En el techo hay una araña.
Y a Juan Lucas le estallaba la cabeza.
Hay una araña mirando a Juan Lucas
Juan Lucas se despertó. ¿Qué hora sería?. Miró el reloj. Las cuatro menos cuarto. No puede ser esa hora. Tratar de incorporarse era como tratar de transportar un barreño lleno hasta el borde con gazpacho frío, caminando con una pata de palo mientras sorteas un millar de gatos despavoridos y un francotirador dispara natillas con una catapulta.
(Tratar de incorporarse era, pues, difícil.)
La cabeza le recordó que nunca solía beber. Ni a esa velocidad ni esa cantidad. Y su estomago le recordó que nunca comía cosas muy picantes. Y que los callos le daban asco. Su camisa le recordó que debió de vomitarse encima. Pero es curioso. La camisa se lo recordó desde la silla. Porque ahora mismo, Juan Lucas estaba vestido solo con unos calzoncillos. Unos calzoncillos que no eran los suyos. El nunca hubiese comprado unos slip ni tan pequeños ni tan ajustados. Y mucho menos con relleno en la parte delantera. Ni de piel de leopardo.
Se dejó caer en la cama, mirando al techo.
Donde había una araña
Que le miraba
Su cerebro empezaba a funcionar. Estoy en mi cuarto, en la casa de Aurora Rojas. En San Gervasio. ¿Y por que estoy aquí?. ¿Por qué vine?. Para escribir. Tenia que huir de la ciudad. De la gente. Del ruido. Del tráfico. Y de los editores. Y del éxito. Y de Marta. Sobre todo de Marta. Especialmente de Marta. Particularmente de Marta. Porque no podía seguir viviendo en esa casa. Con su ropa. Sus recuerdos. Sus fotos. Su olor aun presente en el armario. Y su hueco en la cama. Y toda esa gente llamando. Y el libro. El jodido libro que les debo por contrato.
La araña se movió un poco
Corrió hacia la lámpara.
La araña se quedó en el centro del techo
Mirando a Juan Lucas
Pero llevaba un año y medio sin escribir. Ni una palabra. Ni una frase. Ponerse ante un folio en blanco era morir. Juan Lucas no podía escribir nada. Y no había podido desde hace año y medio. Y su editorial le seguía llamando. Exigiendo. Implorando. Y Juan Lucas no tenía absolutamente nada que contar. Así que decidió largarse. Pensó en pasar una temporada en el pueblo donde nació. Pero eso no sería darse una tregua. Eso seria darse una sesión de Tribunal de la Inquisición. Pensó en ir a Londres o a Berlín. Pero no fue a Londres. Ni a Berlín. Alguien le habló de San Gervasio. Juan Lucas no recordaba exactamente quien le había hablado de San Gervasio, pero alguien lo hizo. Incluso le dijo que le conseguiría alojamiento. Y Juan Lucas cogió un tren...
Y ahora ya estaba en San Gervasio.
Abrió sus maletas. Se pasó media hora colocando la ropa en su armario. ¿Tendrán plancha?, Pensó. Buscó un enchufe. Había dos enchufes. Uno al lado de la cama, el otro al lado de la mesa camilla. Vale, mejor. Se puso un pantalón corto y una camiseta. Cogió el neceser y una toalla grande de baño. Salió al patio.
Debían ser las 10 o las 11 de la mañana, y el día brillaba intensamente. Pasó al patio delantero. Entro en la casa. Estaba fresca. Muy fresca. Con poco esfuerzo encontró un lavabo. El lavabo parece recordar glorias pasadas, observó Juan Lucas. Es como un viejo general que desgrana recuerdos de cargas de infantería y paradas militares en el porche de una vieja casa de campo. Un lavabo añorante. Un lavabo melancólico. Juan Lucas sonrió con este sentimiento. Sentía al lavabo bucólico. Hasta que se dio cuenta que el viejo lavabo, el lavabo que meditaba sus recuerdos como un viejo general, no tenia ducha. Tan solo una pila de blanca piedra azulada. Y dos grifos de cobre. Así que se lavó la cara, los sobacos y el pecho. (El lavado del gato). Y volvió a su cuarto. De camino, por la cocina, olió a cocido con menta. Y en ella, una anciana de pergamino pelaba un ganso, sentada en una silla, mirando por la ventana. El estómago le recomendó a Juan Lucas que pasara del desayuno.
Al llegar a su cuarto, Juan Lucas miró al techo.
Donde había una araña
Que había vuelto a la esquina
Y le miraba
Y Juan Lucas cogió su maquina de escribir, y la puso sobre la mesa, junto a un montón de folios en blanco.
“se bajó del tren con una enorme sensación de dejá-vú...”
Juan Lucas arrancó la hoja. No, no era un buen comienzo. No quería un artificio de estilo. Quería una historia. Lo importante es hacer una historia. Bien. Vale. Una historia. Pero ¿de que?. Podría usar este pueblo. Si, podría situar muchas historias en un pueblo. Un pueblo castellano. De no se sabe donde, pero fácilmente reconocible como castellano. Podría situarla en una época imprecisa, una confusa época desde los años posteriores al final de la guerra civil hasta los años setenta.
“Por el camino del norte, que atraviesa los resecos campos del final de verano como una blanca herida antigua, levantando polvo con sus pies cansados, avanzan, los jornaleros.
