Me cuesta recordarlo a pesar de que no ocurrió hace mucho años, tal vez tres o cuatro, que me regresa a mi juventud, a la casona campestre en Lolol, a esa huella de piedra y tierra que recorría para ir al colegio, a olores de cocina a leña que despertaban al estómago con mamá ofreciendo a papá y a mí si queríamos repetirnos el plato de fondo. La misma casa que me vio crecer hoy me tiene abatida, en que evito la melancolía pensando en ese celeste y despejado cielo de verano junto al tranque y mi caballo alazán. O esos viajes a la playa en compañía de parentela, amigas, vecinos de otros fundos y visitas venidas de la ciudad, donde humitas y carnes eran las invitadas de honor en la parrilla. Todavía siento escuchar el trino de gaviotas, las tonadas que brotaban de la guitarra y el chasquido de remos por los paseos en bote en la laguna. Claro que siempre hay un pero, aquellos momentos que son un rompecabezas en mi mente, como si fuesen fotografías hecha trizas a mano, con quiebres que delatan nerviosismo más que seguridad, en que se asoma parte de un hombro sin dejar ver el rostro de la víctima ajusticiada artística o amorosamente. Me pone los pelos de punta y mi corazón palpita como si se fuera a salir, al igual que cuando ella espera impaciente la “prueba de amor” que le pide su novio o sabe que él tiene una mala noticia, el fin de un romance o el inicio de una infidelidad con tu mejor amiga. Así como ese fulgor y ansiedad me estremece, en segundos se apaga al reconocer que la radiografía de mi pasado está empañada. Me ocurre, eso de los recuerdos a medias, cuando ya cae la noche y veo a mi padre sentado en el añoso sofá de gobelino mirando televisión. Lo miro con cierta dificultad por mi problema a la vista; al servirle su cena cojeo por la lesión a la cadera que, en invierno, me obliga a dormir con un guatero envuelto en la funda que tejió mamá, regalo que me hizo cuando cumplí catorce. Esa dolencia me tiene postrada a usar el bastón del patriarca, y en el verano -si me da permiso- voy por unos días a las Termas del Flaco a recuperarme con fe, aguas y barros llenos de minerales.
Como decía, que él se instale en el living a ver la tele me provoca náuseas gatilladas por golpes de corriente que me resignan a tomarme una pastilla y beber una agüita de boldo. Niego, o no quiero creer, que haya vuelto aquella migraña que sufrí años atrás. Lo observo y me da tristeza su silencio, esa mirada de dinosaurio, apagada como cuando le desenchufo el televisor, pero al reflejarme en el espejo siento que soy también cómplice de su mundo, mi mundo y lloro. El todavía no.
Lo reto por ver más de tres o cuatro películas seguidas. Pienso en restringirle el horario de tele recordándole la ceguera que esa costumbre puede provocar, como él me recriminaba cuando niña. Bosteza dejando una atmósfera a queso rancio y me dan ganas de enviarlo a caminar por el pasillo, como castigo, por no lavarse los dientes antes y después de comida. Asumo que es una venganza al correctivo que me daba sin razón, y entonces desisto. No recuerdo en qué instante pasé de hija protegida a madre protectora. Nunca pensé en vengarme por tantas frustraciones y muchas veces hasta hoy día me pregunto por qué, por qué sigo deambulando entre estos cuartos empapelados de tristes remembranzas, sufriendo de un encierro teniendo la llave del calabozo, como si no fuese capaz de armar una vida, mi propia vida ¿Por qué sigo aquí negándome a ir otra vez al Libertad en su función de noche? ¿Por qué me da un miedo atroz salir sin permiso de papá? ¿Qué me tiene atada de manos y pies y no mandar al diablo todo lo que aprendí en las monjas? No tengo respuesta. O no quiero encontrarlas, no sé por qué, o quizás sí conozco las razones que aparecen brumosas cuando refresco la memoria y escucho el latido de mi corazón.
