.

El agua que le siguió cayendo por todo el cuerpo durante aquella seca mañana de sofocante estío, pareció refrescarle la memoria en algunos de los asuntos pasados y secretos de su vida; a pesar de ello sentía el peso oprobioso de su salvaje feminidad no domesticada ni apaciguada por la razón ni por los años. Terminado el baño, la sensación de sentirse más ligera, la tranquilizó. Recordó la prometida visita a su inseparable amiga de la infancia: "La Trini". Acto seguido, caminando despacito por el corredor hacia su pieza, se fue pensando en qué vestido ponerse.
Se vistió sin afán y con una melancolía prestada que no le sentaba nada bien. Se peinó con una trenza de cuatro nudos y se colocó el traje de pepitas rojas con fondo blanco y unos aretes dorados que conservaba de su madre. Para terminar, adornó su cabeza con un sombrerito de paja con lazo amarillo que le hacía gracia con su cara, como siempre: distinguida y bonita.
Trinidad Ríos había sido su amiga de toda la vida y entre ellas se trataban igual que “hermanas de sangre”. Ella era su confidente y confesora permanente. Entre ambas se guardaban un insondable cariño y se querían de verdad. Trinidad estaba casada lo menos hacía unos siete años con un hombre que desde el principio la quiso bien. Poseían una pequeña parcela, un rancho y tres hijos varoncitos:
—¡Machitos pa trabajar la tierra! —decían orgullosos los Patarroyo, quienes vivían allí cerca de la casa de los Montero.
Ya lista, Amalia atravesó la huerta para entrar por atrás de la casa de la Trini sin llamar la atención y llegar hasta la cocina derechito al fogón donde se encontraba ella, quien al verla aparecer cual fantasma conocido, ni se inmutó. Hablaron mientras Trini lavaba los trastos y preparaba el carbón para empezar a atizar la candela y cocinar lo del almuerzo. Tocaron desde los temas de la sequía del verano asfixiante que reinaba, de lo magro que andaba el ganado y de la "prole" de la Trini, hasta acercarse, a sabiendas, a temas personales y de real fondo.
—Vea, hermana —le dijo Trini, que la conocía muy bien—, la noto extraña, cansada de la vida. ¿Qué le pasa hoy?
—Ni que usté me leyera clarito el alma. Tal cual así estoy —le contestó Amalia sin podérselo ocultar—. Luego, sin esperar más, le soltó de golpe, como chorro de aljibe, las razones de su pena y su congoja.
Al final, y tras volcar sin reservas las tripas de su alma, Amalia quedó en silencio, muy aliviada de liberar su pesada carga. La Trini, entonces, aprovechó para decirle con crudeza, manera inusual en ella, las palabras que por prudencia todo el tiempo se guardó.
—Óigame bien, Amalita, y no me vaya a tomar a mal —le dijo la Trini queriendo de antemano disculparse—. Sucede que a sumercé es como si se le hubiera metido el diablo en el cuerpo. Yo no sé nada de esas cosas, pero no me parecen normales. A mí esos asuntos suyos ni me pasan por la cabeza. Fíjese que yo, con las querencias del Pancracio, paso lo más de contenta y no me hace falta nadita más. En cambio, usté, hermanita, parece una potra encabritada con el celo a flor de piel —seguía diciéndole sin esperar a que Amalia respondiera cosa alguna—. Yo creo que, por su tranquilidad, debe dejarse ver del cura pa que le hable tantico del patroncito del cielo. Quizás él, con su espiritualidad y sabiduría, logre sacarle esos mil demonios de una buena vez.
Amalia, sin ánimos para nada, ni se enojó. En otro momento de su vida y con su mal carácter no se lo hubiera permitido a nadie. A continuación, vino un silencio conciliador que aprovecharon las dos para saberse queridas. No se miraban y no les hacía falta. Cada una sabía leer hasta en lo oscuro los rostros de la otra. Se tomaron una taza de agua de panela y comieron despacito una arepa de maíz molido. Al rato se despidieron sin dejar de ocultar las tristezas disparejas de cada una.
Pasaron varios días más sin saberse nada de Amalia, de Trini, de la vaca Hortensia, ni de alguno en particular. Únicamente el astro abrasador era el personaje de todos los días desde temprano hasta muy entrada la noche.

