Para Ruth Abello, quien gusta de libertades, ciencias, ficciones y "epicidades", en ocasión de su natalicio.
Yo, Tirano
Yo, que domé los fuegos de Aldebarán,
que aplasté la insurrección de Antares,
que soñé la conquista de Betelgueuse,
sucumbí a los encantos de Ajbdulcitth.
Mi mano, que arrolló mundos
y gobernó con puño viril
las regiones más ardientes de Khraa,
tiembla ante el contacto de Ajbdulcitth.
Yo, que fui tirano de Galaxias,
horror infinito de estos cielos vacíos,
exilié mi semilla a la árida e infame Tierra...
Por el terror de la esclavitud,
que, junto con el tiempo —y el hastío—,
Ajbdulcitth me brindó.
Dos circunstancias determinaron que tomáramos de empleado a Antoine.
La primera, que el día previo renunciara Francisco. El ventajero de Francisco, quien, además de robarnos latas de conserva y trabajar a desgano, solía echarnos unas miraditas que denotaban que se creía más inteligente que nosotros. Con la miseria que podíamos pagarle, no dimos gran importancia a la ausencia ocasional de un par de paquetes, o latas.
La segunda, acaso la más azarosa e imprevista por mí, fue la simpatía que le inspiró el muchacho instantáneamente a Victoria. Y cuando ella dice algo, no existe nada que pueda hacer que cambie su opinión. —Mujer al fin y al cabo—.
Así fue que Antoine se convirtió en nuestro empleado. Y rápidamente se transformó en parte integrante de nuestra vida cotidiana. De una forma u otra, todas nuestras charlas giraban en torno a él: Antoine y sus ojos enormes. Antoine y su mirada extraña, Antoine y su andar en exceso desgarbado. Antoine y sus silencios.
Era un muchacho raro, de poco hablar, pero que trabajaba como hormiga, infatigable.
Muchas tardes, tomando mate con él, bajo el sauce llorón que está frente al galpón que utilizamos de depósito, me pregunté si no fuera en efecto infatigable. Lo miraba, y parecía una hormiga... Victoria llegó a burlarse — Lo que pasa es que es más joven, mucho más joven que vos... — dijo, transformada en sonrisa llena de dientes...
Aparentaba tener unos veinte años, es verdad, pero su mirada parecía de viejo.
Pasaron muchos meses, durante los que fuimos descubriendo que vivía en una pensión no lejos del local, que no tenía novia, ni una mujer equis a la que frecuentar. Y que a pesar de ser en extremo cortés e inteligente tampoco tenía amistades cercanas.
Estábamos en este nivel de conocimiento de Antoine cuando comenzaron los saqueos.
Al principio, fueron un rumor: hoy el hambre es en Rosario, se decía. Y allí eran los saqueos.
Hoy en Berisso, y en Berisso eran.
Si (el ya polvo y huesos) Orlando Terán dijera —"Hoy, en Natdul"— acaso fuese...
En eso pensaba en uno de aquellos días, cuando encontré la mirada de "ojos no verdes, pero parecido", de Antoine, que recitaba
" Llamas sobre Natdul,
arden las blancas murallas.
Arden las casas, los bosques, los libros.
Arden hasta las aguas."
Me incomodó la coincidencia exacta de nuestro pensamiento. Una palabra sin sentido acuñé para ese saber sin pensar de Antoine: "penetrancia". Supongo que el pensamiento, tomado como la sumatoria de la actividad mental, tiene una naturaleza ondulatoria, y como tal afecta campos similares, con efectos de resonancia. Tal vez la lectura de la mente no sea más que una reorientación electromagnética del flujo de iones implicados en la sinapsis. No soy experto en lingüística, pero un almacenero argentino es por lo general, toda una autoridad en metafísica, biofísica y neologismos.
Vienen, dijo, una mañana.
Eventualmente, llegaron.
Hambre extraño el que tenían: se llevaban las bebidas, los panes dulces, confites y budines, aparatos y -pocas- herramientas. Recuerdo algunos rostros que iban sin capuchas, recuerdo sus rostros bestiales, su risa grotesca, su satisfacción basada en el hecho de arruinarme. En cierto momento empujaron a Antoine. Yo vi la transformación que se suscitó en él. Se levantó, hidalgo, y con una energía que me llamó la atención golpeó a dos o tres atacantes. Se ensañó con uno en particular, al cual arrojó dos o tres metros hacia atrás, yendo a caer encima de las latas de tomate.