Traen su vida a cuestas. Su miseria, su alegría, su pan y su vino. Vienen de la meseta, y vuelven a casa. A la casa de la que salieron hace veintiocho días para trabajar las tierras de otros, y esquivar la miseria otro año. Los jornaleros vuelven a casa. Acabó la faena, se recogió el grano, y se guardaron los aperos. Vuelven de Castilla los tres, en silencio, rumiando barruntos. Los jornaleros vuelven a Galicia. El sol del mediodía no demuestra la menor compasión al caer como una hoja de acero sobre ellos. El mundo hierve a su alrededor. Y allí al fondo, no mas de veinte árboles forman un bosquecillo a la vera del camino. Llegan y se sientan. Lían en silencio unos cigarros. Uno de ellos ve que es una morera bajo la que descansan.
- Carallo- dice el primero- este esta lleno de moras
Dos se suben al árbol. El tercero se queda abajo, apurando su cigarro.
Por el camino viene a buscarlos la tragedia. Unos bandidos ven al de abajo, y huelen el jornal en su faltriquera. Se aproximan. Brillan sus navajas y le dicen al gallego...”
Juan Lucas hace retroceder el carro. Corrige: “Brillan sus hachas”. Mejor hachas que navajas. Aunque unos ladrones con hachas... no sé, un poco bestia, quizás. “Brillan sus navajas y el hacha de uno”. Esa podría ser una alternativa. No, mejor no. “Brilla la navaja de uno, un hacha de otro, y una hoz del tercero”. “Brillan las pistolas”. No. “Brillan los trabucos”. No. “Brillan las guadañas”. “Brillan las estralejas”. “Brillan las lanzas”. “Brillan las espadas”. “Brillan las mazas con pinchos”. No. Esto no funciona.
Juan Lucas arranca el papel. Lo arruga y lo hecha a un rincón. La historia de los gallegos termina antes de haber nacido.
Un nuevo papel ocupa su lugar. Juan Lucas se inclina sobre la máquina.
“Por el camino que va a la ermita de San Illán, pasado el olivar grande y la viña de Lucas, verás que hay un camino que tuerce a la derecha, y que enseguida baja y se pierde entre las zarzas. Si bajas por ese camino y sigues adelante, veras un prado. Y en el centro del prado una loma, y sobre la loma una casa, y en la casa una mujer. Y si tienes sangre en las venas, ver a esa mujer te volverá loco. La llaman la mujer lobo, porque no es de nadie, como los lobos, y vive sola y no quiere cuentas. Y tiene el pelo negro y suelto, como ala de cuervo, y cae sobre sus hombros, que a veces lleva descubiertos. Y cuando el viento juega con sus cabellos y te mira con sus ojos marrones, sientes que harías lo que fuese por tener a esa mujer, porque su belleza es imposible, descarada, arrogante, insoportable, y te penetra con sus ojos, te duerme con su risa, su piel parece lava, y su cuerpo es como fuego, y si vieses a esa mujer, sentirías que ya no puedes ver nada mas hermoso, y si esa mujer te hablase, sentirías que no puedes dejar de oírla, que quieres que el tiempo se pare, o guardar esas palabras en una botella y beberlas cuando te apetezca. Y esa mujer es tan hermosa que las palabras duelen al describirla. Y ella es la mujer lobo, no lo olvides, y no es de nadie ni quiere cuentas. Y cuando quiere un hombre, lo toma, y cuando se sacia, lo deja. Y cuando la mujer lobo deja a un hombre, el hombre se queda muerto por dentro. Y te diría que no fueses por el camino que atraviesa las zarzas. Pero se que, de todas formas, vas a ir. Así que quédate con esto: cuidado con la mujer lobo”.
Juan Lucas lee lo que ha escrito. No le gusta, pero al menos tiene algo completo. Arranca el papel de la máquina. Lo vuelve a leer. Tendré que pulirlo. Está escrito muy a vuelapluma. Deja el papel sobre la cama. Y pone otra hoja en blanco en la máquina.
“Anochecía, y en las ventanas de la iglesia, la luz jugaba con los cristales y sacaba rojos y azules sobre el suelo del pasillo frente al altar. Don Alfonso dormitaba. Tras la misa de siete, se había quedado para las confesiones. Cada vez venían menos gente. A confesarse solo venían las cuatro viejas santurronas de costumbre. Y cada vez había menos, porque se iban muriendo y nadie las reemplazaba. Cada vez había menos bautizos. Hace tres meses que no se usaba la pila bautismal. Si no fuese por Arquímedes, nadie usaría la pila para nada. Ese bribón de Arquímedes, pensó sonriendo don Alfonso. Algún día tengo que hacerle una visita y ponerle los puntos sobre las ies. Cuando la ultima confesa terminó de cumplir su penitencia (invariablemente, don Alfonso ponía una pena estándar, tres padrenuestros y seis avemarías), don Alfonso la acompañó a la puerta y cerró la iglesia. Fue colocando bancos, apagando las luces. Se paró en la pila bautismal. Era una enorme piedra colocada sobre as espaldas de dos cerdos tallados. Y la pila no se vaciaba nunca. Porque manaba agua. Siempre manaba agua, excepto tres días al año. Se sentó en un banco, frente al altar. La iglesia estaba fresca, comparada con el bochorno de fuera. Don Alfonso comenzó a pensar. Don Alfonso tenia 56 años. Que barbaridad, pensaba, como pasa el tiempo. Cuando entró en el seminario, era solo un chiquillo. Cuando abrieron las puertas ante él, le temblaban los labios. ¿Y el día de su primera misa?. Don Alfonso soltó una carcajada que retumbó en la iglesia. Si, pensó, han sido muchos años. Toda una vida, una vida entera entregada a Dios...muchos años... toda mi vida... Don Alfonso se iba quedando dormido con estos pensamientos. Y mientras en sus sueños, su niñez pasaba ante sus ojos, una sombra se colaba por debajo de la puerta, y avanzaba por el pasillo hacia el dormido párroco”
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