Try
Marcos tomó la ovalada con seguridad, en situación defensiva. Los contrincantes atacaban. Él revoleó la pelota demasiado alto, pretendió que coincidiera con su pie para lanzarla afuera y despejar el peligro; pero, para su lamento, le dio con la tibia y el peroné, y el balón hizo una parábola muy débil y no salió de juego. Un adversario lo robó, corrió hasta la línea del ingoal y apoyó la pelota. ¡Try!
Los conocedores del rugby saben que esta jugada es pésima, por cuanto le regala al adversario unos tantos fáciles. Eso fue todo, una mala jugada; pero Marcos nunca pensó que esa desafortunada patada pudiera tener la trascendencia que tuvo en su vida.
Así es. El muchacho tenía quince años y se había entusiasmado con este deporte. Al terminar el partido, los compañeros, al verlo medio tristón, lo alentaron para que no se preocupara por su mala actuación. De pronto, se acercó uno de los asistentes del entrenador, un hombre de unos cincuenta años o más, prolijamente aliñado, delgado, entrado en canas, con un bigote bien rasurado, ojos celestes brillosos, barba afeitada con prolijidad, saco escocés, pantalón gris recién planchado, mocasines marrones como de lustrado espejo. El hombre brillaba; se puso frente a un Marcos sucio de barro, desanimado, con ganas de verter una lágrima. El señor dijo:
—Pibe ¿vos tenés alguna enfermedad?
—No, no —alcanzó a responder el joven.
Ese mediodía de domingo, Marcos, luego de tomar un baño, se fue a su casa, sin intervenir en el clásico tercer tiempo, que es tradicional en este deporte; es un refrigerio de camaradería entre los jugadores de ambos bandos, con familiares y entrenadores. Llegó a su casa, su madre lo esperaba para el almuerzo. No hablaron casi nada y se fue a su dormitorio. Luego, llegó su hermano, diez años mayor. Tenía ganas de contarle su desazón, pero no se animó; siempre la política era la dinámica del primogénito de la familia.
Desde aquel acontecimiento, no apareció más por las canchas de rugby, y trataba de desviarse cuando algún conocido de ese ambiente se le acercaba. Después de un tiempo, como actividad escolar, practicó basketball; lo hacía con mucha inseguridad, porque se desarrollaba en el mismo club que el rugby. No podía ser de otra manera, ya que esta entidad quedaba a pocas cuadras de su casa. Además, los pocos amigos que tenía se reunían allí para charlar. Todo ocurría allí; se parecía más a un club con pueblo que a un pueblo con club.
De vez en cuando, se cruzaba con el hombre de los ojos celestes. Marcos pensaba que éste se reía cuando lo veía. Las pulsaciones del organismo del joven se alteraban, sentía que estaba marcado. Todos los domingos, a las ocho de la noche, se efectuaba una reunión social, con baile incluido, adonde asistían socios de todas las edades. Él empezaba a concurrir, pero, otra vez, tomando una gaseosa en la barra, estaba aquél, su sombra, que jaraneaba con otros congéneres; Marcos estaba convencido de que se burlaban de él. Dejó de ir al club, se volvió un solitario. Caminaba por la plaza, frente a la iglesia, veía pasar a las chicas del barrio y se embelesaba con una de ellas, Lucila, la de sus sueños. Otra carga para su alma, historia de otro costal... Cumplido los dieciséis años, afortunadamente había terminado el bachillerato sin mayores dificultades. Un domingo de sol radiante y brisa suave, temprano, se puso las zapatillas blancas, el pantalón con elástico ─el de basket─ la camisa blanca de mangas largas, abotonada, y pensó en darse una vuelta por el club. Entró. La cancha de rugby estaba a la derecha; a la izquierda, las de fútbol. Giró hacia ellas al advertir que, en las de su deporte ahora aborrecido, estaban sus ex compañeros por empezar un partido de pretemporada, un amistoso. De pronto, sintió unos gritos potentes:
—¡Marquitoooooooo, nos falta uno!