Fue con la llegada de los primeros vientos otoñales que se volvió a saber de Amalia. La vieron por la iglesia apareciendo a ratos sin decidirse a hablar de frente con Dios. Ella no creía mucho en los curas ni en la religión, mas debido a la moral inculcada por sus amados padres les guardaba respeto. Ella creía en su fe natural que le dejaba ver a Dios en el agua, en los árboles y, sobre todo, en la tierra negra y fecunda de sus ancestros. Empero, las cosas del destino llegan por más vueltas y quites que se le hagan al camino, y Amalia lo sabía. Tomó pues la decisión desde antes prometida a la Trini y llegó así un buen día a la iglesia. Una vez allí, sin más rodeos, le pidió al padre la confesión.
Don Pascual Cristo Rey tenía nombre de párroco maduro y puesto en su lugar; pero bastaba mirarlo un poco para —mejor— llamarlo don Tenorio o don Juvenal. Parecía de unos 36 años (a juzgar por el acierto de Amalia en esos asuntos) y su vocación le venía más por apellido que por auténtica devoción. Lo anterior se confirmaba por lo que de él murmuraban en toda la región de Miraflores, y que no era del todo bueno. Entre los chismorreos y habladurías decían que existía una hija a quien todos apodaban "la santita". Contaban que en el día de la primera comunión de la niña vieron cómo, don Pascual, delante de todos —y sin importarle el qué dirán—, le zampó de un envión tres hostias a su hija, al compás de un “por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo”, y a fe que "la santita", quizás alimentada por esta triple ración celestial, lucía a partir de entonces más pura y angelical.
Don Pascual se alegró mucho de verla por allí aquel día y dejó todos sus asuntos terrenales para dedicarse el tiempo que fuera necesario a rescatar a esa hermosa oveja perdida de su rebaño. La hizo pasar por la parte trasera del atrio a un cuarto pequeño, sencillo y reservado, garantizándole que allí la confesión sería secreta y privada. Le platicó sin afanes de disponer el cuerpo y el alma para recibir la luz divina y de hablar con la voz de adentro para sacar todos sus pecados y sus remordimientos para que él los pudiera medir con tan sólo verlos. Amalia lo escuchó al igual que cuando a veces escuchaba llover: sin nada de malicia, porque a pesar de que el padrecito fuera hombre, era en primer lugar un enviado de Dios y eso ella lo tenía muy presente. Con todo, nomás comenzó a contarle sus secretos y amoríos antes no revelados más que a la Trini, notó cómo aquel pastor de almas descarriadas empezó a sudar y a ponerse inquieto como cabro acorraláo. Amalia no lo miraba fijamente, mas por entre el manto oscuro que le tapaba la cara, veía cómo el joven vicario tornaba la mirada de hombre de Dios a la de toro abejorríao. Amalia, de inmediato, le olió a distancia sus secretas intenciones, pues ella conocía muy bien esas emanaciones de las ganas de amor en los hombres, y sin permitir que el santo varón se volviera mucho más varón que santo, y ella fuera una oveja algo más perdida y extraviada, salió precipitadamente sin volver jamás a ver a don Pascual.
Por estas y otras circunstancias personales, Amalia se quedó sin purificar su alma y sin recibir el perdón divino a través de las oraciones y no tanto de las inquietas manos del único párroco conocido de la región.

