En el 2004 conocí a Salomé. ¡Pobre mujer…! Había quedado sola, al cuidado de cinco hijos que de no ser por ella hubiesen muerto devorados por el hambre. Cuando fue abandonada tenía 42 años, jamás había terminado la secundaria, sus niños aún estaban en la escuela y, no contaba con ningún patrimonio excepto sus propias manos. Obligada por el destino tuvo que emplearse como ama de casa, sufriendo múltiples humillaciones por los que se creen amos y señores del universo. Hasta entonces ya conocía los hábitos, gustos y problemas de un sin número de familias de “la gente de alcurnia”. De algunas, guardaba buenos recuerdos, mientras que de otras ni mencionarlas quería. Callaba y bajaba su triste mirada como queriendo desahogarse en llanto.
Eran cerca de la seis de la tarde de un lunes de verano. El sol se despedía lentamente soltando sus últimos rayos dorados. El viento a su vez parecía enojado, pues era tanta su fuerza que nubes de polvo levantaba para cercar las calles. Todas las puertas de la ciudad estaban cerradas. Los automóviles que iban y venían como relámpagos cual si fuesen los últimos días de su existencia provocaban un ruido ensordecedor e insoportable. Los árboles parecían arrancarse desde sus raíces. Sentada en la vereda y recostada contra la pared de una calle angosta, a unos pocos pasos del parque “Las Musas” me choqué con una mujer. Gotas gruesas y saladas caían bruscamente por su rostro enmohecido. Sus labios resecos, sus agotados brazos y el cabello despeinado conjugaban penosamente con el vestido descolorido que hace dos años lo había comprado con tanto esfuerzo (Lo usaba casi todos los días, no porque le gustase tanto sino porque era el único que mejor se veía). Sus grandes ojos habían perdido su color original para teñirse de púrpura y estaba a punto de lloriquear. Toda su piel quemaba que no me atrevía ni a tocarla, pues pensaba que la iba a lastimar.
En un principio sintió un poco de temor al verme tan cerca, pero mi voz amable y mi actitud caritativa muy pronto la tranquilizaron. Le pregunté si se sentía bien . Por un momento me sentí tan tonto. ¿Cómo podría haber hecho esa pregunta?, era obvio que la mujer estaba enferma y necesitaba ir a un hospital para ser tratada. Me miró como quejándose, pero no me contestó nada. Le pregunté por su nombre, ¿dónde vivía?, ¿quiénes eran sus familiares? Le hice todas preguntas que fluían por mi cabeza, ansioso de obtener respuestas inmediatas.
Un enorme silencio recorrió la ciudad. El viento ya no soplaba, los carros se habían detenido. Una quietud interminable se acercaba y oprimía mi pecho hasta dejarme sin voz. Esa mirada……. Llena de dolor penetró en mis retinas dejando en jaque todos mis sentidos. Ni un corazón de mármol se hubiese resistido ante tan conmovedora escena. Me sentí herido. Los sufrimientos de aquella mujer desde entonces se convirtieron en los míos. De pronto el tono de sus palabras me estremecieron: ¡Saloméeee! ¡Saloméeee!. Era su nombre sin duda, la mujer que acababa de conocer se llamaba Salomé.
Vivía en una pequeña casucha de adobe con techo de caña y barro, ubicada en La Unión (Centro Poblado del Distrito de Pomalca a pocos kilómetros de la “Capital de la Amistad” Chiclayo). Casi todos sus vecinos al igual que ella provenían de la sierra o de la selva y formaban un buen cuadro de sobrevivientes en extrema pobreza. En 1995 cuando aún vivía con su esposo inmigraron desde un caserío de la parte alta de la provincia de Utcubamba de la Región Amazonas con la ilusión de encontrar mayores oportunidades para darles una buena educación a sus pequeñuelos. Por la recomendación de un familiar su esposo obtuvo un puesto de trabajo en una fábrica de enlatados. Los meses pasaban y al parecer todo marchaba bien. Para ese entonces las esperanzas del éxito eran alentadoras. Pero como si los pobres estuviesen condenados al sufrimiento, llegó la desgracia. Su esposo perdió el trabajo y después de tanto buscar sin encontrar éxito, se marchó un día, sin dar explicaciones.
Ya habían pasado 10 años y la situación no mejoraba. Sus hijos mayores al no poder continuar con sus estudios emigraron a otras ciudades en busca de trabajo. Casi nada sabía de ellos.
Hacía dos meses que le había dado una fuerte gripe. Su patrón en vez de apoyarle con su medicina la había despedido del trabajo, a pesar de las súplicas de la infortunada Salomé.
La situación había empeorado. Las cuentas de la bodega, del mercado, de los servicios básicos se habían incrementado, por lo que le estaban cerrando el crédito. Tenía que encontrar trabajo a como de lugar.
Había salido de su casa desde muy temprano decidida a no regresar con las manos vacías. Ya había recorrido, sin probar bocado en todo el santo día, todas las urbanizaciones de la Ciudad de Chiclayo. Penosamente y con rabia la escuchaba decir que por su edad la habían rechazado una y otra vez. Los trabajos estaban reservados solamente para señoritas de buena presencia y con cama adentro. Salomé no reunía tales condiciones…, pero jamás se rendiría.
Compadecido le sugerí que regresase a su casa, que era demasiado tarde y podrían las calles ser peligrosas para ella. Además le recordé que su salud no se veía nada bien. Pero, lo que obtuve por respuesta, me conmovió aún más. En su rostro desencajado empezó a brillar aquellos ojos que en su juventud inspiraron miles de piropos de jóvenes enamorados. Se le fue el cansancio y con gran optimismo me dejó entrever que el trabajo era lo que más le importaba en ese momento. Cogió su bolso y agradeciendo mi solidaridad, desapareció por entre la gente.
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