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DE REGRESO

De regreso a casa después de ocho años. El barrio no había cambiado mucho, como sucede en general con todos los barrios de clase media del conurbano. Casas bajas, pintadas de blanco, en su mayoría con ventanas verdes, techos de chapa, algunos de los cuales no arden al rojo vivo cuando el sol del estío ablanda el asfalto, gracias a la sombra benéfica de algún sauce. La cuadra de mi casa, es una típica cuadra estacional. En verano y primavera, la alegría de los chicos jugando al fútbol, con arcos hechos con tachitos sobre la calle, lo que hace que el partido se interrumpa esporádicamente al grito de: ¡auto! Dado por alguno de los arqueros, quienes dominan el panorama del improvisado estadio. Mientras tanto, alguna de las viejas chusma protesta porque interrumpen su siesta. En otoño e invierno, la tristeza melancólica de la llovizna, del barro en las veredas y de las ventanas cerradas para conservar el pobre calor que proveen las viejas salamandras.
Mi regreso había sido favorecido por el bajo presupuesto sanitario. La reducción de gastos que se hacía imprescindible en el hospital neurosiquiátrico, obligó a dar de alta a los pacientes que estuvieran en mejor estado. En mi caso en particular, el alta me fue dada contra la voluntad de mi médico el doctor Casco, quien decía que todavía no estaba preparado, aunque por suerte para mí a él se oponía el Jefe de Sala, cuya postura era favorable a mi libertad.
Entonces, de un día para el otro me encontré ahí, parado frente a la entrada de mi casa, dispuesto a empezar de nuevo. La puerta, descuidada al igual que el resto del frente, estaba un poco hinchada por la humedad. La llave la cambió una vecina, pero tuvieron la precaución de enviar una copia a la dirección de mi forzoso hospedaje, para que me sea entregada en el momento oportuno. Al entrar encontré todo casi vacío. Una mesa diminuta, con una silla de madera, en el comedor. Nada en la cocina. En la pieza, la vetusta cama de dos plazas, sobre la que se hallaba el polvoriento colchón que usó mi mamá hasta el día de su muerte. Eso fue todo lo que dejó mi hermana después de enterrar a la vieja. Mi hermana... nunca me perdonó que le haya pegado aquella vez. Por culpa de ella me internaron, y creo que estaba más loca de lo que los médicos decían que estaba yo. Quise abrir la ventana del comedor pero no pude. Me senté a esperar que se me ocurriera que hacer. En ese instante alguien llamó a la puerta. Abrí con decisión.
- Hola, Gustavo -dijo doña Lidia- Te extrañamos mucho...
Doña Lidia era una vecina que supo ser amiga de mamá. Tenía sus años, pero estaba igual. Su feo rostro, con los ojos achicharrados y un diente cada quince minutos, era difícil de desmejorar, ni siquiera el paso del tiempo lo había logrado. Creo que no soy tan cruel como para describirlo como corresponde. A pesar de esto, debo reconocer que ella era la única que me iba a visitar, aunque solo al principio. Un día dejó de ir y no la vi nunca más. Ninguna otra visita. Nadie. Ni mi vieja.
- ¿Qué hace acá? ¿Ahora se acuerda de mí? -reclamé-
- No me dejaron ir más. Los médicos decían que no te hacía bien, y por otra parte el permiso me lo tenía que firmar tu mamá o tu hermana, y no quisieron hacerlo más. Vos sabés que yo te quiero bien. -intentó disculparse- Te vine a ayudar... que sé yo, a limpiar un poco. Traje algunas cosas, para que tengas hasta que te organices.
- Está bien, entrá y hacé lo que quieras, para mi no existís -repliqué con el tono más hosco posible.
Doña Lidia agachó la cabeza, dejó una bolsa con comida y otras cosas arriba de la mesita y pasó directo para el baño. Yo sabía la verdad. Siempre me deseó. Recuerdo como me toqueteaba cuando venía a probarme la ropa que mi vieja le encargaba. El día que se lo conté a mamá, no me creyó. Ella decía que yo estaba mal de la cabeza, pero a mí siempre me dio la misma espina. Yo sé que no me fue a ver más porque se excitaba demasiado, y el hecho de no poder tocarme como le hubiera gustado la exasperaba. Cuando volví y me tuvo al alcance de la mano me fue a buscar, la muy turra... y encima ponía esa cara de abuelita buena...
Volví a mi silla, pelé un salamín de los que la vieja me había traído con un cuchillo que había en la bolsa. En el baño, mientras fregaba, Lidia canturreaba algo. No podía escuchar bien que era, pero me demostraba que estaba contenta. Cada tanto paraba para decirme algo de sus hijos o de sus nietos. Ese era su jueguito de seducción, se hacía la que no quería saber nada, y no era así. No le iba a dar el gusto tan fácil, todavía no le perdoné que me dejara de ir a ver. Aunque no sé... por otro lado yo estoy bastante necesitado.
Terminada su tarea en el baño, Lidia se acercó a mí y tomo de la bolsa un envoltorio de nylon, del que sacó unas sábanas y unas fundas. Yo no pude evitarlo y le pegué una palmada en el traste, que reaccionó fofo. Ella giró la cabeza, y sin intentar ocultar su despareja sonrisa, me dijo:
- ¡Hay! ¡Mirá que sos loco che!...-y enseguida se rectificó-... perdoname... no quise decir eso. Es que me alegra verte de buen humor y que me trates de la misma forma en que tratabas a tu mamá. Pobre ella nunca entendió bien lo que pasó -temió que lo que había dicho pudiera hacerme sentir mal, pero mi médico me enseño que el primer paso para mi recuperación era reconocer mi esquizofrenia sin distorsiones, ni excusas.
Lidia se marchó rumbo a la pieza para tender la cama. Yo la seguí y me acomodé contra un rincón, desde donde podía ver claramente cuando se inclinaba para meter la sábana bajo el colchón, cómo el escote en “V” del pullover que traía, se le desbocaba mostrándome todo lo que debía esconder. Giró dándome la espalda. Se agachó y percibí la enagua que se le escapaba por debajo del ruedo de la pollera. Las medías tres cuarto que tenía puestas con las pantuflas, me hacía acordar a las prostitutas de los cuadros de Toulouse-Lautrec, que había en el libro que le robé al Doctor casco. Lo estaba logrando... yo empecé a sentir una excitación que en años había alcanzado. Temía descontrolarme. Para colmo, empezó a estirar las sábanas, acariciándolas de una manera que...

II

Me despertó el ulular de una sirena, el griterío de los vecinos y finalmente el ruido que hizo la puerta cuando la policía la tiró abajo. Era evidente que mi querida Lidia, había hecho demasiado ruido para un barrio tan apacible. Jamás pensé que sus orgasmos la hicieran gritar de la manera desesperada en que ella lo hizo. Giré en la cama y me clavé levemente en el brazo el cuchillo que había quedado junto a mí. Al apoyar la mano sobre mi lateral, sentí la desagradable viscosidad de la sangre de mi amada, el cálido licor vital, de quien hasta el último momento gimió pidiendo auxilio, llevando agónicamente hasta el fin su puesta en escena. Cada uno con sus fantasías. ¡Como si no hubiera sido ella la que me buscó!... que mujer desconcertante...
...Aunque... Es probable que el doctor Casco haya tenido razón, y yo todavía no hubiera estado preparado para el regreso.-






Texto agregado el 30-10-2003, y leído por 180 visitantes. (0 votos)


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