No tengo historia. No te necesito. El aire me infla las alas y sacude amablemente mis antenas, despojándome de los últimos restos de envoltura larvaria que aun cubrían mi cuerpo. No tengo noción de cuanto he volado, aunque hace mucho las luces donde me retuve a reposar, ya no se divisan. Sólo se que ahí voy de nuevo, luego de pasar un cable eléctrico. No tengo un plan de vuelo diseñado, tan solo me voy, me interesan las luces más grandes y potentes. Desde lo incontenible y desfasado, atravesando cientos de construcciones amorfas y cúbicas, contemplando decenas de cínicas cordialidades matutinas, arrugas y miradas gélidas y perdidas a través de los cristales de los buses y los enormes ventanales de los sanatorios.
No se si alguno más lo habrá captado, pero en esas observaciones se esconden verdades gigantescas, inmensas montañas:
Mi raza es testigo y lo fue de aquello, postergado, de lo externo a lo mostrado, lo que no se debe ver, lo que se oculta. De las moscas sobre la sangre de Cristo, de los chicles en la arena sobre el desierto de Irak, del olor a semen en las camas de algún motel. Mis ojos han visto lo que los imperios niegan, el barro y el olor a axila, los mocos, los ronquidos, los discapacitados física y mentalmente, los busca huesos en los cementerios, en medio de la cofradía de seres planos que como reptiles tratan de sostener la institución. Tantas veces tuve que soportar los palmazos a mis vuelos de aquellos demonios que desde un sillón ordenaban, premiaban, castigaban, enjuiciaban y demolían. Desde allí, sus diafragmas emitían palabras y adjetivos de curiosas y extrañas sintonías. Yo en tanto, con la mierda comprimiéndome los intestinos, cambiaba de colores, banderas y símbolos con tal de que me dejaran en paz. Y resultaba que todo estaba ordenado y escrito como en una opereta. Era sólo una cuestión de roles y claro, actuar para esa audiencia era casi sencillo.
Era hasta hoy mi única defensa.
Y ahora que puedo volar, ya no me importa si es verde, gris o amarillo, si es una peineta o un cd, si almorcé el 15 de enero, o si el calcetín está roto o limpio. Da lo mismo la gabardina con un botón o cuatro, si son las ocho o hay viento norte, porque al fin y al cabo, sea lo que sea, vendrá de igual modo y aunque intentare negarlo estará allí como todas las cosas que nos otorga el destino. Lo importante es que más allá de lo que viene, mi opción consiste en volar y amar la luz.
Más allá veo luces y grietas oscuras y a otros seres alados como yo, que eligen una u otra posibilidad, sin cuestionarse mayormente. Yo seguiré, tal vez alguna de sus opciones de ruta, pues soy uno de ellos. Y no soy tan diferente. La pobreza de estos tiempos, lo misérrimo de chances, la ausencia de claridad de estos enormes edificios, también a mi me aplastan las ideas y me presionan a elegir una meta rápida.
Hay ruidos, voces, risas, estímulos por centenares. Desde lo alto se ve como funciona el gran circo: Unos compran, otros venden, todos mienten. Es viernes porque las pupilas de las mujeres brillan a coito de fin de semana, programado y aséptico. Y los hombres a diferencia de otros días, repletan los bares. Lo cierto es que esta noche, cada brillo me seduce y me lleva como un tobogán consumista de energía, de aquí a allá y vuelta a subir y bajar. Vuelo entre sombras móviles, siluetas, cuadraturas, semáforos, luminosos y un sin fin de olores a maní, sandwich, cerveza. En Babilonia voy como una vulgar puta dejándome llevar a lo que sea: Esa es mi libertad y mi condena. Mi contradicción.
Si los tiempos larvarios pudieron servirme de algo es que aprendí de almas bienaventuradas, de malditas almas bienaventuradas, a como un demócrata debe ser capáz de tolerar todas las expresiones y opiniones. Que el libre juego de las ideas. Que el pluralismo, que el libre mercado, que el postmodernismo, que la historia ha muerto y tantas hojas inservibles. Mi madre debió haber estado borracha de insecticida o aerosol, cuando me hizo devorar tantas de estas hojas, que hasta ahora desarrollé panza. ¡ Inútil panza ! Allí se disolvieron políticos, vanidosos, ilusos, fanáticos, fascistas y mequetrefes de la palabra, que gracias a que Dios me dio un buen sistema digestivo. Pude cagarlos a tiempo.
Aún así, muchas de sus palabras de cuando en vez repiquetean en mi cabeza: conciencia, consecuencia, pueblo, siempre aparecen junto al olor rancio agusanado de los alimentos que piden a la entrada de metro, o rebotan en las monedas de las niñas que venden rosas en la noche, o las releo en los viejos diarios que envuelven el neoprén y la pasta base de la mala allá en Lo Espejo o en Pudahuel. A veces son invitadas a los banquetes de los niños y viejos en los tachos de basura en las afueras de los Mc Donalds. Sí y también las he visto huir despavoridas, parado sobre la cadena trash que implacable vomita su ira de no ser, nunca ser, sobre los cráneos vivos y muertos.
Así cansada y aterrada me detengo muchas veces al lado de la esperma caliente de los velorios y cumpleaños y he observado siglos de risas y llantos, que en esas penumbras flotan como nubes difusas.
Y luego sigo el recorrido, guiado por las estrellas hacia mi destino que no puede ser otro que la luz, que de todo el universo es lo único cierto para mi.
Y ahí voy de nuevo.
La polilla detuvo su interminable aleteo frente a la gran vidriera fría y húmeda del viejo bar de San Diego. Sus ojillos negros, más abiertos que nunca, fijos en la gran bola de fuego de la lámpara a alcohol a un lado de la barra. Su cuerpo hizo una extraña contorsión para colarse a través de un minúsculo orificio de ventilación a un costado y voló por entre ajenas y enormes cabezas humanas, humo, gritos y aire ácido. El calor era cada vez más intenso y la luz más brillante, pero su aletear no se detenía; y la esfera se venía encima más y más grande y caliente atrapando su pequeña existencia con una misteriosa gravedad de fuego. Solo cuando estuvo a unos milímetros comprendió que la muerte venía, sensual y tenue, silenciosa y atractiva.
Con sus extremidades ardiendo y retorciéndose, envuelta en terribles punzadas de dolor, comenzó a caer. En un postrer esfuerzo trató de incorporarse, pero ya se le iba la vida y ahí se quedó. El mesón de madera olía vino viejo agrio y sudor humano. Más allá al borde de un vaso semi vacío una mosca, burlona le miraba, en tanto una araña se aprontaba a caer sobre ella.
En la agonía sus ojillos se fijaron en la entrada. Dos hombres llegaban a beber, uno traía un grueso, ajado y oscuro libro que dejó caer displicentemente sobre el inerte cuerpo de la criatura, la que al ver la inmensa mole que se le venía encima, casi apenas pudo leer: Santa Biblia.
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