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“Y era traído un hombre cojo de nacimiento,
a quien ponían cada día a la puerta del templo
que se llama la Hermosa, para que pidiese limosna
de los que entraban al templo”


Hechos 3,2



Comienza gracias a Dios una nueva semana laboral. Desde el sábado anterior empecé a leer una novela de la uruguaya Cristina Peri Rossi, titulada “La última noche de Dostoievski”, un tema inspirado en “El Jugador”, obra literaria de este célebre autor ruso. Con mucha frecuencia llevo a donde vaya el libro que estoy leyendo, buscando la menor oportunidad para avanzar en su lectura (una buseta, una sala de espera, una fila en el banco, etc.). Esta mañana como de costumbre tomo el transporte apropiado para ir hacia la oficina y luego de encontrar un asiento bien ubicado (con ventana que sí se pueda abrir) me sumerjo en el citado volumen. Durante toda mi vida he escuchado que leer cuando se está en movimiento es malo para los ojos, pues podría desprenderse la retina. Aunque no lo he confirmado con ningún oftalmólogo u optómetra conocido siento que así debe ser, pues posee sentido; sin embargo, no es mucho el caso que le hago a esto; igual, leo con bastante frecuencia.

En un momento dado del viaje sube sin pagar uno de esos tantos personajes urbanos que recorren la ciudad de bus en bus tratando de vender, ofrecer o mendigar algo de dinero para su sustento diario. Es tan grave el problema del desempleo que para muchas personas se ha convertido en una forma viable de subsistencia o de rebusque como ellos mismos le llaman a su oficio. El subempleo en esta ciudad capitalina es algo que pulula por todas las esquinas, mostrando los mil rostros famélicos de la necesidad de supervivencia por la que luchan, a como dé lugar, millones de anónimos conciudadanos y compatriotas. Con la manida frase: “De antemano perdónemen que les quite uno o dos minuticos de su apreciable tiempo”, algunos suben a cantar, recitar, vender lápices, esferos, libros, dulces, hilos, tijeras, pomadas, incienso o cuanta baratija llegue a sus manos, con la excusa de ser una excelente oferta de productos de contrabando, traídos directamente de los puertos sin pagar impuestos ni aranceles. Otros, muchos hoy en día, cristianos conversos, piden por indigentes rescatados de las drogas, el alcohol o la prostitución. A veces durante un mismo viaje —de menos de una hora de duración— llegan a aparecer (irrumpir, mejor) hasta dos o tres de estos típicos sujetos con su consabida y repetida perorata. No son personas instruidas, ni por lo general bien vestidas, ni aseadas. Muchas de ellas causan repulsión, miedo o franco pesar. La gente —sin mayor consideración— los califica despectivamente como “desechables”, “escorias de la sociedad”, “vagabundos”, “mendigos” o “delincuentes en potencia”; pero, en verdad, no son más que gente olvidada de la sociedad. Seres desamparados y sin esperanza alguna. Como sea, son ellos parte obligada del paisaje urbano de la ciudad y uno termina -a pesar de todo- por acostumbrarse a su no muy agradable presencia que, hoy por hoy, genera ya un grave problema de invasión extrema del espacio público, por las diversas e inherentes amenazas sociales que lamentablemente conlleva.

El individuo de quien les hablo es un indigente rescatado de la “Calle del Cartucho” por un grupo Cristiano (eso me dio la impresión debido al discurso teológico que empleó). El hombre trata de llamar la atención de los meditabundos pasajeros repitiendo un “Buenos días, buenos días” que muy pocos o casi ninguno responde. Entre estos “sordos y groseros” me incluía yo. Estaba leyendo y no quería escucharle. Uno llega a sentir hastío de esta penosa realidad y termina por volverse indiferente ante tal alud diario de clamor y de lástima. El hombre, un joven de no más de 25 años, intenta vender unos lápices ecológicos y pide en nombre del Señor, Dios Padre Todopoderoso, la ayuda, la misericordia de cada uno. Procura despertar, al menos (creo que es su secreta intención), un vago sentimiento de culpa entre los viajeros de turno. Busca tocar con sus escasos medios oratorios las fibras más sensibles e íntimas de las personas que allí vamos. Unos le observan impávidos, otros —incómodos—, evaden su mirada, otros —aburridos—, voltean su cara hacia la calle por entre las ventanas tratando de huir de ese constante asedio, monótono y tristemente repetido. Otro como yo, evito mirarlo concentrándome mucho más en la lectura (aunque de hecho me distrae). Al final, el hombre recoge unas cuantas monedas y le agradece a los pocos benefactores que mostraron algo de piedad para con él y los “suyos”. Antes de apearse pide a Dios por todos: tanto por los posibles dadores de corazón como por los indiferentes e insensibles. Luego, una vez librados de la fastidiosa letanía, un respiro hondo pero callado es exhalado como bálsamo de alivio entre los pasajeros sometidos a esta obligada faena diaria, auspiciada —obviamente— por los conductores que reciben como “premio o pago” una de las tantas baratijas que aquellos ofrecen.