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“Nunca te voy a dar permiso para ir al cine de noche ¡Nunca, como que me llamo Eufracio Peñaloza!”, me amenazó papi mientras mi mamita tragaba su silencio en el cuarto de ropas tejiendo un punto a crochet. Le dije que esa película era igual a las que daban más temprano, no había nada de malo. Le conté que mis compañeras de curso hablarían el lunes de lo nuevo del Libertad y yo me sentiría un bicho raro sin saber de la película, pero eso no los conmovió.
Días atrás, papá leyó en el diario que el programa del cine de las nueve de la noche era “éticamente reprochable”, noticia que me molestó cuando anunciaron para ese horario Lo que el viento se llevó, película que me permitió conocer a Scarlet, mi heroína. Le susurraba a la actriz de la foto del periódico sobre lo injusto que era cambiarla de la función de matiné. Eso cerraba toda posibilidad de verla otra vez, besándose con su eterno amor y luchando por las tierras de su padre, como yo lo haría por las de mi familia. Nada podía hacer. Me refugié en mis trenzas, luego en planchar el jumper escocés, lavar las calcetas blancas del colegio y lustrar religiosamente mis zapatos de charol, que sólo podía usar en la misa dominical y en la oscuridad del Libertad cuando me daban permiso para ir a la primera función del sábado.
Después de una hora volví al comedor y pedí ver la película de la tarde, pero papá salió de nuevo con la alerta médica de que “tantas horas frente a la pantalla, mijita, te dejarán ciega”. Mamá poco ayudaba al decir tímidamente que prefería que estuviera a su lado, ayudando en las tareas del hogar, asustándome con los horrores de qué pasaría si papá no estuviera en casa y pudieran aparecer unos delincuentes. “Quién sabe qué más nos harían aparte de robarnos”. Algo le creí por el “correo de las brujas” que decía en el último tiempo en el pueblo habían aumentado los robos de animales y una que otra pelea a la salida de una casa de “mujeres de mala vida”, como las llamaba mamá con la frente arrugada.
No sé si era el efecto de las películas de amor y lágrimas, pero sospechaba desde hace meses que mi mamita se ponía triste por las noches, escondiendo su sollozo en la máquina de coser, esas jornadas coincidían con los días en que papá no regresaba a casa y volvía días más tarde como si no hubiese dormido, hasta con olor a vino le sentía cuando le daba un beso de bienvenida.
Esos pensamientos coparon mi fin de semana y ya el lunes volví a la rutina. Tomé el bus con el frío y neblina de la mañana rumbo al Colegio María Auxiliadora. Llegué tarde a la campana de ingreso por un desperfecto mecánico por lo que las monjas me obligaron a rezar durante una hora. Mejor -pensé- que ir a la clase de cocina que, muy temprano, me provocaba dolor de estómago. La semana escolar pasó sin novedad: talleres de bordados, recetas de misiá Carmencita que, en nada, se igualaban a la mano de mi mamá; secretos de flores y hierbas con efectos medicinales. Cada día terminaba en la capilla con rezos y agradecimientos para luego irse a dormir, pues las luces de las habitaciones se apagaban a las ocho en punto. Se me hizo corta la semana, rápida por la angustia de ver a Scarlet el sábado en el cine. Me puse la falda escocesa, una blusa blanca y los zapatos negros para esperar el microbús de las seis, pensar en ayudar a mamá en los quehaceres y escuchar de lo nuevo del pueblo que me contaba ella y las copuchas de la ciudad que traía yo, no muchas claro, ya que pasaba más tiempo encerrada que fuera del convento.
El reencuentro con mamá el viernes me dijo que todo seguía intacto, como si el reloj se hubiera detenido, parecido a la lluvia que no quiere despedirse en los meses de junio y julio, dejando barriales, puentes cortados y cosechas perdidas.
