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Inicio / Cuenteros Locales / elcorinto / HISTORiAS DE SAN GERVASIO. Episodio 9

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Apoyado en el esquinazo de la casa de Juan (el de la Amparo), Colás, el hijo de Arquímedes, vigila la iglesia (que parece un animal agazapado) y espera.
Pronto terminará la novena, y las cuatro o cinco personas (porque cada vez viene menos gente con este cura), saldrán cabeceando, como el ganado, camino de sus casas, para rumiar lo que es el pecado junto con una tortilla francesa y un tomate con sal.
Arquímedes fluye como el Amazonas tras el latón de la barra. Su vino también fluye, pero Arquímedes mira de reojo al barril. Va por menos de la mitad, y escasamente son las nueve. A ver si el chaval se da prisa con el agua bendita.
Colás está nervioso. Antes nunca tenia miedo. No tuvo miedo la vez que, junto con Miguel y Manuel, los hijos del herrero, encontraron un muerto en el crucero. Incluso se atrevió a pinchar uno de sus abiertos ojos con un palo. No tuvo miedo el dia que los descubrió la mujer lobo espiándola, y les persiguió a cuatro patas, aullando, y casi mordiéndoles los tobillos, hasta la entrada del pueblo. Ni esa tarde, en que volviendo de la estación, vio una torre oscura sobre los bancales, a la hora del solanero. Colás no era un niño cobarde. Y cuando algún otro lo dudaba, generalmente acababa con los morros ensangrentados. Pero con este cura, era distinto.
Las nueve y media. La novena había acabado. Las ancianas de color de luto, borrosas y soñolientas, empezaron a salir de la iglesia (que parecía un animal agazapado, colosal, dispuesto para saltar). Las viejas que salen de la novena son como hojas que el viento arrastra. No parecen tener mas sustancia que sus negros lutos. No son mas reales que el recuerdo de sus muertos. Son como el susurro de sus zapatillas sobre las piedras de la calle. Caminan enjutas, silenciosas, mirando al suelo. Sus vidas acabaron y se disolvieron en el negro de sus pañuelos. Algunas hasta perdieron su rostro.
Colás las ve bajar la cuesta y alejarse. Ahora mismo, el cura estará en la sacristía, cambiándose. Colás aprieta la cantimplora de metal contra su pecho, y se acerca.
La iglesia tiene una enorme puerta de dos hojas de madera claveteada por poderosos hierros, que solo se abre el día de la fiesta mayor. El día de la fiesta mayor se mata un cordero y se regala su carne, y se saca al santo (San Gervasio), y se le lleva por los campos, y se queman las lindes que dan al camino por donde pasará el santo, para que el demonio no tenga donde ocultarse. Dentro de la puerta hay otra puerta, más pequeñita, por donde entra y sale la gente. La pequeña puerta esta dentro de la gran puerta. La pequeña puerta dentro de la gran puerta es una metáfora de un universo dentro de otro universo, de un espejo dentro de otro espejo, de volutas de humo dentro de la niebla, de historias dentro de historias, de sueños en los que sueñas que tienes sueños. La pequeña puerta dentro de la gran puerta es una aguda paradoja que Colás no se detiene a apreciar, porque quiere coger el agua bendita y salir cagando leches antes de que el cura se de cuenta.
Entra en la iglesia, tan solo iluminada por los ruegos que, en forma de vela, las viejas de alma de luto dejaron a los pies de las imágenes. Y las imágenes parecen seguir con la mirada los nerviosos pasos de Colás. El niño no avanza por el pasillo central. Se refugia en las sombras. No se oye ningún ruido, y en la iglesia hace mucho frío, demasiado frío. Colás avanza cautelosamente hasta el fondo de la iglesia, casi hasta el altar. Allí, a su derecha, una pequeña capilla lateral parece brillar con tonos verdes. La capilla es apenas una pequeña sala, sin adornos ni imaginería de ningún tipo, y a diferencia del resto, las paredes son de piedra sin enyesar. En el centro hay dos animales de granito. El verde salpica la piedra, gastada por la humedad y el manoseo. Encima de los berracos, apoyado en su lomo, descansa una pila llena de agua. El agua nunca se vacía, pero tampoco se derrama.
