Inocencia Interrumpida
En uno de esos días normales, rodeado de gente normal, víctima de lo cotidiano, atravesaba uno de los conocidos parques de esta villa. Nada hacía presagiar que quizá uno de esos fugaces momentos me calaría tan hondo. Sumido pues, en la conversación que mantenía con un amigo que venía conmigo, caminando sin rumbo y sin enterarme de nada, veo que mi acompañante sonríe y esbozando una ligera e inocente carcajada, señala unos metros más hacia delante. Levanto la cabeza y a tan sólo unos metros de mí, veo un niño pequeño, de alrededor de unos 5 años, lleno de barro hasta los ojos, quedarse mirando y diciendo a su madre, “¡mira mamá mira, es superman, es superman!” (en fin, avatares de la moda de hoy ). Aquel niño no parecía darse cuenta de que su madre le había dado un tremendo azote por ensuciarse tanto la ropa de los domingos y le estaba cayendo una soberana regañina. Estaba siendo arrastrado literalmente por su madre, pero daba igual, ¡estaba viendo a superman!
Ese preciso y rutilante momento sirvió para que por momentos, y de forma estancada, me viniesen fotogramas mentales de frases y escenas de tiempos pasados. Restos de unas sensaciones en mí extinguidas, tan refrescantes y tan necesarias como el olor a mar al abrir la ventana de mi cuarto. Recuerdos y sensaciones pobladoras al fin y al cabo, de ese área tan inexplorada de lo humano como es región del optimismo y felicidad. De la inocencia de un niño. Aquel inocente niño, no podría imaginarse ni en un millón de vidas, lo que esos exageradamente abiertos ojos azules me estaban mostrando, en tan sólo unos segundos. O bien, lo que yo creía, o estaba queriendo ver en ese tiempo.
Entre los restos de esa inocencia perdida, ante mis ojos, restos de recuerdos de domingos de pesca, de las tardes jugando en el patio con la perra del vecino, protagonista de la larga historia de porqué los cánidos siempre han sido el mejor amigo del hombre. Entre los restos de las tardes de sol de los cercanos años 90, entre los recuerdos de esos amigos interminables en esas tardes de parque infinitas. Entre los restos de las partidas a las chapas, al escondite, de mil y un juegos conocidos e inventados. Entre los recuerdos de una era en que todo era más liviano e impasibles e insolentes, creíamos que nunca cambiaríamos.
Que ilusos éramos, ignorábamos el inescrutable paso del tiempo, como salmones contra corriente, luchábamos por algo que nos sabíamos imposible, pero he ahí la estupidez y magnificencia del ser humano. Bendito tesoro, la inocencia, inocencia para seguir libre de mente y presiones.
Aprendamos de los niños, aprendamos de un tiempo, en que todo bastaba y las barreras no existían. Hagamos un mundo de niños entre un universo de hombres. Un mundo en que los hombres crezcan para ser niños, en que el tiempo se detenga y la primavera nos revele la explosión de nuestro sentir, donde se cambien armas por flores, te odio por te quiero, despedido por contratado y el te hecho de menos por gracias por venir. Un mundo de sensaciones extra-sensoriales para una perfecta armonía entre los sentidos.
He decidido caminar hacia mi infancia, viviendo entre los recuerdos y el presente, junto a mis inescrutables compañeros de viaje, la perra del vecino (ahora mi perra), las chapas, la bici, las clases de natación y las infinitas tardes de parque en una primavera emocionalmente duradera. Guiños hacia una realidad soluble y plastificadamente irreal, como nuestro puñado de viejas fotos de la vieja caja de galletas.
Fdo
Javi Miramontes
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