Al llegar a mi destino pienso en lo sucedido. Pienso en por qué no di al menos una moneda al trabajador urbano que la pedía en nombre de Dios. No me iba a empobrecer ni tampoco lo habría vuelto rico. Pienso en mi egoísmo, en mi propia anestesia. Pienso para justificarme en los días que sí doy algo de limosna. Pienso en que si Dios se vistió de mendigo (creo que nunca se vestiría de rico o potentado), ese día yo mismo lo rechacé. Que lo negué cobardemente como el Apóstol Pedro en el huerto de los Olivos. Que si mañana o cuando yo lo requiriera a ÉL, bien podría también ÉL ignorarme y no escuchar mis súplicas. Pienso que del mismo modo todos pedimos a Dios en aquellos momentos de nuestra vida en que sentimos una amenaza o necesitamos de un especial favor (un Dios de “bolsillo” para las urgencias y las carencias extremas). No obstante -me pregunto-, ¿cuánto estamos dispuestos a dar por el prójimo, por el hermano en Cristo?. Viene a mi mente aquella máxima de Jesús: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, la cual resuena como una sentencia suprema que nos mortifica la conciencia y que a pesar de ello difícilmente practicamos con alguien. A veces ni con nuestros propios hermanos de sangre... Y después, nos atrevemos a creer que en el fondo somos ”buenos hijos de Dios”.

Un poco más tarde, repuesto del repentino arrebato ético-moralista acerca de la piedad y la misericordia humana, del pecado y del perdón divino, el egoísmo y el altruismo, recapacito en que así, dando una limosna para aliviar nuestra culpa, y para aminorar el remordimiento que la indolencia pueda ocasionarnos, ante la mirada fija y omnipresente del Dios justiciero e inquisidor que cada uno personalmente concibe, no es como en realidad se van a reparar las cosas. La limosna no aliviará la pobreza, por el contrario, sirve para aceitar el engranaje que industrialmente la patrocina (la mendicidad es un sórdido negocio más que no nos atrevemos a mirar de frente). Más que un problema de conciencia moral o de conducta de cada individuo es un problema social que compete al Estado y a los gobiernos de turno erradicar de raíz. Las preguntas son muy sencillas pero a un mismo tiempo complejas: ¿Tiene el Estado la indeclinable intención de solucionar los problemas sociales del pueblo que dice representar? ¿Dispone de los medios, los recursos, los mecanismos? ¿Cuenta con los líderes, los seguidores?, etcétera.

Uno ve por ahí que algunos aplican paños de agua tibia para aliviar el problema. En lo personal sé de la Fundación de los Niños de los Andes que dirige “Papá Jaime” (el que rescata niños de las alcantarillas). Algunas asociaciones de caridad ayudan en algo, pero siempre serán insuficientes ante la magnitud del problema que cada día se acrecienta más y más por diversas razones ampliamente conocidas por todos: el desempleo, la violencia, los desplazados, el analfabetismo, la orfandad, la violencia intra-familiar, la pobreza absoluta, la guerrilla, el narcotráfico, la sociedad de consumo, la malversación de los fondos del Estado, etcétera; y hasta por el olvido sistemático que colectivamente tenemos de las leyes sociales acordadas y, principalmente, de las leyes divinas que moralmente aceptamos acatar.

Por un segundo siento que el problema central es también —sino el más agudo— la falta de AFECTO a la que viven sometidas estas personas, quienes más que limosna claman AMOR, más que lástima piden AYUDA y más que desprecio gritan COMPRENSIÓN.

