No me importa comer de la basura, de las sobras que él deja. No me importa que no me conozca, que nunca me haya visto. No me importan incluso sus amantes furtivas, las que le piden dinero mientras se visten, las que desaparecen tras la puerta. No me importa su ausencia en las vacaciones ni las visitas de sus pocos amigos. No me importa ninguna incomodidad, ningún sacrificio, siempre y cuando en las noches, cuando él duerme, yo pueda acostarme junto a él y otorgarle, con labios y manos, todos esos placeres que no conoce en la vigilia.
Tras la cortina, bajo el sillón, dentro del armario, en todos esos escondites que he escogido con cuidado cuando él no está, sigo con la mirada los pormenores de su vida. Es así como sé, aunque nunca haya salido de la casa, que trabaja mediocremente en una oficina y siempre dice que renunciará un día de estos, que odia a su madre, que lleva una vida solitaria, que mira los noticiarios por las mañanas y bebe por las noches, que llora los fines de semana y que no deja de arrancarse los cabellos, uno por uno, cuando está aburrido. Conozco todos sus movimientos, sus pensamientos, sus voluntades. Cada gesto, cada índice, cada postura, son claros para mí. No hay nada que yo no sepa.
A veces juego a hacerme presente con pequeños detalles: le escondo su par de calcetines favorito detrás de la lavadora, doblo un poco los cubiertos, cambio de lugar los cuadros que tiene en la sala. Él sólo se rasca la cabeza, pensando seguramente que debe estar volviéndose loco. Sé que, por más inverosímil que sea el cambio, él lo habrá olvidado en una semana.
Conozco su vida mejor que la mía. La conozco de tal manera que ya no recuerdo cuándo tuve yo una vida propia, una vida diferente a la de él. La conozco bien, pero no hay nada que conozca mejor que su sueño; su sueño alcohólico, húmedo, triste, onírico, agitado. Conozco todos esos sueños y todas las causas y consecuencias. Sé cuándo acercarme, cuándo acostarme a su lado, cuando tocarlo y cuando dejar de hacerlo; sé también esconderme cuando él despierta, en medio de la noche, sobresaltado. A través de mis labios, del calor de mis manos, me introduzco en sus sueños, los transformo a mi antojo, haciéndome presente allí, sin pudor alguno, mostrándole los caminos de la felicidad. Su rostro estupefacto se muestra agradecido de encontrarme, y con gesto tímido me da la mano y se deja guiar. En las mañanas, a través de esa pequeña rendija del armario, observo cómo garrapatea en su libro de anotaciones los sueños de la noche anterior, donde me describe de todas las formas posibles. Luego, viendo su reloj, deja de escribir y enciende la televisión para ver las noticias.
Hace poco oí que en conversación con su mejor amigo le habló de cambiarse de casa. Argumentó estar cansado de la rutina y tener necesidad de una nueva vida, lejos de allí. Al principio me preocupé tanto que dejé de tomar algunas precauciones para que él no me viera. En una ocasión faltó poco para que me descubriera. Con el tiempo he aprendido a vivir con la idea de la mudanza, y tengo la firme convicción de que, cuando llegue el momento, me introduciré no sé cómo en una de sus maletas, para que así me lleve consigo. |