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"La calle atronadora aullaba en torno mío"

Charles Baudelaire


Ya iba a cruzar la calle cuando el semáforo cambió. De amarillo mudó enseguida a rojo. Esperé otros 45 segundos (tiempo requerido para la mutación de colores; tiempo real no sicológico, pues este último es distinto para cada persona según sus circunstancias). Apenas apareció el verde, me dispuse a pasar, pero algo me detuvo. Me paralicé ante la posibilidad de que en ese preciso instante la vista me engañara, haciendo falsa tal señal. Pensé -también- que si entre la hilera de carros que aguardaban impacientes el cambio de luz existía un conductor daltónico, éste partiría acelerado y bien podría atropellarme. Las personas que se agolpaban tras de mí tropezaron conmigo, pues no imaginaron que me detendría en el momento de atravesar. Algunos me miraron extrañados y hasta creyeron que era invidente (cosa que -aclaro- no es cierta). Mientras ellos caminaban por la zona peatonal sin advertir el peligro, yo -calmadamente- esperé el siguiente circuito. Reapareció el color amarillo. Tres segundos para prepararme. ¿Rojo o verde? -vacilé de nuevo-. ¿Qué sucedía entonces? Me quité los lentes y los limpié. Al hacerlo, el mundo entero se tornó borroso, nublado y etéreo. No distinguía a más de dos o tres metros de distancia y el semáforo desapareció literalmente de mi vista. Me calé otra vez los anteojos. Súbitamente la claridad regresó. Pero, ¿qué hay de la señal? -indagué-. Volteé a mirar a cada lado. La gente esperaba tranquilamente el sincronismo del semáforo, convencidos -sin duda- de su severa autoridad. Unos consultaban sus relojes como preguntándose si acaso no irían retrasados, otros miraban transitar los autos y, uno que otro, más atrevido, se lanzaba por entre los carros realizando complejas e imprudentes acrobacias.
Nunca antes había meditado acerca de lo odioso que es vadear una calle o una avenida. El peligro es permanente, tanto que en esas calles de una sola arteria uno debe mirar para ambos lados como si se tratara de una doble vía. Un leve pestañeo o una pequeña indecisión y un accidente ocurre en fracción de segundos. Repito: ya no es un acto sencillo cruzar una avenida; a lo cual se adiciona la indisciplina de los automovilistas que se creen dueños de las calles sin respetar el derecho que a las mismas poseemos también los peatones. Hay veces que se arman unos embotellamientos impresionantes porque todos creen tener la vía o porque se imaginan que la luz del semáforo es verde al mismo tiempo para todos. No comprendo cómo sobre esta calle tan congestionada no han construido un puente peatonal; de existir, ya lo hubiera superado mil veces y asunto concluido. Pero no hay puente alguno tendido entre estas dos orillas, cada vez más lejanas e inalcanzables para mí.
Sin advertirlo, comencé a sudar frío y a sentir un pánico incomprensible: me sentía totalmente incapaz de franquear la calle. ¿Qué tal si al ir caminando tropezara, me cayera y un auto (que no esperara tal torpeza) me atropellara?...
Llevaba más de dos horas allí detenido entre el río humano y el mar de automotores que se interceptaban justo en ese punto. No lograba descubrir el complejo mecanismo que operaba en mi subconsciente, que trataba por todos los medios de discernir entre un espejismo real o -quizás- imaginario. Me sentía incómodo, pasmado ante mi propia inacción y hasta me pareció absurda la situación (insólita es la palabra). Paralizarme ante un hecho tan simple, tan cotidiano no era precisamente lógico. Es más, resulta poco creíble. Sin embargo, algo muy superior a mis fuerzas, a mis deseos y a mi férrea voluntad por rebasar la calle me lo impedía. Las piernas no me respondían y mi cerebro se negaba a coordinar mi mundo interior con el caótico mundo exterior contra el cual luchaba. Entre tanto, el tiempo transcurría incesante, martirizante.
Sin razón aparente, dejé de mirar el semáforo. Ya no me importaba para nada su intermitente y monótono cambio de luces, ni la aceleración súbita o el frenado en seco de los carros. El aire enrarecido y grisáceo, el rugir tormentoso de los motores, el afán contagioso de las gentes, el pesado tráfico y el calor sofocante del día me habían minado y no tuve más remedio que sentarme derrotado sobre el andén: sin ánimo, sin valor y sin posibilidades. Varias personas, muchas (así me pareció), se detuvieron a preguntarme qué me pasaba; otras, pensando que quizá fuera yo un pordiosero, me tiraron unas monedas; otras más (entre ellas un policía) se ofrecieron (algo debí decir) a trasladarme al otro lado, y no supe qué les respondí...
Horas después (no supe cuándo, pues creo que hasta dormí un rato) el ruido de los buses, busetas, motos y carros disminuyó al igual que el número de personas que a diario circulaban por allí. Sentí frío, tenía hambre y estaba oscuro. Las luces de neón iluminaban las calles, desiertas a esa hora. Me levanté como un sonámbulo que emerge angustiado de una enigmática pesadilla sin principio ni final. Aturdido todavía, miré hacia todos lados tratando de orientarme y de averiguar dónde me encontraba.
El semáforo, para entonces, era un cíclope de color amarillo que titilaba indiferente, señalando una única alternativa, una vez desaparecidos los colores rojo y verde de su memoria programada. El amarillo significa alerta, atención, cuidado; pero en este caso -pensé-, paso con prudencia. Con todo, respiré profundamente, exhalando hasta donde fui capaz el aire contaminado de mis pulmones, y con decisión crucé por fin la calle...




Bogotá, marzo 21 de 1997.

Texto agregado el 31-10-2003, y leído por 721 visitantes. (0 votos)


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