Cuando me di cuenta de que estaba perdida, el frío dejó de cortar las caras de los osados que, valientes, se arrojaban a las aceras. La calor dejó de hacerse notar en el vibrante y latiente músculo. Y las lágrimas se resignaron a emanciparse de los órganos que permiten ver.
Una sombre se sentó a mi lado en un banco, y me preguntó . Empezó a sobrarme cuerpo, pues retorné a una infancia lejana, en la que solo me sentía segura si lo que me rodeaba eran las caras conocidas a las que vincularme.
De nada me sirvió que, en esta existencia, se me considerara una persona adulta, capaz de sobrevivir por mí misma, con permiso para poder ir a votar, con la capacidad de tomar decisones sin los consejos de los que dicen quererme.
Más sola que la soledad, pues por lo menos ella tiene a alguien, no pude contestar a la sombra aquella, quien se evaporó ante mi silencio ignorante.

Una voz surgió de mis entrañas... Cantando una de esas canciones de rock que siempre sonaban en el hogar que había creado para sentirme cobijada : .

Volví a sentirme bien vestida en mi cuerpo, crecí hasta no ver arrugas ni pliegues de piel. Una fuerza se arremolinó en mi estómago creando huracanes dónde antes solo existía desolación y pude gritarle al mundo todo lo que a nadie le interesa saber: que todos tenemos a un alguien dentro al que matamos por ser sobrehumano. Alguien que vive nuestras mismas experiencias encadenado y tapiado por lo que tenemos que ser frente a una vida que no nos permite mostrar las emociones más viscerales.

Seguí sentada en el banco, ésta vez sola. Aún me sentía sola y perdida, pero había ganado algo: podía sentir el frío, y notar calidez.
No temía qué sucediera, pues ya podía actuar.
No buscaba caminos, pues comprendí que cualquier camino podía sí ser el correcto.
Y no temía a las personas, pues supe que en ellas habían seres a los que liberar de de sus tapias y silencios.