Entonces su figura apareció en la concesionaria de autos como una imagen descendida de los cielos, bajo los destellos de su pelo albo que caía deliciosamente por la espalda. El silencio había quedado flotando en el ambiente como una diminuta ola placentera que embriagaba los instintos; ella se detuvo frente al empleado, con las miradas al borde de su minifalda, entretejiendo papeles y frases que la llevaron al gerente para luego terminar en mi, el dueño de la agencia. Sus ojos se extendieron en la profundidad de los míos, aún atónitos ante su belleza, tratando de averiguar por la compra de un auto. Le formulé varias opciones de colores, formas y modelos, llevándola al recorrido habitual con mi exquisita capacidad de exvendedor. Ninguno le agradaba, su boca murmuraba una suerte de diseños raros que solo navegaban en su imaginación, hasta que vio el convertible blanco brillando en la vidriera lateral: - Ese quiero – dijo, señalando con sus expresivas manos rodeadas de pulseras, mi pieza de colección más preciada –
- No, justamente ese no está en venta, es un recuerdo de mis antepasados – esbocé – ella fijó su mirada desafiante dentro de mis ojos como un destello deseoso de todo mi ser -
- No me diga – exclamó – es justo lo que buscaba, ¿Qué precio le pondría?
- Ninguno – afirmé – simplemente no está en venta...
Su cabello se había suspendido en el aire de un enojo cálido que hechizaba todos los rincones del local, junto a los vendedores y clientes que observaban la escena. Los labios se abrían en una enorme boca presumida que devoraba toda mi masculinidad, a la vez que las pupilas se iban desangrando de placer en cada gesto suyo. Después volvimos a mi oficina en busca de un acuerdo tácito... El escritorio separaba aquel cuerpo apetecible de mi vida y el auto, que había sido de la familia de mi esposa, me estaba sumergiendo en la ruina matrimonial. Debía elegir en ese instante, mis hormonas se enredaban con el límite de sus estilizadas piernas, mientras la frialdad de mi cerebro recordaba el semblante abrupto de mi mujer. De repente ella acercó su perfecto rostro hacia mí diciendo: - ¿Cómo podríamos hacer? – Y mi cuerpo estalló en un abismo deseoso que afloraba por todos los sentidos, la miré dulcemente mientras acariciaba su mano delicada, susurrando: - Sin dudas que en la habitación de algún hotel...
Una tarjeta personal apareció entre sus dedos: Licenciada en psicología, Diana Bértris. Y con un guiño de complicidad nos despedimos hasta la noche. El cielo había bajado la felicidad sobre mi piel – pensé en voz baja – mientras me distendía detrás del escritorio. Solo debía buscar la excusa perfecta para solucionar la venta para luego solo disfrutar de su encanto. La hora había llegado, debía pasarla a buscar por su consultorio. Mi cuerpo latía a la par de la adrenalina que fluía por los poros, aunque la elegancia y sensualidad siempre me habían hecho un ganador. Detuve el auto frente a la puerta, su imagen avanzaba sigilosa entre pasos sensuales: - Hola dulce – le dije casi hipnotizado –
- Hola – murmuró Diana entre su fragancia ensoñadora –
- ¿Nos vamos?
- Sí, claro
Su piel había glorificado el infinito de mis días, no me importaba más nada del auto de colección, ni la familia, mucho menos de mi esposa, y la noche se esfumó en el cuarto 36 del hotel alojamiento.
Ahora con el tiempo me acostumbré a verla pasar delante de mis ojos, con su belleza expandida hacia el mundo, despojada de todo límite sensual atravesando las aceras. Su cuerpo aún erosiona mis horas, que tendidas bajo la arboleda de las calles, piden una limosna. A veces me saluda con su pelo agitado por el viento en el convertible blanco, otras solo recorre la ciudad a gran velocidad, quizás por eso es que no me alcance a divisar...
Ana Cecilia.
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