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La rutina del lunes en el colegio se vio alterada por el anuncio de la Madre Superiora de la llegada de una nueva compañera venida de la “gran ciudad” como llamamos a San Fernando nosotras, las niña del campo. La presentaron como Lucía Marambio y de inmediato la relacioné con mi actriz, tenía un parecido en el rostro a Scarlet. Con los días ella se ganó el respeto y cariño de todas y no hablo por los años que tenía -dos más que yo- sino por su fuerte personalidad. Sin levantar la mano interrumpía a las monjas, su rapidez mental la hacía disculparse sin salir como derrotada. A pesar de entrar en el segundo semestre destacó por sus notas parciales y logró la admiración antes de lo que canta un gallo, incluso las profesoras más exigentes la mencionaban como una estudiante ejemplar, a pesar de que Lucía se las ingeniaba para no salir en procesión ni acompañar a dar la comunión a los enfermos. Siempre tenía una excusa para salirse con la suya y eso me gustó.
Así inicié un intercambio de cartas y encomiendas los fines de semana, algo que no sé por qué enojaba a papá, pero eso ya no me preocupaba porque esa amistad a distancia me permitió acallar las noches de pena de mamá cuando él extendía sus días fuera de casa por eso de le feria de animales y compras de maquinaria. Leer las postales de Lucía me sacaba de mi mundo y me ponía alas, viajaba por las praderas de Scarlet, me veía en pololeos con chicos que me gustaban y cabalgaba en libertad en mi alazán. No podía aceptar ni entender ese “nunca te voy a dar permiso para ir al cine de noche”. Menos hablar de salidas a fiestas para el aniversario del colegio, en que juntábamos dinero y puntos para la candidata a reina. Imposible. El rechazo de mi padre venía con castigo: caminar por el pasillo entre la cena y el rezo, antes de dormir, sin pronunciar sílaba alguna ni echar un vistazo al televisor encendido. En ocasiones, deambulaba como un fantasma hasta que él se dormía en el sofá y mamá también sobre la cubierta de madera de su máquina Singer.
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Digámoslo: el viejo quería un hombre y salí yo muy mujer. En mis años de vida, ya más de veinte, no he conocido una persona tan machista, bueno tampoco conozco muchos hombres. Feliz por él si mamá y yo estuviéramos encerradas todo el día, preparándole su comida preferida, y él tranquilo viendo como nuestras espaldas se encorvaban mientras limpiábamos la casa “Haciendo las labores de toda mujer nomás” –recuerdo que afirmaba, muy seguro, pero años después debió morderse la lengua años cuando quedamos solamente él y yo, su hija que él quería que fuera hombrecito. Debió mascullar que sin nosotras jamás habría sacado adelante esta familia o lo que queda. Tuvo nuestro apoyo siempre con la diferencia de que mamá era incondicional a su único amor de juventud y comprendía su personalidad. Yo en cambio me fui rebelando con el pasar de los días, meses y años, cada vez con más fuerza, con huelgas de hambre, encerrándome en el día de mi cumpleaños delante de las visitas haciéndoles pasar un mal rato a mis padres; me hacía castigar en colegio para no volver a casa en un par de semanas o decía adiós por un buen rato al lavado de ropa, al fregado del baño, las sesiones de costuras, la agotadora posición del planchado, el sofocamiento de hornear el pan, todo, y me refugiaba sin que nadie supiera en el pajar con mi gatito Chocolate, dando antes un portazo en sus narices, en las del viejo especialmente.
Las discusiones surgían por cualquier cosa para ellos, temas importantes para mí, como cuando él decidió cortar mis estudios al terminar la enseñanza escolar. Mi madre le suplicó mirando hacia los carcomidos tablones que me diera permiso y plata, aunque fuera un curso de cocina o peluquería. “Para que no se ponga roja de vergüenza como yo, Eufracio, cuando firmo un documento o escribo mi nombre” –le dijo con voz entrecortada por las lágrimas, lágrimas que vuelvo a escuchar cuando veo sus fotografías y muevo con mi pie bueno el pedal de la máquina de coser. El ruido zigzageante de la aguja se confunde con un llanto atragantado, con un portazo, un adiós en sordina, todo eso y más retumba en mis oídos.
