Cada día buscaba una ventana donde, al asomarme, pudiera contemplar la luz cegadora del día y poner fin a esa mirada empañada por el firmamento oscuro de de mi cuarto. Soñaba con abrir de par en par la puerta hacia un mundo donde el paisaje estéril comenzara a tomar vida, con un cielo llenándose de color y derramando su lluvia como regueros de susurros por los valles.
Una tarde, cansado de jugar a las canicas con las lágrimas petrificadas de mi desesperanza, te encontré oculto tras el armario de mis padres, fantasmagórico, envuelto en el sudario del olvido, reclinado contra la pared. Sin tiempo para que mi imaginación perfilara tu figura, te alcancé con mis manos y atrayéndote hacia mí te desnudé.
Tu cuerpo, esqueleto de madera, mostró sin pudor un vientre preñado por el silencio de la palabra escrita, convertido en un estruendo de colores que inundaban el horizonte de los sentimientos.
- No está terminado. - La voz de mi padre sonó débil a mi espalda, al tiempo que posaba su mano en mi hombro.
Un sobresalto congeló mi sangre y paralizó mi cuerpo. Sentía arder mi rostro enrojecido y no podía articular palabra para justificar mi intromisión en su dormitorio. En los diez años que tenía entonces, no había recibido, por parte de mi padre, ningún azote, ninguna reprimenda; aún así el respeto que me causaba su presencia era superior a la confianza obtenida. Con un carácter reservado, seco en sus expresiones y ausente durante la mayor parte del tiempo por sus continuos viajes, según mi madre, de negocios; era casi un desconocido para mí.
Sus manos, rodeando mi cuerpo, cogieron el lienzo que estaba apoyado en el caballete. Girándose, y haciéndome girar con él, estiró los brazos y levantó el cuadro a la altura de sus ojos.
- Para poder pintar uno debe amar sus sueños, debe convertirse en respuesta, debe saber mojar el pincel en el placer y el dolor de la paleta que llevamos dentro de nuestro corazón. – Sus palabras sonaron demasiado solemnes para un niño que aún mantenía la respiración entrecortada y con el alma en vilo, temía el final de ese encuentro inesperado.
El cuadro parecía minúsculo entre sus manos y mi mirada se concentró en su interior que, inconcluso, mostraba un embravecido mar engullendo con sus fauces una ligera barca.
- Es bonito, papá. – Mi voz temblorosa no dejaba lugar a dudas sobre la intención al pronunciarlas. Quería descargar la tensión que me ahogaba, al tiempo que procurar su perdón.
- Gracias Joël… - Bajando los brazos y colocándolo de nuevo en su sitio. - ¿Por qué lo has sacado? – Con un tono relajado, agachándose e invitándome a sentarme en su rodilla.
- Una canica se metió debajo del armario y al cogerla vi que había algo detrás. No quería enfadarte…
- Pero, si no me he enfadado. – Interrumpió mi respuesta. – El caballete y este cuadro llevan mucho tiempo guardados ahí detrás. Desde que tú tenías… cinco años. Cuando dejé de pintar no encontré un sitio mejor para guardarlos y por eso estaban ahí. No son ningún secreto, ni algo prohibido.
Al fin relajado y correspondiendo a su cariño, me abracé a su cuello y le dediqué una sonrisa.
- Papá. ¿Me enseñarías a pintar?
Su respuesta fue un abrazo y mientras sus ojos brillaban como gotas de rocío, de sus labios rodó un lamento de amor y nostalgia.
Transcurridas más de tres décadas, ese mismo caballete espera hoy, con un lienzo en su regazo, que la caricia del pincel llene su alma de vida con los colores de un amanecer.
Cada día me encuentro con la pureza que esconde la mirada ciega de un lienzo, inundando la habitación de emociones calladas; mientras en la paleta mezclo los atronadores latidos de mi corazón para, con un solo trazo, desgarrar las entrañas del abismo y rescatar del fondo del olvido el poema que no escribí.
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