–Dígame doctora, ¿cómo sabe que es una hembra? –preguntó Osvaldo, como abanicándose con la transparencia procedente de la resonancia magnética donde se adhería, enroscada como un caracol, la imagen de su hija, en el vientre de la madre.
–Elemental, querido Watson- respondió la doctora de buen humor, como siempre que se ordenaban resonancias, cuyos márgenes de ganancias son buenos como el bisturí- esta imagen no registra escrotos ni pene.
La explicación de la profesional, trajo a la memoria de Osvaldo, el viejo chiste de la niña que confundida y señalando a su hermanito desnudo, preguntó a su madre porque ella no tenía un apéndice como el del niño y ésta para tranquilizarla, le dijo, hijita no te preocupes por eso, las niñas cuando crecen pueden obtenerlos, todos cuantos quieran, de sus amigos.
Ahora se trata de su propia hija. No volverá a contarlo, ni lo celebrará cuando otro lo cuente en su presencia. Suficiente desconcierto tiene con su próximo estreno como padre. Está maravillado, interiormente. Su asombro no tiene sosiego para explicar como aquella descarga de energía multiforme, bioquímica, supracerebral y arrastrado por una indetenible fuerza por penetrar y alojarse en la carne contigua, pueda devenir en este diminuto ser humano nadando en esa atmósfera amniótica.
Estas inquietudes e imaginaciones, Osvaldo las atribuía a las advertencias que muchos de sus allegados le habían hecho: ser padre, por primera vez, a los cuarenta te va a resultar apoteósico. Pero fue Alicia la que definió el partido: no vas a ver un milagro. Vas a vivirlo, pero además, debes saberlo, no todo es color de rosa, la paternidad madura es dura.
Osvaldo pensó, en esto último, como en un juego de palabras a los que ya lo tenían acostumbrados muchos de sus clientes. Recientemente, uno de éstos, un sexólogo, lo visitó en su oficina para encargarle una secuencia gráfica que expresara las fases mecánicas del orgasmo. Osvaldo en su dilatada trayectoria de diseñador gráfico nunca se había topado con algo parecido. Pero no tuvo tiempo de asombrarse. El sexólogo se lo simplificó, en una hoja de papel, como una catarata verbal:
1) acondicionamiento
2) carga
3) tensión
4) descarga
5) relajación.
Estas son las cinco premisas mecánicas del orgasmo que quiero en gráficos animados, sentenció aquel doctor.
Osvaldo quedó impactado. En ese momento descubrió que la vida podía reducirse a fórmulas. Sin embargo, puso su alma en aquella obra y produjo algo genial y hermoso. Recurrió a colores y sonidos exquisitos, convocó a la insurgencia de grandes olas de los mares más ignotos penetradas por las suaves corrientes de formidables ríos, aglutinando una relación de encuentro y de pujanza. Comunión y consunción. De una claridad y nitidez cósmica despojada de artificios. Parecía, más bien, una historia de amor o una biografía de amantes.
El sexólogo, fascinado y mudo, siguió con espíritu devoto y los ojos preñados por la emoción a cada una de las secuencias de aquel excepcional y prodigioso cine. Tan pronto finalizó esta exhibición privada, le exigió a Osvaldo la hoja de papel donde estaban escritas sus propias instrucciones y cuando Osvaldo se la extendió, casi como un zarpazo, se la arrancó de las manos y en un gesto desposeído de elegancia, la estrujó, la introdujo en su boca y comenzó a deglutirla, sin preocuparse por las lágrimas, lubricantes del insólito episodio.
Osvaldo fue incapaz de desentrañar, en aquel momento, la absurda, extravagante reacción de su cliente quien al despedirse de él, lo hizo con un abrazo tan cálido y afectuoso que Osvaldo pudo distinguir las diferencias de las diástoles y de las sístoles del corazón de aquel hombre.
Familiares y amigos íntimos decretaron una celebración para el día del alumbramiento. Paredes blancas y ambientes asépticos. Gorros y batas impolutas inspiran confianza asociada al conocimiento científico y tecnológico. Osvaldo no parece ansioso. Luce tranquilo y alegre. Recibe abrazos y besos y buenos augurios. Todo saldrá bien, le reitera su amiga Alicia, con su tono de pitonisa. ¿Como llamarán a la niña? Igual que la madre: Isabel.
-¡Ya traen a Isabel y a la nena! Gritó una de las mujeres. Osvaldo se adelantó para recibirlas y las vio pasar muy pegadas a él, en una cama de hospital rodante, y sintió la mirada dulce de su joven mujer que llevaba enroscada como un caracol a su pecho a aquella otra diminuta mujer que sonreía sin abrir sus ojos.
Ya instalados en aquella habitación, el se dobló sobre su mujer y besó sus labios y algo dijo como un susurro que ella premió con una sonrisa, conminándolo a tomar en sus brazos a la hija. El dirigió sus ojos a una enfermera implorando ayuda que ésta correspondió tomando a la niña e indicándole a él como debía posicionar sus brazos para acunar en ellos a su hija.
La pequeña Isabel, imperturbable, mantuvo su sonrisa de recién nacida feliz pero Osvaldo estaba absorto, hipnotizado por una fuerza lejana, muy distante desde donde vendrían, inexorables, todas las instrucciones futuras.
Sorpresivamente, sendas lágrimas comenzaron a rodar desde los ojos del emocionado padre y entonces, él mismo, con delicadeza, devolvió su hija al regazo de la madre. Se retiró algunos pasos de la cama e introdujo la mano en uno de sus bolsillos y extrajo la lámina plástica con la imagen de su hija. La estrujó, se la introdujo en la boca y, sin dejar de llorar, comenzó a masticarla.
José Lagardera
Santa Ana de Coro
31/10/03
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