Mi abuela fue una mujer alta, de curvas voluminosas, cabello largo y espeso, más negro que la noche. Una mujer con una inteligencia palpable en sus ojos tormentosos y un cinismo radiante en su sonrisa. Mi abuelo la amaba desesperadamente como se ama lo que no nos pertenece. Porque ella no era de este mundo, o al menos no lo parecía. Intuyo que de alguna manera extraña amó a mi abuelo. Casi siempre que se encontraban juntos en eventos sociables ella estaba altiva, con la cabeza muy alta, los hombros rectos y un desdén líquido en su mirada. Cuando estaban en la casa su mirada seguía llena de desdén, sin embargo, su cuerpo estaba relajado, incluso cómodo, aunque no creo que ella se haya sentido alguna vez cómoda en su piel. En su casa, ella se sentaba junto al fuego a leer de todo un poco: Dostoyevski, era uno de sus preferidos y las obras de la posguerra como lo eran La ciociara de Alberto Moravia o La historia de Elsa Morante. Esas últimas en especial ponía un dejo de tristeza en su mirada que se perdía entre las letras. Eran historias que ella conocía muy bien porque las había visto en las carnes de sus compatriotas. En su familia no fue tan difícil, pues era una familia adinerada por el trabajo de unos antepasados arduos y nobles. Incluso así, se vieron minados durante los años que duró la guerra. No estoy muy seguro de la relación entre mis abuelos, solo puedo decirles como empezó y por qué. Amé a mi abuela con toda mi alma. Era una mujer preciosa y tan diferente de mi abuelo. Él era un hombre gracioso, de sonrisa fácil, humor ligero, siempre dispuesto a dialogar con quien tuviera el tiempo y la disposición. Mi abuela, por otro lado, era una mujer tiesa, un tanto fría que me sonreía cuando nadie podía verla, me guiñaba el ojo dándome de las galletas que escondía por la casa para que el abuelo no las encontrara, ya que aparte de tener diabetes tenía un obsesión terrible por los dulces que lo había llevado al hospital dos veces en su vida. Debajo de esa expresión fría, de esa armadura cínica había un calor nato y un cariño innagotable.
Volviendo a la historia... Era sábado y como todos los sábados había ido a quedarme con mis abuelos en lo que mi madre iba a la universidad, estaba haciendo su post-doctorado en “Literatura italiana de la Segunda Guerra Mundial”, yo tenía diez años y era el mayor de los nietos. Recuerdo que era abril de 1990 y mi abuelo me tenía en sus rodillas susurrándome, y como todos los días mi abuela protestaba desde su sillón de espalda alta: “No le cuentes esas boberías románticas al niño. Harías mejor en narrarle algo de Dostoyevski, algo realista como Un árbol de Noel y una boda. Eduardo, no escuches al viejo loco de tu abuelo.” Pero el abuelo y yo la ignorabamos con una sonrisa felina y el comenzaba donde había dejado la historia el sábado anterior...
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