Le quise jugar una pesada broma a mi hijo, algo enfadado con él por ciertas irrespetuosidades que se había permitido conmigo. Para ello, improvisé al vuelo una cruel estratagema, contuve la respiración, inmovilicé mi cuerpo y cuando el se acercó a mi cama, ni un músculo se me movió. –Papá- me remeció. –Papaa- me tocó algo temeroso. Yo nada. Me palpó el cuerpo, puso la mano sobre mi corazón, pero una de las características mías es que casi no se me notan los latidos. -¡Papaaaá!- noté su desesperación y arrepentido, no pude continuar con la jugarreta. Exhalé un profundo suspiro y el muchacho me confesó después que se había asustado a morirse. Más tarde proseguí con mi rutina mas no pude sustraerme a la idea que extrañamente me parecía que había sido un espectador privilegiado de mi propia muerte y durante el transcurso del día me sentí una especie de fantasma que se había levantado de su lecho de muerte y que ahora deambulaba más que nada por simple acostumbramiento. Tanto así que mientras hacía el habitual viaje a pie desde mi hogar hacia mi trabajo, un grupo de personas pasó frente a mí y no dieron señales de haberme visto. Más allá un hombre descargaba tierra desde un camión y cuando yo iba pasando delante suyo, lanzó una paletada que casi me intoxicó. Pero nadie dijo nada, nadie dijo nada. Luego, dos mormones de esos que saludan hasta a las estatuas, me detuvieron y me dijeron que me cuidara. Bueno, mi expresión debe haberles impresionado de veras ya que no todas las mañanas transita un cadáver fresco tan orondo por las calles. Más allá, un quiltro sucio y despeinado, ni siquiera se dio el gusto de lanzarme un ladrido, aumentando mis endiabladas sospechas ya que en estos menesteres, no existe perro que no me dispare la bravata de sus destemplados ladridos. Aún ahora, cuando escribo estas líneas, tengo la sensación de ser un triste fantasma que se siente un poco huérfano, un cadáver insepulto, alguien un poco ajeno a esta existencia alocada ya que no sabe hacia donde irá y que no tiene la menor idea si su cuerpo está siendo velado en alguna parroquia o si sus familiares lo andan buscando desesperadamente para brindarle cristiana sepultura. Y todo por una broma que por el mismo peso de la situación se transformó en un boomerang que regresó para dejarme profundamente meditabundo. Ahora comprendo que no es asunto fácil el fallecerse. Hay que saber afrontar las responsabilidades que conlleva la profesión de muerto y créanme: se requiere vivir toda una vida para lograrlo con cierta dignidad. |