Colás abre la cantimplora, y la sumerge en la pila. Cuando dejan de salir burbujas, la saca y la enrosca el tapón. Esto está hecho. Se gira, camina hacia la puerta, rápidamente. Un ruido a su espalda. La puerta de la sacristía abriéndose. Colás mira a su alrededor, buscando un sitio para esconderse. El confesionario. El niño se mete dentro, y cierra las cortinas. Se sienta en el banco de madera, y recoge las piernas. Ruido de pasos. El cura sale de la sacristía, y avanza hasta el altar. Se come las hostias que le sobraron de la misa. “El cuerpo de Cristo”, dice, y escupe. Se dirige al fondo del altar, y mete la mano detrás de un cuadro. Las luces del altar se apagan. Baja los tres escalones del altar. De pronto de para. Mira la pequeña capilla de bautismos, donde los berracos de piedra brillan ligeramente verdes. El cura se gira y huele el aire. Mira a la derecha. Huele. Mira a la izquierda. Huele. Mira hacia el confesionario. Sonríe. Colás sabe que le ha olido. “Ratoncito, ratoncito”, deja escapar entre dientes el cura. Sin tocar el suelo, avanza por el pasillo central, muy despacio. Por la abertura de las cortinas del confesionario, el niño ve venir al cura, y el pánico le invade. El cura avanza hacia él, y sus pies no tocan el suelo. “Ratoncito”, susurra el cura. Avanza muy rápido. La sangre se le hiela al niño, se le paralizan las piernas, y lentamente se mea encima al ver salir de la boca del párroco una lengua de serpiente. El cura casi esta en el confesionario. Su boca es una mueca, sus dietes rezuman, la sangre cae por su frente, hendida por las púas de la corona de espinos de cristo en la cruz. Ratoncito, dice, y con sus manos que ahora tienen garras, descorre la cortina.
El niño, que está dentro, grita. Grita y arroja agua de la cantimplora a la cara del cura. El cura retrocede, sorprendido, hasta que se da cuenta de lo que moja sus ojos pero el niño se escabulle entre sus piernas. Corre hacia la puerta. Corre todo lo que puede correr. Corre sin mirar atrás, corre notando que el cura persigue. El cura grita tras él, gruñe, ruge. El niño nota su cercanía, casi nota sus dedos intentando asirle la camiseta. El niño corre y corre y corre, hacia la puerta que cada vez esta mas cerca, hacia la pequeña puerta dentro de la gran puerta. Corre notando el aliento del cura en su espalda. Corre. Nota que el cura casi le tiene. Corre. Oye los pasos cada vez mas cerca. Corre. Las piernas le duelen y le piden que se pare, y nota que tiene el pantalón mojado de orines. Corre. Y oye el susurro del cura casi en su oreja.
Corre.
Corre.
Corre.
Y por fin atraviesa a puerta. Y sigue corriendo. Y sabe que el cura ya no le persigue. Y sigue corriendo. Y su corazón se va a salir del pecho. Y sigue corriendo. Y llega a la plaza (corriendo) y entra en el bar (corriendo), y entra por la puerta tras la barra de latón (corriendo), y entra en su casa, y atraviesa el patio (corriendo), y ya no puede correr mas, y se para, asustado, y se tira al suelo, en un rincón y jadea, mirando a la puerta. Está en casa, ya no le persigue nadie.
Y entra su padre, Arquímedes.
- Muy bien, hijo, así me gusta, que hagas lo que te mando con rapidez. Pero no hacía falta que volvieras tan corriendo... A ver lo que me has traído... ¿solo media cantimplora?... pues vaya... hubiera preferido que corrieras menos y trajeras más. En fin, para hoy tendremos suficiente, pero mañana tendrás que volver a por más...

El niño no dice nada.
En la puerta de la iglesia, el cura, cuyos pies ahora tocan el suelo, y en cuya frente ahora no hay espinas, mira hacia la plaza y se ríe.
- Ya nos veremos, ratoncito



Texto agregado el 30-11-2005, y leído por 288 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-12-2005 y hay gente que pierde el tiempo leyendomé (disculpa que sea auto-referente es que de ti que digo que ya no sepas?...maestro y punto!) post-it
 
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