Fue una de las pocas veces que mamá me defendió. Mi adolescencia se entrampó en la oscuridad de un cine, al igual que los sueños de aquella leona –leí en un libro de fábula que me regaló mi amiga de esos años- que viéndose tan pequeña ante el entorno hostil, buscó refugio en una cueva de reducido espacio, suficiente sí para vivir con holgura. Esta cachorra creció sin conocer los matices de la felicidad, de los juegos, del amor, pero cuando se sintió fuerte para salir a comerse al mundo, o sea a otros animales más débiles o que pudieran dañarla, notó que no cabía por el orificio por donde alguna vez entró. Esa gata con espíritu libertario era yo. A mis catorce años con dos hileras que recogían mi rubio y largo cabello; a los quince preguntando qué era un beso y otros menudeos al estar con un muchacho, y a los diecisiete, al terminar mi enseñanza con las monjas, en que conocí demasiado según mi viejo, la edad que marcó mi dolorosa estancia en Lolol.
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“Conversemos el domingo al almuerzo”, me dijo postergando la conversa sobre mis estudios futuros. Me dio rabia, pena, todo junto altiro, huí esta vez no al granero sino al tranque cerca de casa, a leer las recientes cartas de Lucía, que se fueron manchando por mis lágrimas que caían sobre la tinta. Pasé horas en la arena bajo un sauce hasta que se me ocurrió olvidar el momento yendo al Libertad. A la hora de once intenté convencer a papá de ir a la función de las seis por si tenía algún remordimiento y me permitía distraerme. Recordé que habían en la noche en el Libertad estaban dando Un tranvía llamado deseo, lo nuevo de mi actriz preferida, claro que en un horario prohibido para mí. Eso me motivó doblemente a ir y quedarme para la siguiente función y averiguar de vez por todas las extrañas advertencias de papá de ver cine después de las nueve de la noche. No entendía cómo una persona pudiera quedar ciega al ver varias películas seguidas y con la luna como testigo.
Su respuesta fue mandarme a la pieza sin derecho sentarme a la mesa con ellos. Lloré unos minutos pero luego fríamente ideé un plan. Con una vecina que iba a la ciudad envié una carta a Lucía, le prometía que nos veríamos media hora antes de las nueve en la plaza principal de Santa Cruz para ver a nuestra Vivien Leigh; le demostraría por enésima vez lo parecidas que eran las dos en belleza, personalidad, en todo. Le insistía en la encomienda que me esperara, iría como fuera, que sólo necesitaba una ruta de escape sin que se dieran cuenta mis padres. La carta se fue en el bus de cinco y me levanté con la cara untada en manzanilla para que no se me vieran las ojeras por el llanto. Me preparé un té. Le ofrecí otro a papá que, como siempre, estaba estáticamente feliz frente al televisor, tras una semana sin películas porque se había descargado la batería y no había ido a la vulcanización. Aceptó el tecito mientras le acariciaba su pelo cano y me daba una palmada en el trasero. De las clases en el convento aprendí a conocer ciertas plantas y sus efectos, en segundos agradecí tener en mis manos un brebaje que le provocaría un progresivo letargo. La ración fue triple; había que ser eficaz en el golpe cuando se trata de una salida a escondidas. Así, ya tenía un rival menos por unas horas; faltaba mi madre a quien no tuve que darle de beber nada, pues subiendo el volumen de la tele, estaba segura de que ella no saldría del cuarto de coser, porque pensaría que papá estaba en el comedor –y a él le gustaba ver películas sin que lo interrumpieran-. Por si acaso le entregué una par de prendas dañadas para arreglar esa misma noche y la abracé. Le di un húmedo beso en la mejilla que se unió con una lágrima, como si fuera una despedida que tenía como único cómplice a Chocolate, mi felpuda compañía que escuchaba mis penas y sería la jugada final en el dormitorio.
