Una mañana, junto a la ventana abierta del desván, sintiendo en su rostro la brisa húmeda de la mañana y escuchando el trinar alegre de los pájaros que habitaban en los árboles del parque; deseó ser libre. El hastío de su vida era una burla a su existencia. Preso entre cuatro paredes flanqueadas por el miedo de la cobardía, le habían forjado un carácter huraño, arisco y esquivo.
Sus ojos, verdes como esmeraldas, se alzaron atraídos por una bandada de pájaros. Reposó su pequeño cuerpo en el alféizar de la ventana, para poder contemplar los trazos que dibujaban, figuras llenas de vida, en el celeste cielo. Empinado, estirando su cuerpo al máximo para observar el último pliegue de aleteos que se ocultaba tras los tejados, se inclinaba cada vez más sobre el vacío.
Un lánguido sonido, ondulante lamento como la nota perdida de un saxofón, salió de su garganta cuando, al bajar la mirada, encontró la razón para su huída. Allí estaba ella, caminando despacio, seductora, atractiva, sensual, vistiendo con cada rayo de luz su pelo dorado.
Atraído por su pasión comenzó el último viaje, un último tránsito por su desdichado destino. Su corazón se desbocó como un potro salvaje, balanceó su cuerpo hacia delante y pateó su pasado al tiempo que se sintió al fin libre. Ahora era él quien surcaba el aire dibujando con las tinta de sus sueños la silueta de un adiós.
Ella lo vio caer, encogió su cuerpo en un intento de acallar su temor, se quedó quieta, paralizada por el miedo, segundos que se hicieron eternos hasta contemplar, justo frente a ella, como el suelo se convertía en el punto final de su desdicha.
Sólo un instante después, desaparecieron los dos corriendo por el parque, jugando entre las flores y escondiéndose tras los setos para disfrutar de su amor.
Y que quieren que les diga, los gatos son así.
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