A Lucy le encantaba jugar a ser otra persona. Pasaba días enteros mirándose al espejo, usando su imaginación de guardarropas y a su reflejo como pasaporte a otro mundo. Pero aquel espejo no era cualquier espejo: era una reliquia que había pertenecido a sus abuelos. Había sobrevivido los bombardeos a Londres durante la segunda guerra mundial, el dañino polvo testigo de años de abandono y la dificultosa travesía de una orilla a otra del océano. Era un espejo de pie, de madera oscura ya añeja y bastante alto, le llevaba un par de cabezas a la pequeña Lucy.
Y en aquel altillo, Lucy pasaba los días de la primavera de su infancia, que parecía eterna. Cada tanto Mamá solía retarla, porque temía que rompiera el preciado legado familiar. A pesar de todo, ella no hacía caso. Si no era por el espejo no había nada que hacer en ese pueblucho feo. Afuera los chicos jugaban, disfrutando las pocas veces que se podía salir. Lucy no salía de casa ni en aquellas extrañas oportunidades. De chica había salido un par de veces, pero no le gustaba estar afuera, con aquella helada intensa y esos chicos molestos que corrían de un lado a otro jugando a ver quien mataba mas gorriones o quien arrojaba mas bolas de nieve contra las chicas. Las niñitas tampoco eran de su interés. Si los chicos hacían nada, ellas hacían menos. Se sentaban contra un paredoncito, a charlar, jugando a una suerte teléfono descompuesto bastante cruel. Para las navidades pasadas todas habían pedido de regalo sets de belleza. En ellos venía un espejito portátil, que las chicas llevaban a todos lados para revisar que su maquillaje garabateado no se corriera aún más. A Lucy le gustaba, pero solo el espejito. Para navidad ella no tuvo su set. En realidad, nunca lo había pedido. Como sus papás no sabían que quería le regalaron ropa. Ropa muy linda, por cierto: un saquito de lana cremita, una pollerita chocolate y varios juegos de medias coloridas. Su abuela le tejió una bufanda de celeste y rosa, muy bonita también. Pero lo mas preciado fue un vestidito de gala. Cuando lo recibió, todos la animaron a que se lo probara, para ver como le quedaba. A pesar de su timidez, cedió a las sonrisas de sus parientes y subió a cambiarse. Fue corriendo de puntillas de pie las escaleras. Pero no fue al segundo piso, sino que fue hasta el altillo. Se cambió observándose en su espejo favorito. Algo estaba mal. El vestido no parecía cerrar bien, le quedaba chico. La decepción se dibujó en su cara y ella pudo verla en el espejo. Volvió llorando con sus padres.
Preocupada por el espejo y harta de estar constantemente regañando a Lucy por no hacerle caso, Mamá echó llave y clausuró la entrada al altillo. Pasaron varios días. Lucy se aburría a borbotones en el crudo invierno, que parecía eterno. Mamá y Papá la animaron a que saliera a jugar con los chicos para no aburrirse. A pesar del desagrado que esta idea le producía, cedió ante las miradas preocupadas de sus padres y salió a jugar.
Pasaron los meses y Lucy fue olvidando su adorado espejo. Consiguió un set de belleza. Se pintarrajeó la cara y se puso de novia con el chico que más gorriones mataba. Llevaba a todos lados su espejito, pero no jugaba, sino que revisaba que su maquillaje garabateado no se corriera aún mas.
Un día cualquiera Mamá llevó a un grupo de personas extrañas al altillo. Les mostró el espejo y les narró su historia. Lucy observó toda la situación desconcertada. Aquellos señores viejos y bigotudos parecían querer comprar el espejo. Una vez que se fueron, siguió despacito a Mamá y vio donde guardaba la llave del altillo.
Una noche de lluvia y truenos, estando sola, decidió subir nuevamente. Las telas de araña no vestían mas al espejo, tampoco el polvo: estaba muy limpio, al igual que el altillo en general. Se notaba que lo habían arreglado para visitas.
Al observarse en el espejo se dio cuenta de que estaba muy flaca. Hacía tiempo que no miraba otro espejo mas que el de cartera. El vestido le entraba, incluso le quedaba un poco grande. Pero no se había dado cuenta de lo finitos que eran sus brazos ahora o de lo demacrada que se veía su cara. Como sus amiguitas. Bueno, era lógico, últimamente no comía tanto como antes o directamente no comía nada. Curiosamente, Papá y Mamá no se daban cuenta. A pesar del desagrado inicial ante su propia imagen, algo revivió en ella al reencontrarse con el espejo: se le dio por imaginarse en altamar, capitaneando un barco pirata. Danzaba ágilmente sobre el piso de madera y un rollito de cartón hacía las veces de espada bucanera. Entre espadazo y espadazo, comenzó a reírse. Hacía tiempo que no reía así. Generalmente estaba muy cansada últimamente. Y vacía. De repente, inesperada, la electricidad se cortó. Aturdida, la pequeña Lucy trastabilló y cayó contra el espejo. El vidrio se trizo al instante de golpear contra el piso. Su pequeño corazoncito latía a gran velocidad, asustado, confundido. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas a la vez que la luz de la luna hacía eco sobre el cristal roto. Observó su reflejo y vio con horror como las lágrimas arrastraban consigo el color de su piel. Lentamente su cara comenzó a despintarse y sus facciones perdieron forma, derritiéndose. Con sus manitos intentó desesperadamente remendar la situación, pero ya era tarde. La oscuridad comenzaba a hacerse una con ella. En vano intentó escapar de la situación: tropezó y su cara dio directamente contra el piso. Al caer, se rompió en mil pedazos. Con una pizquita de ojo que aún le quedaba y a través de un pedacito de espejo pudo ver como una mano abría el techo y entraba, tanteando en la oscuridad, buscando a tientas su cuerpecito pálido y débil, de porcelana.
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