Había decidido hacerse adivinar la suerte por medio de los naipes. Si bien era una especialidad que no cabía dentro de su cientificismo, la desesperación reinante, había culminado en esta última alternativa. Eligió la más nombrada de su ciudad, esa que el rumor callejero decía que su videncia era infinita. Temerosa por la primera vez en ese oscuro arte, concertó tal cita. Y mediante un lúgubre pasillo precedido por rejas, llegó al paradero. Dos ojos azules y amables afloraron desde la mirilla para recibirla, mientras accedía al umbral de su morada quieta. Luego, un mazo de cartas sobre el paño verde, fue amasado diestramente con sus dedos en diversas formas y colores. Le pidió que cortara tres veces hacia la izquierda, a la vez que se persignaba silenciosa. En la primer tirada pudo comprender cuanto le amaba el hombre de su vida, ante alegóricas secuencias; en la siguiente, ya el dolor comenzaba a entrar a escena, bajo el fallecimiento de un amigo; después, la incertidumbre de su rostro le hizo dudar de todo lo pasado. Y mientras esos labios murmuraban oraciones como en una ceremonia religiosa, bajo la invocación de quien sabe que Dioses o demonios, el correlato de frases y miradas se perdió entre reyes dorados, caballos de copas, sotas de bastos y espadas cruzadas, que entrelazaban amores, sucesos, viajes o fallecimientos. Sintió un sudor frío al pensar que su destino dependía de esas manos. Hasta que después de idas y venidas, peleas, rupturas, encuentros, acercamientos, dinero o mudanzas; su mirada se paralizó. Como una hechicera de la antigüedad, señaló esos tres naipes que habían quedado separados de los otros, mientras le decía: - Aquí está la solución a tu problema...
Se quedó absorta, con los labios balbuceando una infinidad de preguntas imposibles de resolver en ese instante, para seguir escuchando su relato: - Los oros te van a dar esa fortuna y triunfo que tanto deseaste, mientras que las espadas llegarán a tu inconsciente, para respaldar el pedido: Vida versus muerte...
No dejó un instante de mirarla, mientras el incienso seguía ardiendo lentamente sobre la mesa, invadiéndolas de mentas. Hizo algunas otras combinaciones de manos, hasta culminar con las barajas sobre su pecho, en una suerte de dolor y culto. Luego se alejó de todo aquello, para finalizar y acompañarla hasta la puerta. Ella seguía sin entender nada; su confusión se había acrecentado ampliamente. Tomó su billetera y le pagó, no sin antes preguntarle: - ¿Y qué debo hacer?. Entonces le clavó las pupilas hasta indagar el fondo de su ser, esbozando una sonrisa cómplice: - Eso sólo depende de tus elecciones...
Allí se vio reflejada haciendo el amor, mientras imploraba morir para perpetuar esos exquisitos instantes...
Los días ahora le son más indulgentes, al dejar de preocuparse por nimiedades; el mundo belicoso le es totalmente ajeno, y ya no confunde realidad con sentimientos. Algunas veces recuerda su boca susurrando aquellas palabras abstractas, las mismas que la indujeron a esas circunstancias liberándola de todo; otras, sólo siente que respondió a un pedido subyacente; y en particular, pudo hacer sus propias elecciones, ante el suicidio...
Ana Cecilia. ©
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