Que salga de mis labios esa sonrisa cariñosa
Los días son tristes. Cuando llueve, o esa lluvia que poco a poco va dando paso a una repentina nieve, me parece que todo se vuelve triste, mi alma derrama ríos de lava que algunas veces sobrepasan los bordes que delimitan el cráter de mi cuerpo, salen al exterior en forma de palabras o hechos incomprensibles, de un infierno en llamas y cuando me quema es entonces que mi volcán ruge. Esos días húmedos, viendo como la niebla baja descontenta, a su aire, de las montañas hacia el llano, cruzando ríos, casas y personas y se introduce en lo más recóndito de nosotros, maltratando el cuerpo con su espesa capa blanca, deslizándose en silencio, escondiendo los misterios que lleva envueltos ,eso me deprime mucho.
Llevo tres años viviendo en este pueblo, adosado al pie de las montañas más altas de la zona. Sus casas tienen los tejados de pizarra, casi siempre cubiertos de nieve y sus chimeneas, con esos blanquecinos humos que salen de sus hogares, son inmortalizadas en postales navideñas que se venden a los turistas de otros lugares más calurosos haciendo contraste con el sol y las dulces playas llenas de palmeras y azuladas aguas transparentes.
Mi vida discurre entre la enseñanza en la escuela pública del pueblo y los días de lectura obligada sentada en un incómodo sillón arrimado a los troncos de un fuego que nunca deja de arder. Unas llamas que siempre hacen por perderse por el largo y oscuro hueco de la chimenea y donde yo pierdo también la mirada muchas veces, viendo si de verdad aquellas siluetas incandescentes consiguen escapar de una vez y así poder seguirlas, ir en busca de algo más alegre, algo que me haga sentir llena, porque me siento vacía en este lugar tan inhóspito, tan frío y triste...
...un día como este es imposible desplazarse hasta la escuela. Llamaré por teléfono a los padres diciéndoles que hoy no va ha haber colegio. Creo lo entenderán, es lo más lógico viendo como la nieve deposita sus copos cada vez más grandes sobre el pueblo, sobre los caminos y sobre las altas montañas. Achicaré un poco el fuego y deleitaré mi libro preferido, sentada en el sillón, mientras espero la posibilidad de que por la tarde pueda ir a dar clases.
Alguien llama a mi puerta, el sonido de unos suaves golpes me han devuelto a la realidad entre la lectura abandonada de mi libro y los colores azulados y rojizos de las llamas buscando abrirse camino entre el humo que se pierde fuera de la casa de este fuego voraz que no llega a atenazar mi persona, todo lo contrario, la estimula para seguir luchando por llenar ese vacío que una tanto desea se cumpla.
Nadie aparece en la entrada de la puerta al abrirla, ninguna persona yace allí quieta esperando pasar al interior, que sienta el calor del fuego y se sacuda la nieve que lleva encima. He mirado un poco más afuera, a los lados del porche también y no he visto indicios de haber venido alguien y llamar a mi puerta, ni siquiera pisadas en la nieve se dibujan. Aquí no se ha acercado nadie en muchas horas. Yo he sentido esos golpes en la puerta y de ello estoy segura.
Me aseguro que la puerta quede bien cerrada y vuelvo a mis inquietudes delante del fuego, busco el punto donde había dejado la lectura en el libro y prosigo dulcemente con más poemas de Verlaine, es mi poeta favorito y siempre he deseado llenarme de versos el cuerpo, siento estar delante de él y oír como salen de su boca al recitarlos. Busco esos momentos desesperadamente, es lo único que me aparta de la soledad y amargura de todos aquellos inverosímiles días en los cuales, y no sé la causa del porqué, decidí venir como sustituta a enseñar en este pueblo. Puede que me convenciera más eso de cambiar de aires por lo bien que a veces sienta cuando pasamos momentos de angustia o momentos de ansiedad. Aquí estoy yo con un cabreo enorme por no haber acertado en saber si lo que en realidad deseaba era esto.
Oigo unos pasos a mi espalda y me giro, no, no hay nadie; serán imaginaciones mías, pero estoy inquieta. Decido encender alguna luz y volver a achicar el fuego que casi se está apagando. No me queda más leña y he de salir afuera en busca de algunos troncos. La nieve sigue cayendo cada vez con más fuerza y me apresuro en recoger esos troncos y llevarlos adentro. Me he quedado paralizada al acercarme a la chimenea, los troncos que llevaba en mis manos han caído al suelo, mi corazón late con fuerza y mis ojos están fijos en el sillón que me siento para leer.
-¡No puede ser!-,muevo la cabeza varias veces y sigo atónita. El corazón ahora late con toda su fuerza, las manos me tiemblan, el cuerpo me flaquea.
-Hola-me dice una voz igual a la mía, una persona, sentada en mi sillón, también igual a mí. En sus manos tiene el libro de poemas. Miro a la chimenea y las llamas se ha reavivado, unos troncos grandes han hecho surgir otra vez esas llamas que siguen queriéndose ir por el oscuro agujero hacia el exterior. La luz que había encendido está apagada y por la ventana entra una claridad enorme, y cuando miro veo que ha dejado de nevar; las calles están secas, sin nieve, sin niebla que roce los cuerpos de las personas. Las montañas están sin el manto blanco de cada invierno y el trinar de los pájaros se acerca cada vez más a mis oídos. Retorno la mirada donde está esa persona y el fuego ha desaparecido y en su lugar hay una bonita cesta con flores secas, las que coloco cada vez que se acerca el verano porque el calor del fuego ya no es imprescindible. Algunos vehículos pasan levantado algo de polvo y empiezan las personas a transitar por la calle, oigo los críos yendo a la escuela, mi escuela y yo estoy aquí perpleja, sin saber que hacer y con mi cuerpo paralizado. La persona, que sigue en mi sillón, me mira con una sonrisa en los labios muy cariñosa. Me noto el cuerpo diferente, parece que mi tristeza haya desaparecido por momentos; lo he notado nada más ver esa sonrisa en los labios de la otra persona, la otra que es como yo.-¿Qué hago?-me pregunto. No puedo moverme, estoy petrificada en este lugar desde hace varios minutos, quiero mover las manos y no puedo, ni los pies son capaces de dar un paso. El corazón sigue latiendo con fuerza todavía. Ahora se levanta esa persona de-mi sillón- y se dirige a la puerta, primero deja el libro sobre la mesita que hay junto al la chimenea, y la abre, un sol radiante me da en la espalda, intento girarme y ya puedo. Los rayos del sol me dan de lleno en los ojos y subo la mano para protegerme. Todo mi cuerpo empieza a moverse, ya puedo dar unos pasos. La puerta se cierra. Sigo de pie en el mismo lugar, sólo que unos pasos más adelante en el intento de ir hacia la salida, cosa que no hago al ver como la puerta se cerraba y desparecía esa persona. No late mi corazón con fuerza, lo noto. Me agacho a recoger los troncos que habían caído y los acerco a la chimenea.
El fuego está a punto de apagarse. Pongo unos cuantos troncos para que prendan. Me siento en mi sillón y cojo el libro para seguir leyendo los poemas de Verlaine, esos versos que me llenan el cuerpo, esos versos que quiero oír recitar algún día...que salga de mis labios esa sonrisa cariñosa que tanto deseo...Sigue nevando con fuerza. Las llamas del resurgido fuego no se detienen en su lucha por buscar la salida, sigo triste por este día y por todos los que llevo aquí...escucho unos pasos en la nieve que se alejan cada vez más...siento los versos como penetran en mi cuerpo.
®Manuel Muñoz García-08-2002
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