Las siestas retumbaban en el latir de nuestras vidas corriendo en busca de un escondite, bajo el eco de los rayos que agobiaban la desesperación. En general, los chicos del barrio se juntaban en la puerta de casa como un refugio de sus almas, mientras el juego “de la mancha” acosaba nuestros cuerpos recorriendo las aceras. Y mis pasos se extendían en la profundidad de Richi el que me gustaba, bajo su figura de caballero andante que combatía todos mis males, con su risa en dos hoyitos diminutos al borde de las mejillas y sus historias divertidas que tanto me hacían reír. Él superaba mis once en unos cinco años más, alto, capaz, con su pelo engominado brillando en los atardeceres. A menudo bromeaban con una profesora de la escuela, la señorita de música, con su mirada enjuta siempre discriminativa, el cabello oscuro batido hacia el cielo y sus espantosos gritos recorriendo nuestro ser. Ella siempre me retaba a mí como la depositaria de todos los males ajenos, entonces los chicos se vengaban a la salida de la clase, poniéndose en círculo a su alrededor para gritarle todo tipo de improperios, mientras yo disfrutaba la justicia en boca de los otros con algo de temor a las represalias. Y las tardes se bañaban con el aroma de los tilos en una brisa eterna de felicidad, saltando, riendo en un espasmo de la vida que pronto se lo llevaría el tiempo. Mi infancia había fluido en el alboroto de la adolescencia con el paso de la ingenuidad al desparpajo de mi cuerpo. Y las horas se refugiaban en las miradas de los otros que iban y venían por mi piel diseñando las mil formas de obtenerme. Al principio no me daba cuenta de los cambios, luego las formas se fueron transformando dentro de mí para aflorar sobre la superficie, en lo pronunciado de un suéter, lo voluminoso de los pechos o en el mismo bello púbico. Y el rostro se tiznaba de rojos a la mínima mención sobre ello de mis padres, entre las risas y codazos de los primos a mis espaldas. Yo era la menor del grupo, con mis debilidades a cuesta de una educación sexual poco explícita, bajo la experiencia de todos ellos que en ese entonces creí que la tenían. Y mientras el barrio se alejaba de mis días de pequeña los sueños me llevaban a los brazos del amor, en una conjunción extraña de rebeldía y crecimiento anticipado. Después, el tiempo se filtró entre tus deseos y los míos, enredando las instancias en algunos sueños truncos; y el estudio, la profesión, el trabajo, se sucedieron junto a los indistintos rostros pasajeros de mi vida que no alcanzó ninguno.
Hoy el tiempo me detuvo en tu reflejo vestido por la ancianidad al borde del asfalto, con el bastón aferrado en tus inmensas manos: - Richi – grité para mis adentros - Y me quedé prendida en la sonrisa seductora que se había esparcido por mis ojos, en las huellas infantiles riendo al borde de tu encanto, mientras en silencio mis lágrimas confluían en el abismo de un pasado. Te saludé de lejos disimulando la angustia y me miraste de reojo perdido en el ayer, para raptarme con la misma mueca que tanto amé una de esas tardes calurosas en que jugamos sobre la vereda.
Ana Cecilia.
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