Esa misma mañana había yo acomodado las latas de tomate, mientras pensaba en la atmósfera opresiva que se vivía por aquellos días de finales del 2001. "2001, Odisea argentina". Otros tiempos, más inocentes con toda su brutalidad y miseria, que éstos que vivimos ahora, aunque no soy de los que creen que todo tiempo pasado haya sido mejor, pues eso es lo mismo que bajar los brazos ya que sin importar nada el futuro será una porquería. Aunque a mí ya no me importan, ni éstos, ni aquellos: quizás yo era diferente entonces, y por eso, esos tiempos eran otros. Tiempos en los que, por estar inmerso en un trabajo rutinario, en un matrimonio, en una sociedad demoautoritaria, estaba aún en la búsqueda de un guiño de la libertad; En la enamorada búsqueda de la íntima belleza del sentido de la libertad...
El saqueador sacó un arma mientras se levantaba del piso, entre un caos de latas de tomates. Disparó varias veces. Y se fue.
Lo detuvieron días después. Era Francisco. No nos sorprendió a Victoria o a mí. Pertenecía a una de esas sectas de loquitos contradictorios que creen que para crear un mundo mejor hay que eliminar lo viejo; de ser necesario, personas incluidas. Boludos funcionales a los "incorregibles" que mueven los hilos de la historia acá.
La sangre manaba abundante desde Antoine hacia el mundo. Una sangre extraña, no pude precisar por qué.
Él me contestó, leyendo quizás mi pensamiento —Es que no soy del barrio, precisamente.— Sabía que se moría. Me dio instrucciones precisas, tanto que obtuve los datos de la civilización a la que pertenecía.
Antoine era el último de una especie antiquísima. Se llamaban a sí mismos los Primeros, los Principales o los Primordiales. En el universo, simplemente los llaman "Los I". Aparentemente eran como hormigas, incansables, e imperialistas a una escala galáctica.
Según entendí leyendo los pocos documentos que me dejaron conservar, esa raza se dejó morir.
No aspiro aún a comprender eso. Es probable que los estadounidenses, los guardianes del bien y el mal, quienes se adjudicaron la investigación y la posesión de los documentos "por el supremo bien de la democracia y para evitar que caigan en manos equivocadas", lleguen a comprenderlo. Supongo que Antoine no eligió Estados Unidos para vivir, porque Argentina es un país tan ridículo y atípico que aquí su excentricidad no desentonaría.
Pero en aquel momento, en que sostenía a Antoine en mis brazos y lo sabía muriendo, sólo podía caer presa de la desesperación: los pensamientos marchan en un galope maníaco. Son meros impulsos eléctricos. No tienen racionalidad. Uno es sólo títere de los latidos que se confunden y no se sabe si provienen de la cabeza o del corazón. Entonces uno se vuelve un solo latido, y tiene la angustia de la parálisis o la de la agitación convulsivamente estuporosa, ambas posibilidades totalmente improductivas. Los minutos se fugan como arena fina entre los dedos mientras una persona muere. Y se ruega que la siguiente vez que ocurra, uno sepa exactamente qué hacer. Temiendo que la siguiente vez tampoco ese milagro suceda, porque una de las porquerías más grandes que tiene vivir, y a la vez una de las mayores glorias, es que no existen seguridades en ninguna parte. Pero yo, sólo podía en aquellos momentos pensar en qué cosa hacer.
—Nada—me dijo.
A mi lado la gente, con cosas que sacaban de mis góndolas, pasaba. Riendo algunos de ellos...
Entre la impotencia y la rabia, la sorpresa por Antoine no fue tanta.
Recién cuando capté lo inusitado de tener un alienígena bajo mi techo noté que Victoria estaba a mi lado, llorando.
—¿Qué cosa voy a hacer ahora?, tengo que pensar... —me dije, en bancarrota, saqueado y encima con un extraterrestre muerto en mitad de mi negocio. ¿Cómo iba a saber yo que merced a la eficiencia de los cow-boys el último habría de ser el menor de mis problemas? Bueno, es cierto: todo cambió debido a Antoine...
Pero en ese instante yo pensaba o intentaba al menos en cómo acomodar mis cosas, mi mundo...
