Anochecía, y en las ventanas de la iglesia, la luz jugaba con los cristales y sacaba rojos y azules sobre el suelo del pasillo frente al altar. Don Alfonso dormitaba. Tras la misa de siete, se había quedado para las confesiones. Cada vez venían menos gente. A confesarse solo venían las cuatro viejas santurronas de costumbre. Y cada vez había menos, porque se iban muriendo y nadie las reemplazaba. Cada vez había menos bautizos. Hace tres meses que no se usaba la pila bautismal. Si no fuese por Arquímedes, nadie usaría la pila para nada. Ese bribón de Arquímedes, pensó sonriendo don Alfonso. Algún día tengo que hacerle una visita y ponerle los puntos sobre las íes. Cuando la ultima confesa terminó de cumplir su penitencia (invariablemente, don Alfonso ponía una pena estándar, tres padrenuestros y seis avemarías), don Alfonso la acompañó a la puerta y cerró la iglesia. Fue colocando bancos, apagando las luces. Se paró en la pila bautismal. Era una enorme piedra colocada sobre las espaldas de dos cerdos tallados en granito. Y la pila no se vaciaba nunca. Porque manaba agua. Siempre manaba agua, excepto tres días al año. Se sentó en un banco, frente al altar. La iglesia estaba fresca, comparada con el bochorno de fuera. Don Alfonso comenzó a pensar. Don Alfonso tenia 56 años. Que barbaridad, pensaba, como pasa el tiempo. Cuando entró en el seminario, era solo un chiquillo. Cuando abrieron las puertas ante él, le temblaban los labios. ¿Y el día de su primera misa?. Don Alfonso soltó una carcajada que retumbó en la iglesia. Si, pensó, han sido muchos años. Toda una vida, una vida entera entregada a Dios... muchos años... toda mi vida... Don Alfonso se iba quedando dormido con estos pensamientos. Y mientras en sus sueños, su niñez pasaba ante sus ojos, una sombra se colaba por debajo de la puerta, y avanzaba por el pasillo hacia el dormido párroco.
En sus sueños, don Alfonso es un niño que avanza por el camino que va a la Ermita de San Illán. En una cabaña sobre una loma, una mujer salía a lavarse bajo el sol naciente, sin camisa, saludando el día con sus pechos de porcelana. El pequeño don Alfonso se escondía en los matorrales para verla siempre que podía. El niño se tumbaba boca abajo en el límite de los árboles, y, allí tumbado, apretaba su pelvis contra el suelo. El hijo del pastor le había dicho que si hacía eso muchas veces, se quedaría tonto y ciego. Y que probablemente se lo llevaría el diablo. Pero el pequeño don Alfonso no creía que el diablo se preocupara por esas cosas.
En sus sueños, el niño don Alfonso ya no era un niño, era don Alfonso, vestido con su sotana, y observaba tras los árboles a la mujer desnuda de la cabaña. Y en sus sueños, Don Alfonso oía una voz que le hablaba del deseo de la carne contra la carne, del sabor del sudor en los labios, el sonido de unos jadeos, el latir de un cuerpo, el batir de unos pechos, el impulso de llegar cada vez mas dentro... y don Alfonso boqueaba, y jadeaba, y en sus sueños, su carne se desprendía a jirones, y el hombre era un lobo con fauces goteando, que observaba una inocente y lasciva, pura y puta oveja que se lavaba y se retorcía, mostraba sus senos, abría y cerraba las piernas y se acariciaba su sexo gimiendo inocentemente y sin saber que la observaban, y el lobo se abalanzaba sobre ella y la devoraba y la destrozaba y la penetraba y disfrutaba desgarrando y rompiendo...
Y don Alfonso se despertó gritando. Y terriblemente excitado. Y tardó en descubrir que todo había sido un sueño. Y que seguía en la iglesia de San Gervasio. Sentado en un banco. Después de la misa de siete. Después de las confesiones.
Y vio que había alguien a su lado.
Un hombre.
Había un hombre sentado en un banco al lado del suyo, mirándole.
Don Alfonso sintió un escalofrío.
- ¿Quién es usted?- balbuceó- ¿cómo ha entrado?
El extraño no dijo nada. Solo observaba al cura.
- La iglesia está cerrada. Si quiere algo, venga mañana.
Silencio otra vez.
- ¿Le conozco?.
El extraño se levantó. Se sentó al lado del cura.
- ¿Puede confesarme?- dijo el extraño, y su voz hizo que al cura lo sacudiese un ligero temblor.
El cura miró al extraño. Su cara parecía no verse nunca del todo iluminada. Costaba adivinar unas facciones en aquel rostro. Lo único que sabía a ciencia cierta es que le estaba mirando fijamente, porque aquella cara parecía tener solo ojos, y esos ojos se le clavaban hasta lo mas profundo de su corazón.
El cura se levantó y fue hacia el confesionario. Lo seguían los pasos del extraño. Ambos ocuparon sus puestos.