Antes de la hora indicada estaba en la plaza con mi amiga, quien me bombardeó a preguntas de cómo lo hice, si comprobé que papá estuviera profundamente dormido, si estaba segura de las consecuencias de tal aventura. La calmé, algo extraño en nuestra amistad, cuando era ella quien mostraba seguridad. Luego partimos al encuentro con dos amigos suyos en una cafetería a tres cuadras del cine. No hablé mucho, todavía pensaba en mi acto, el corazón me latía rápido –y no era por ver a mi heroína del cine-, era esta suerte de cita a ciegas bajo un gran engaño. Mis manos temblaban. Además esto de compartir con chicos de mi edad me tenía algo confundida. Sólo miraba, particularmente al muchacho que tenía enfrente que me tomó de la mano para ofrecerme un jugo de frutas. Lucía manejaba la situación solicitando un picadillo y otras gaseosas a las que puso sin que la vieran algo de licor. De a poco me fui soltando, sintiéndome a gusto, regalando una sonrisa a mi acompañante, una que otra historia acerca de mi pueblo, las labores de casa, en las monjas, le conté de mi fiel gatito que dormía a los pies de la cama y amanecía en mi cuello, en fin, historias que sólo estaban en mi diario de vida y algunas en el oído de Lucía. Ya no pensaba en mis padres ni en lo que sucediera, al final no hacía nada malo, salvo lo de la escapada y la burla de que encontraran bajo la frazada de mi cama una decena de peluches, algunos chalecos y a Chocolate que, con sus respiros y movimientos, daba la impresión de vida, de que era yo quien dormía.
En el café cruzaba miradas con Alberto, así se llamaba, quien cada vez que le pronunciaba las palabras Sor y Madre Superiora fruncía el ceño y eso me encantaba. De la mano llegamos al Libertad poco antes de las nueve. No nos pidieron carné, así que atravesamos las cortinas del pasillo de entrada y nos sentarnos en la última fila pese a las recomendaciones del acomodador.
-Señoritas, les sugiero sentarse más adelante.
-¿Por qué? –alegó Lucía.
-Los jóvenes molestosos se ubican detrás y quienes vienen a ver la película, como ustedes, terminarán perdiéndosela.
-¿Quién dijo que venimos a verla? –reclamó otra vez mi amiga sin permitir otro consejo del hombre de la linterna.
Hasta ese momento eso de “perderse” lo que se proyectaba en la tela blanca me parecía una exageración, aunque era un rumor a voces eso de que parejas de jóvenes iban a besarse, acariciarse y dejar en las butacas la pasión reprimida por normas familiares y religiosas. Pero de ahí a que la vista se nuble o derechamente quedar ciega –como hablaba mi padre- había un mundo.
Como una leona recién salida de su cueva en busca de aventuras no me iba a quedar atrás. En la mitad de la cinta, mientras Vivien Leigh vivía una apasionada relación con Marlon Brando, mucho más fuerte de lo que había visto con Clark Gable, sentí deslizar una mano por mi cabello como un peine de carey; los dedos de mi amigo descendieron a la blusa, al sostén. En sólo unos segundos, mis pechos se asomaron en la oscura sala, como otro personaje de la película, mis puntas se endurecieron y estiraban su piel oscura y arrugada en busca de una caricia. Sensaciones nunca vividas, que en mi interior parecían estertores de moribunda. De mi amiga poco sabía, o no quería saber, pues mis ojos cerrados doblaban el goce visceral que estaba viviendo en esa sala, tantas veces visitada pero a menores revoluciones. Las caricias algo toscas me asustaron en un principio, como que mi cuerpo se paralizó, no atinaba con mis brazos y mi voz que ya parecía un quejido desconocido para mí. Poco a poco, estimulada por los jadeos de otros espectadores y por el ímpetu del personaje masculino que maltrataba a la hermana de su esposa en la película, comencé a dar rienda suelta a mis deseos, los más ocultos que ni sospechaba que tenía. Me electricé en una cadencia de movimientos de manos y piernas. Subida la separación de los asientos, con mis ojos cerrados lo besé como si fuese a secarme en el desierto, necesitaba recibir su saliva o una mordida que me entregara mi propia sangre como combustible para seguir viviendo. Tiritaba –lo reconozco- pero me gustaba ese nuevo temblor, me tenía con la boca abierta esperando, sólo esperando a lo que él quisiera, lo que pidiera se lo daría, estaba dispuesta, con mis pupilas tan abiertas como mi entrepierna que dejaba fluir un surco de placer que manchaba mis calzones blancos y mi vestido escocés. La blusa existía desde el cuarto botón hacia abajo, pues para arriba la luz de la proyectora mostraba mi sostén aferrándose a unos húmedos pechos, como un náufrago al madero del barco hundido. La boca de mi acompañante quería ser aquel sostén, y lo ansiaba en un ahogado grito, hasta que delicadamente empezó a secar mi sudor sobre la tela, y luego bajo ella, jugando con mis pezones como un bebé con su mamadera. Los besaba como queriendo succionar todos mis sueños.