—Pensar es distraerse del mundo— me dijo, jadeante.
—Pensar es intentar comprender el mundo— le contesté, no demasiado convencido, pero con toda la autoridad que me daba mi carácter de jefe. Justamente él, el reemplazo ideal —que ya ni nos acordábamos de Francisco, ni su imbécil consulta al teléfono celular cada cinco segundos para leer los mensajes de texto que sus aún más imbéciles amigos le escribían (Verdaderas contradicciones de lo que decían ser, galopantes non sequitures.)—venía a retobarse con planteos filosóficos. ¡Como para filosofía estaba yo, siendo almacenero en Argentina, en diciembre del 2001! Y más viniendo de él, un vulgar extraterrestre moribundo en medio del incendio de una nación.
Me miró con sus profundos ojos verdes. Los típicos ojos de Antoine. Su acento se hizo más marcado.
—¿Y qué es el mundo?
Me quedé de piedra, intentando decidir si lo que me pasmaba era su pregunta insolente, su habilidad para dejarme silencioso o mi espantado desconocimiento de la respuesta. Es notorio cómo cosas que creemos sabidas se nos revelan como desconocimiento, cuando intentamos explicarlas.
—Los hombres, son esclavos de las etiquetas —dijo, tomando aliento— Una nación conquistará los planetas de este sistema. Su idioma prevalecerá, y su cultura. Perderán su multiplicidad cultural, pero también así la libertad de ser. Ser, es ser diferente. Pero diferente en sentido profundo, de significado, no de nombre. — su voz se hacía cada vez más débil.
—Los hombres son esclavos de las etiquetas— recalcó— que no son sino herramientas para simplificar el mundo. Tú, por ejemplo, eres jefe, propietario, hijo, padre, marido, deudor, acreedor, y tantas otras cosas. Y es tal la maraña de rótulos, que asustado, abrumado y mojado del miedo, estás realmente inaparente, oculto, debajo de todo eso. Dime, ¿quién eres realmente? ¿El padre? ¿El hijo? ¿El marido? ¿Todos ellos a la vez o ninguno? ¿En qué te diferencias de tus estantes llenos de nombres, de etiquetas?
—El Hombre está sometido a la dictadura de lo semántico, a la dictadura de lo simbólico. Cree en el lenguaje. Cree que es símbolo el mundo que está ahí afuera. Nada más lejos de la "realidad": nada allí afuera en el universo tiene sentido de realidad. Lo que es, no tiene tiempo de jugar a las etiquetas, sino que simplemente, es. Si eso es símbolo de algo más, realmente no lo sé. Agotamos esas discusiones antes incluso de mi llegada a la vida. Ya no nos interesa. Es otra cosa lo que llena nuestra mente ahora: Ajbdulcitth.
Creo que fue entonces cuando murió.
Charlando con Victoria hemos reconstruido esta última declaración de Antoine, más locuaz en su muerte que lo que fuera en su vida con nosotros. Debo confesar que no comprendo aún todo lo que Antoine dijo. Victoria, por ejemplo, pensó que Ajbdulcitth era una mujer...
Su visión es romántica. Cualquier hombre sabe que ninguna mujer puede llenar todos los espacios de una mente masculina, las mismas mujeres lo saben, o sino, ¿Por qué su reclamo de más atención justamente cuando se intenta mirar la final del campeonato del mundo de fútbol? Lo más lejos que una mujer puede llegar en el cerebro masculino es a producir una obsesión y ese, es claramente un nivel de subfuncionamento mental. Ajbdulcitth debía ser más que simplemente una mujer.
Casualmente, conocí el sentido de la obsesión por Ajbdulcitth: Los I descubrieron el carácter impersonal, indiferente del universo. En realidad, ningún adjetivo puede aplicarse a él.
Quisieron escapar de los rótulos, encontrar la libertad. Pero "libre" es también un rótulo.
Al morir Antoine desapareció una cosmogonía completa. Que había degenerado con los siglos, que finalmente no podría tolerar la paradoja de su búsqueda de sentido en todo esto. Que sucumbiría — sonrío (y no sé por qué) al decir esto—, en la desesperada búsqueda de un guiño de Ajbdulcitth. En la enamorada persecución de la íntima belleza de Ajbdulcitth. |