En este punto me atrevo a plantear un primer cuestionamiento: ¿Acaso buscar el bienestar de “ellos” no traería por consecuencia indirecta el bienestar nuestro, y, por ende, el bienestar general de la sociedad, objeto cosmológico que persigue toda civilización o cultura (masa informe y desunida que llega finalmente por convencimiento o por simple conveniencia a comportarse como una gran familia hermanada)?

He venido pensando en una propuesta (no es la única, lo sé) que, aunque bien pudiera sonar UTÓPICA, puede llegar a remediar en parte, y —por qué no— de raíz, este grave problema que aqueja a toda la comunidad. Propongo no dar directamente más dinero a nadie, a ningún limosnero, pordiosero o vendedor ambulante de la calle, por más lástima que nos merezca. Así no lo ayudaremos, así sólo calmaremos uno que otro sentimiento de culpa y conseguiremos un leve alivio psicológico para nuestra alma. Nada más. En mi caso puedo estar dando al mes, de moneda en moneda, algo así como $3.000 (tres mil pesos o cien pesitos diarios), a veces hasta más. Sólo como un simple ejercicio matemático efectúo esté cálculo: Si en Bogotá hay un millón de benefactores (sé que podemos ser muchísimos más) que damos limosna en los buses, las esquinas, los semáforos, etc., en una cantidad similar a la que mensualmente yo doy, bien pudiera ese dinero ser canalizado a través de diversas entidades serias de beneficencia o caridad como por ejemplo, Bienestar Familiar o —incluso— las Cajas de Compensación. La suma que al mes se reuniría —siendo moderado en la cuenta— sería nada menos que la no despreciable cifra de $3.000.000.000 (¡TRES MIL MILLONES DE PESOS!). ¿Será que con este dinero bien administrado, más otros provenientes de impuestos de Industria y Comercio o de Renta o de cualquier otra fuente adicional del sistema financiero del país, no se podrán emprender trabajos serios de reingeniería social?

Claro que esta declaratoria mancomunada de NO PAGO de los bogotanos (extrapolable a todo el país) auspiciadores anónimos de la mendicidad, podría traer una reacción en cadena de este ejército de mil cabezas que vería amenazado su “STATUO QUO”. Habría que iniciar todo un proyecto que evitara la desestabilización del sistema social y garantizara la seguridad ciudadana. Frente a ellos somos una inmensa mayoría, pero una mayoría lamentablemente silente y timorata. Ellos no. Ellos sí sabrían hacer causa común en su “beneficio”. A ellos los une el hambre, el inconformismo. A nosotros nos aleja el miedo, la indiferencia, nuestra incoherente solidaridad, reflejada en la falta de compromiso y en el egoísmo innato de quienes perseguimos sólo nuestra propia felicidad.

Termino aquí una breve pintura de una mañana cualquiera de mi existencia. Una mañana que bien pudiera parecerse a la de muchos compatriotas que perciben este palpitar de la vida de su ciudad y de sus hermanos de raza. Quizá si entre todos —en vez de quejarnos del mal— nos uniéramos para aportar algo a la solución, las cosas podrían empezar a cambiar. Tal vez con sólo dejar la propia apatía ya habría algo para aportarle. Como siempre, es cómodo pensar que nosotros solos no podremos cambiar el mundo, que lo hagan “los otros”: los que tengan más que perder o por los que se sientan más amenazados. Pero, acaso, ¿un desierto no es la suma de millones de granulitos de arena y el mar no es el cúmulo infinito de gotas de agua al servicio de un mismo y noble fin?

Nos faltan líderes. Requerimos verdaderos adalides que sepan encausar este deseo latente pero dormido que llevamos en el corazón por ayudar a nuestros propios congéneres. Deseo ser terriblemente optimista y creer que algún día esto se va a lograr. Mas, conociéndonos, sé que son muy pocas las cosas que logran hoy en día conmover profundamente a los colombianos. Se nos ha anestesiado el alma por la cruel barbarie, la obtusa insensatez, los permanentes estallidos de una violencia ciega y sin sentido que nos ataca por doquier. Sin embargo, ¿qué hace falta todavía para que despertemos de este largo e inexplicable letargo y salgamos de la relativa y aparente seguridad de los caparazones o burbujas en las que vivimos refugiados, cual ermitaños contemporáneos que le damos la espalda al mundo y que no queremos hacer algo por él, y que nos aíslan —por fuerza— de la verdadera realidad que se vive fuera de ellas y de las cuales en cualquier instante podríamos ser arrojados abruptamente por una bomba o por un estallido social que —en tanto—, se cuece lentamente en ese submundo olvidado como un volcán dormido pero en constante ebullición?...