No dudó: se dirigían a él. Observó su ropa: nada tenía que ver con la que se usa en el rugby; tal vez, lo más anormal eran las zapatillas, de lona, inadecuadas bajo todo concepto. Sin embargo, se alistó con una sonrisa. No hubo más palabras que: “Jugás de wing forward”, en la voz del presumible capitán del equipo. A Marcos se le cruzó por la mente, cuando comenzó el juego, el hombre de ojos celestes; sin embargo, al tomar la pelota por primera vez, desapareció toda perturbación, y corrió por toda la cancha como un profesional. Fue una maquinita: realizó varias jugadas no ortodoxas, las cuales determinaron que hiciera todos los tantos. Al finalizar el encuentro, se acercaron sus viejos compañeros, lo felicitaron y le pidieron que fuese a las prácticas; en fin, que volviera. Había pocos espectadores. Con su mirada recorrió a la concurrencia: no estaba aquel sujeto, el de los ojos celestes. Después de ducharse tuvo que ponerse la misma ropa con la que había jugado. La suela de la zapatilla derecha estaba parcialmente despegada, es decir, a punto de ser incalzable; por lo tanto, las cuadras que tuvo que recorrer hasta su casa las hizo arrastrando el pie.
Pasó un año desde este acontecimiento. Su seguridad era diferente. El aprendizaje con buenos técnicos determinó que un día lo llamaran de la comisión directiva y le informaran que habían decidido incluirlo en la máxima división, dado que el titular se había lesionado. El domingo de su debut, el tener como compañeros a jóvenes diez años mayores que él, y muy experimentados, lo presionó tanto que, al entrar a la cancha, sintió una desazón que le hizo recordar al hombre de los ojos celestes; sentía un desasosiego mayúsculo. Sin embargo, su juego fue impecable, y sus compañeros y el entrenador decidieron dejarlo como titular.
Marcos empezó a moverse con una certeza poco común para su edad. Ahora, sus amigos eran esos mayores del pueblo, con los cuales se juntaba en cafetines y en los restaurantes conocidos de la ciudad. Tenía diecisiete años, se sentía un triunfador; sólo faltaba que aquella mujercita, Lucila, vecina suya, aceptara ser su novia.
Una tarde, reunido con los nuevos amigos, que sabían de su enternecido amor, invitaron a la mesa a aquél hombre de los ojos celestes. El capitán del equipo se acercó y le dijo en voz baja:
—Marcos, tenés suerte: éste es el padre de Lucila.
El muchacho se quedó atónito, desencajado, mientras este personaje exultante, lleno de sabidurías baratas ─ésas de segunda mano, que son muy comunes en estos pueblos─ alardeaba de sus viejos triunfos deportivos, incluyendo su condición de atleta olímpico. Marcos no podía creer que ese hombre fuera el progenitor de su sueño imposible. Estaba tan irritado que, dando todo por perdido, increpó a Julián y le dijo:
—Me va a perdonar, Julián, que lo interrumpa, pero me voy al médico para ver si me descubre la enfermedad que usted me diagnosticó un tiempo atrás.
Sin despedirse de nadie, se retiró, muy fastidiado. Su gran ilusión la consideró terminada después de este acontecimiento.
En un atardecer, con el sol poniéndose tras unas tenues nubes rojizas, estaba Marcos frente a su naranjo. Por hechos del azar, había podido comprobar que el fulano que lo había maltratado no era el padre de la niña de sus amores. Todo había sido una pesada broma de sus compañeros de equipo. El verdadero padre de Lucila era un viejo deportista del club y, como tal, alentaba a todos los jóvenes, incluido Marcos.
Este descubrimiento le provocó un renacer de sus esperanzas. En una ocasión, después de un reñido partido en el que perdieron, se acercó Raúl, el padre de Lucila, y le dijo:
—Marcos, fuiste el único que puso todo el coraje.
Se volvió a sentir un triunfador. “Éste es un buen hombre. La suerte está de mi lado”.
Pero no; Lucila nunca fue su novia.
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