Ese otoño terminó de pasar como silbido de culebra por entre los techos de barro y paja del caserío, y pronto llegó el invierno tropical a pintar con agua los pastizales, los caminos polvorientos y las siembras de aquel campo noble, perennemente dispuesto a todas las condiciones climáticas que se presentaran.
Amalia, trabajadora incansable, pasó ese último invierno cortando leña, cocinando, ordeñando y viendo por lo que, para esos días, quedaba de su gran familia: sus dos hermanos menores, el Yayito y el Tavito. Su madre hacía tres años había fallecido al coger una peste del ganado; y su padre, por esas navidades, andaba de viaje por la capital visitando a sus otros cinco hijos, desertores del campo, que trabajaban en la ciudad para ser unos señores de verdad. No obstante, aquel invierno pasó sin mayores novedades. El lodazal, los desbordes de quebrada y ver la despensa poco a poco languidecer, fueron el día a día que por lo menos no le trajo el pesado recuerdo de sus pasiones estacionales. Por el contrario, recibió la acostumbrada alegría que le brindaba la tarjeta perfumada con olor a lavanda, que desde hacía ocho ininterrumpidos años le enviaba Joaquín con su cariñoso saludo para la navidad y el año nuevo.
Del día de aquella ducha larga y esclarecedora al día en que sintió los albores de la naciente primavera, pasaron dos períodos climáticos completos con sus jaleos y condiciones. Se avecinaban las noches parpadeantes bajo la bóveda abierta y despejada del cielo campechano, y Amalia, consciente de ello, sintió un frío sobrecogedor que le erizó tanto la piel como el alma.
Los primeros indicios lo marcaron los vientos suspirantes que alejaron suavemente las postreras nubes de un invierno ya esquelético que se marchaba. Pocos días después apareció una bandada de patos salvajes y una colonia de abejas africanas que sobrevoló la finca de los Montero, saludando con una enigmática anunciación.
Esa última mañana, Amalia andaba ocupada con los miles de oficios de una buena ama de casa, y no notó ni vio nada extraño. Fue la llegada imprevista de Trinidad Ríos lo que en verdad la asustó.
—¡¿Qué pasa, hermana?! —le dijo muy sorprendida Amalia.
—Sumercé lo sabe y siento mucho miedo por usté —lacónicamente le contestó la Trini.
Amalia comprendió la latente angustia de su amiga del alma y la verdad premonitoria de su silencio. Sin inmutarse le dijo:
—No se preocupe, hermana, hace días vengo pensando en eso, y no dejaré que me vuelva a coger así nomás. Más tarde le cuento completico.
Apenas Trini salió con la preocupación y la duda pegada a sus espaldas, Amalia sacó del armario de su cuarto una mochila de cabuya, de mucho antes preparada, llena con algunas de sus pertenencias más queridas, algo de chiros y unos cuantos ahorros. Como recordatorio le agregó la última postal de Joaquín Campoamor y una foto algo envejecida de sus padres con la "prole". Al momento comenzó, con una callada resignación y sin afán, a despedirse muy despacio de cada rincón de la casa, de las plantas y los árboles, de los animales de la huerta y de cada bestia de su parcela. Llegada la tarde, le habló a su sorprendido padre y a sus entristecidos hermanos menores, prometiéndoles volver tan pronto como resolviera algunos asuntos impostergables de su vida. Ellos no entendían cómo ni porqué los dejaba la Amalia: la fierecita dulce y amorosa, no sólo como hija sino también como hermana y “madre”, a la vez.
Don Hortensio, apesadumbrado, la llamó aparte y le dio, acaso, el primer y último consejo de su vida:
—Mire, mijita, yo sé que sumercé es grande desde que era chiquita y que es muy poco lo pueda yo decirle que mija no sepa ya; pero no importa donde vaya, vaya con cuidado y con la frente siempre en alto, que de nadita se tiene que avergonzar. Ojalá se fuera unos días pa la capital, donde sus hermanos. Allá hay cosas que sumercé todavía no conoce y que es oportuno que vea con sus propios ojos. Claro que el aire no es como el de aquí, fresquito y saludable; por el contrario, es oxidado y huele mal, y le patea a uno los pulmones. A pesar de ello encontrará invenciones que sus hermanos llaman "del futuro" y que sirven pa trabajar y vivir mejor. Con eso, sumercé, en cuanto pueda comparar, sabrá de veras lo que vale nuestra tierra y lo que en verdad nos da. Por último, mijita, váyase con Dios y con la Virgencita, y lleve de igual forma mi humilde bendición. Después se abrazaron de corazón, y se desprendieron sin decirse más palabras que las ya dichas con amor.
Amalia pasó luego a casa de la Trini a despedirse, dejando correr, al verla, la única lágrima de su vida. Al tiempo, La Trini lloró, y lloró a montón, porque la Trini si sabía llorar. No hubo ni más palabras, ni más abrazos. Fraternalmente se miraron en silencio y con las niñas de sus ojos tristes se dieron el consabido adiós.

Amalia partió así a caminar rumbo al norte hacia un lugar donde las estaciones de su alma fueran estables y no le afectaran su inexplicable naturaleza íntima. Ella no se iba por huir, pues no sufría de miedos ni cobardías. Únicamente quería darse una oportunidad para entender cómo serían las cosas lejos de su tierra madre y por ver cómo se manifestarían sus instintos de mujer, distanciada de su lar. Poco antes de dar el último paso fuera de los linderos del rancho, se arrodilló y lamió la nativa tierra de sus raíces más lejanas. Comió la hierba que pudo arrancar de un buen puñado y la molió a mordiscos de mula embravecida, sintiendo en sus entrañas que así llevaría vida para rato. Todavía allí arrodillada, rezó una plegaria de las suyas por las bendiciones y las dádivas recibidas y por el futuro ignoto que se le abría como un desierto desconocido pero esperanzador.
En ello fue interrumpida por el reconocido fragor lejano y voluptuoso de los primeros vientos fálicos que comenzaban de nuevo a perseguirla para encadenarla una vez más a sí misma, en otra de esas tortuosas e interminables primaveras febriles e infernales.
Ya sin tiempo y apremiada, removió bruscamente otro poco de hierba, de piedras y de tierra de su rancho y las echó con afán dentro de su mochila toda apretujada. Se persignó desde la frente hasta las rodillas y de hombro a hombro, cerciorándose —eso sí— de quedar bien protegida por los designios de su Dios. Levantó la mirada y vio con nostalgia los tejados rojizos y amarillentos del que hasta ese día fuera su preciado hogar, escuchó hasta donde pudo los lánguidos bramidos de su campo atardecido y aspiró, con profundidad, el refrescante aliento de las nacientes brisas primaverales. Enseguida, y sin aguardar un instante más, ni permitir que un remoto pensamiento viniera a retenerla, se irguió resuelta y valerosa en busca de los caminos que permitieran ganarle a la vida un poco de paz y libertad para su alma...




Por Gerardo Cardona Velasco
Bogotá-Colombia, septiembre 18 de 1996

Texto agregado el 31-10-2003, y leído por 330 visitantes. (0 votos)


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