El reto para este y para tantos otros graves problemas sociales de nuestro país es —a mí modesto parecer— muy sencillo: Despertar, y en conjunto actuar, o seguir durmiendo con el convencimiento de que la noche será larga, más larga y más oscura aún de lo que hasta ahora ha sido.



Gerardo Cardona Velasco.
Bogotá, Lunes 30 de Septiembre de 2002


Nota: Otro atisbo de conciencia social lo tuve hace algunos años atrás, sólo que esa vez no fue mediante la prosa como lo denuncié
sino con la poesía como lo retraté.


EL AÑO NUEVO DEL MENDIGO

“Mendigo de los caminos,
pobre mendigo que vas
esperando de mañana
la limosna que hoy te niega,
cargado, al hombro, tu saco
de esperanza, no de pan”

Pedro Salinas



Lo vi como todos los días
de camino para la oficina:
su misma sucia esquina
los raídos harapos
su inexpresiva actitud de desesperanza
la mirada vaga y perdida
su callosa mano tendida
y, al final, las comunes palabras infinitas
para todo transeúnte desprevenido
que por fuerza lo rebasa:
“Una monedita, por favor...”

Y si, acaso, en los corazones apáticos
de quienes todos los días le vemos
hay una moneda de misericordia
o de vano orgullo, entonces,
a sus resecos labios
nuevas palabras tímidas asoman,
monótonas y al tiempo desgastadas:
“Gracias, mi Dios se lo pague...”

Así, año tras año, día tras día,
atesorando lástima, compasión o indiferencia,
sintiéndose dueño de una fría esquina
por la que imprevista, y sin apuro, pase
—alguna oscura noche— la rica parca
que lo ha de llevar a su destino...


Bogotá, enero 4 de 1996.


LOS NIÑOS DE LA OSCURIDAD

Apenas tengo 11 años y me dicen
Que estoy comenzando a vivir.
Lo dicen porque no conocen mi historia,
Que está hecha a base de retazos, de martirio y de dolor;
Yo estoy luchando desde antes de nacer
Y mi alma se resistía a venir a esta vida,
Porque yo no fui fruto del amor
Sino el resultado de la irresponsabilidad,
El abuso y la violencia.

Ya en el vientre de mi madre
Sentía los golpes de la injusticia,
La pobreza y el hambre; me alimentaba con su sangre,
Que sabía a trabajo y a desesperación,
Y tuve que soportar más de un golpe
Por los muchos que ella recibía.
Desde entonces sentía el rechazo y la marginación.

A mi mamá la querían, pero la querían sin hijos...
Y como yo estaba con ella, nací como pude...
Compartiendo miseria, frío y desnudez,
Mi hogar era una caja de cartón,
Mi música, los pitos de los buses,
Mi aire, el humo contaminado de la calle,
Mis canciones y atención
Eran los insultos y el desprecio.

Mi dieta era balanceada:
Dependía de la basura y los sobrados
Que a mi lado tiraban,
Y mi cobija era el periódico que habla de paz,
Justicia y planes para erradicar la pobreza absoluta.

Fui creciendo y conocí mejor la calle,
Y comprendí que para comer tenía que robar,
Y para robar me tenía que drogar,
Y fue así como aprendí lo que nunca hubiera deseado aprender.

Quise ir a la escuela para entender
Por qué hogar y hambre se escribían con "H"
Y por qué papá y mamá eran palabras agudas,
Cuando su ausencia era tan "grave".
¡Cuánto hubiera dado por una sonrisa
y unas palabras dulces,
pues el frío y la falta de cariño afectaban más
a mi alma que a mi cuerpo!

Por eso les digo que no se escandalicen conmigo,
Ni me condenen, pues yo soy el resultado
De lo que ustedes me dieron, y soy mucho más...
¡de lo que ustedes me han quitado!


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


Poema tomado de el libro "LOS HIJOS DE LA OSCURIDAD" de Jaime E. Jaramillo (Papá Jaime, director, promotor y líder de la Fundación Niños de los Andes), Editorial Norma.1999.

Texto agregado el 31-10-2003, y leído por 496 visitantes. (0 votos)


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