Si esta escena era lo que tanto me había advertido el acomodador o mi padre, bien valía la pena vivirlo y quedarse en la última fila del Libertad, casi sintiéndose participar de otra película. De ahí que una se perdía la historia que daban en la pantalla –pensé en esos escasos segundos de cordura, pues los dedos de mi joven amante volvían al ataque, esta vez con mis calzones en busca de mi sexo. A esa altura cualquier razonamiento estaba prohibido. Aunque recordé la ceguera que podía generar ver tantas películas seguidas, según papá. Qué absurdo constatar que justamente hacía lo que él quería, no quedar ciega –fue de los pocos pensamientos con la realidad pues en un acto reflejo bajé el cierre de su pantalón y comencé a besar su miembro, parecido al de la pantalla de cine pero en versión miniatura. Me reí de esa idea pero, lentamente, sentí como bajaba mi cara hacia sus piernas, besando su estómago, su ombligo con algunos pelitos y su miembro excitado del tamaño de tres dedos de su mano. Mi iniciación sexual iba a pasos agigantados, mientras Brando y Leigh vivían una ardiente relación en una casa de campo como la mía. Era lo poco que podía ver.
Todo iba bien en mi película hasta que apareció una tenue y movediza luz. Estaba besando su sexo, pasándole mi lengua a un helado de caramelo, cuando la amarilla proyección de la linterna llegó a nosotros, a mí, unida a una voz conocida.
-¡¿Qué estás haciendo cabra de mierda?! –gritó mi padre, al tiempo que la lucecita describió un arco al dejar caer todo el metal y vidrio en mi pálido rostro.
*
De ese incidente no recuerdo demasiado porque muy pocas personas hasta el día de hoy me han dado pormenores de lo que ocurrió aquella noche en el cine Libertad o en los días siguientes mientras estuve en el hospital local. Sólo vagas imágenes en que manos y pies me golpeaban, voces que gemían y lloraban en medio de insultos, el griterío de la gente en el cine alegando por lo que pasaba atrás, la paciencia de un doctor al sacarme los vendajes de mi cara. De la golpiza de mi padre –según me confiesa con rabia Lucía, ya casada y viviendo fuera de Santa Cruz- estuve un mes internada en la sala de Cuidados Intensivos, con un politraumatismo y otras contusiones. El diagnóstico arrojó pérdida parcial en el ojo izquierdo, progresiva en el derecho y fractura de cadera. La mala ventura continuó meses después soplando en contra, pues mamá no soportó la mirada escrutadora del pueblo ni de sus amigas feligreses por lo sucedido, ni mucho menos las secuelas que tuve. Se enfermó, dejó de cocinar y tejer, sumó achaques conocidos e inventó otros, hasta que se derrumbó en la cama, por semanas sin hablar, luego evitando comer hasta dejar de respirar. Mi viejo siguió la misma senda pero sin final trágico. Aunque las veces que lo veo por horas a unos metros del televisor parece un fantasma. Y yo, ahora con lentes y cierta dificultad al caminar, solamente vivo para cuidarlo de que no vea tantas películas -por eso de la ceguera, como me advertía cuando chica-. Acabo siendo su sombra, al igual que Chocolate que recibió una paliza al ser descubierto en la cama como mi reemplazo en la fuga de aquella noche. Somos como dos estatuas de carne y hueso postradas a sus desvaríos que susurra sin que le pregunten, mientras el reloj indica que terminó la función de noche y los canales de televisión inician su programación a rayas y chillona. Sin nada que mostrar a los vivos ni a los muertos. |