- Ave María Purísima- empezó el cura, pero el extraño no contestó.- Te escucho, hijo mío.
- Escúcheme, padre por que voy a matarle. Voy a matarle ahora mismo, pero antes, quiero que me escuche
- ¿Matarme?... pero... ¿porqué?
- No se pregunte por que quiero matarle. Pregúntese porque quiero que me escuche. Usted ya esta muerto, así que no se preocupe por eso.
- ¿¿¿¿Quién es usted???...yo... ¡¡¡socorro!!!
- No grite, hombre, no grite. Verá, si grita, tendré que romperle la traquea. Si grita, tendré que arrancarle la mandíbula. O desencajársela como mínimo. Si grita tendré que arrancarle la lengua. Hágame el favor, hombre, no grite...
- ¿Que es lo que le he hecho?, ¿qué le he hecho yo?
- Verá... no es fácil. Hace tantísimo tiempo de todo... llevo tanto tiempo andando... y estoy tan cansado... ¿nunca se ha preguntado que pasaría si aquello a lo que usted ha entregado su vida no fuese mas que un cuento de viejas?, ¿nunca ha tenido miedo de que antes de que le alcanzara la muerte, viviera lo suficiente para descubrir que, en realidad, le engañaron, que perdió el tiempo, que no era verdad, que se equivocó de bando, que daba igual si era bueno, célibe o casto?. Alfonso, sé que en tus sueños te preguntas si alguien te observa, si alguien te vigila, y sé que deseas que sea así, porque te cuesta tanto ser como eres, te cuesta tanto ser bueno, que temes que eso no sirva para nada. Te ofrezco un regalo, Alfonso. Puedes elegir vivir, pero te enseñaré todo aquello que temes. Te enseñaré la verdad acerca de la vida eterna, de Dios, de la creación, del hombre y su naturaleza, del bien y del mal, por qué nacemos, sufrimos, y morimos. Te enseñaré tu propia alma en sus abismos mas oscuros. Te lo enseñaré todo, y luego tendrás que vivir con ello, sea lo que sea, estés o no equivocado, te guste o no te guste. Por otro lado, la otra alternativa es la muerte. Te mataré, aquí y ahora. No verás otro amanecer. Te mataré atrozmente. Te quebrantaré las piernas, te sacaré los ojos y te quemaré las manos. Asaré tu cuerpo lentamente en una pira mientras aun vives. Te sacaré la piel del pecho a tiras finas, que luego colocaré en tus cuencas vacías. Intentaré hacerte todo el daño que me sea posible, durante todo el tiempo que pueda, y luego te mataré. Pero serás un mártir. No tocaré tus creencias. Sufrirás por tu Dios, y tendrás tu recompensa ante Él. Te doy a elegir. Muere con fe o vive con culpa.
Las tinieblas rodeaban al párroco que lloraba dentro del confesionario. Lloraba como nunca había llorado. Su alma entera sangraba. Al oro lado, el extraño esperaba una respuesta. Las paredes se desdibujaban, y el cura se veía rodeado de fuegos, hierros y ganchos. En su cabeza, Jesús moría, pero no siempre resucitaba, y las lágrimas recorrían su cuerpo. Y veía al cordero, y a los berracos de la pila, y veía al hijo y al padre, y los corazones de los enemigos puestos en bandeja, y veía el fuego y el dolor del hombre, el placer del daño al débil, y Jesús muerto atravesado por una lanza, enterrado y pudriéndose en una fosa y Jesús en los cielos, sentado a la derecha del padre, y veía su vida pasando ante sus ojos, vacía, inútil, perdida, y se veía a si mismo con 17 años, en el seminario, con los ojos brillando de fe, y no supo si se reconocía en esa imagen, y sintió miedo, muchísimo miedo, sintió terror. El pánico le devoraba, Sintió el dolor del cuerpo y el dolor del alma. Y se decidió por uno de ellos.
Sentada a la puerta de su casa, viendo apagarse las ultimas luces del día, sentada en una silla de paja, toda arrugas y telas negras, con la piedra de la mano, la Nona paró un momento. Miró la hoja de la guadaña. “Aun tengo que afilarla un poco más”, pensó. “Pronto estará lista para lo que tengo que hacer”. Enrique pasó por delante de ella, camino de la plaza. Iba muy contento, porque era su cumpleaños, y había pensado en un regalo especial que hacerse. La Nona lo miró alejarse. Meditó un momento, pues sabía que no volvería a verlo con vida. “Vendrá un extraño, que escribirá sobre esto”. Volvió a mirar su guadaña, que relampagueó por un instante, y pareció vibrar y moverse como agua cuando se oyeron pasos al final de la calle. Era don Alfonso, el cura. La Nona era su madre. Se acercó a la casa, pasó ante la Nona y entró en la casa. La nona buscó la piedra a su lado, bajo la silla, y empezó a afilar de nuevo su guadaña. Esta vez con mas fuerza. Porque al pasar, la Nona había visto los ojos del cura. Y el cura ya no era su hijo.
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