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“Cada uno, cuando crece se va quedando chiquito, vamos dejando pedacitos en lugares distintos, en gente distinta...” Una frase de Esteban Tapia que, en cierta forma, lo describía.
Esteban era un tipo preocupado por su existir, por su razón de ser, y había llegado a formular una teoría sobre la vida.
Él se detuvo ante cada pérdida, voluntaria o no, que sufrió a lo largo de su existencia... A los 15 años, recordaba, pudo notar la pérdida de la infancia... A los 20 se sintió bastante incompleto, tomando mate comprobó la pérdida de su mano derecha, mano que había sido dada a un amigo, que necesitaba ayuda, unos meses antes... A los 30 vio que su corazón tenía algunos problemitas, y sacando cuentas halló la razón... una vez, hace mucho se le partió en dos y entregó la mitad, luego, cada vez que se enamoraba volvía a hacer lo mismo con el resto... obviamente, a los 30 años, ese minúsculo pedazo de corazón tantas veces partido y tantas veces compartido no tenía la fuerza necesaria para bombear tanta sangre... A los 50 había perdido los pelos, la paciencia y un rumbo, una casa gris a la que no tenía el valor de volver.... Para los 60 ya había perdido el empleo y en el camino se le quedaron algunos sueños sin agua ni alimento... Su actitud llegando a los 70 era algo obsesiva, se había sacado la fe ( por el calor, decía ) y la llevaba en la mano. Se sentía cada vez más pequeño. Y para peor de males le regalaron un a nueva pérdida, la de la cordura, que Esteban sumaría a su lista.
Para él (y valga la redundancia) la vida era una sucesión de pérdidas que concluiría, indefectiblemente, con la pérdida de esta; por eso, tal vez, no se asombró al enterarse de su enfermedad, simplemente dijo “Cada uno, cuando crece se va quedando chiquito, vamos dejando pedacitos en lugares distintos, en gente distinta, somos hombres dispersos, como un carretel que se desovilla mientras rueda, dejando tras de sí su razón de ser, y luego es solo un carretel vacío, un estuche.”
Así fue como una mañana, el estuche de Don Esteban no quiso levantarse, y como ocurre en estos casos, velorio mediante, fue sepultado entre llantos y pesares.
Él, aunque suene extraño, había sido un hombre “integro”, y cuando murió no fue poco lo que enterraron, quince personas, a duras penas, pudieron levantar el ataúd del consumido Esteban, nadie podía entenderlo pero pesaba cientos de kilos... abrieron el féretro, pero solo estaba él, flaco, pálido y frío.

Tal vez, los hombres sean, como decía Don Tapia, seres dispersos, y aunque nazcamos solos, pronto nos confundimos con los demás y perdemos los límites. Porque si bien Esteban se había desecho en el camino, en ese mismo trayecto había recolectado muchos mas pedacitos de amigos y de amores.

Texto agregado el 30-10-2003, y leído por 254 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-10-2003 Muy interesante el relato. Dice mucho de tu forma de ver la vida (creo) rithza
 
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