Hay un anciano sentado en un sillón de espalda alta. Encorvado, tosiendo, pero sonriente… Ese viejo adorable es mi abuelo, el cautivador de mi alma. Recuerdo de toda la vida el sentarme en sus rodillas y escuchar su voz fuerte y clara. Tenía una musicalidad que siempre recuerdo con amor. Han pasado muchos años desde que me contó esta historia. Su historia. La historia de un amor apasionado no correspondido y un amor pasivo, sin prisas y aderido a las costillas mutuamente celebrado. Fue él quien me dio mis primeros versos, mis primeras frases, mi primer cuaderno de “Pensamientos para nunca olvidar”. Sus dientes manchados de tabaco siempre me sonreían comenzando de la misma manera su largo relato de cada tarde: “Ha medida que no haces mayores pareciera que todo hubiera pasado ayer...”



Ha medida que nos hacemos mayores pareciera que todo hubiera pasado ayer. Fue ayer que tuve a Gia en mis brazos, que rocé sus labios con los míos. Fue ayer que la ví amar tiernamente a quien menos hubiera imaginado. Fue ayer que dejé sonar mis pasos en el camino de piedra y las ví muy juntas, hablando dulcemente. Las observé por un momento, ninguna de ellas se había percatado de mi llegada. Respiré profundo y carraspeé la garganta para hacerme notar. Stella me robó el aliento nada más verla. Era una mujer alta de cabellos largos muy negros recogidos en un tieso moño sobre su cabeza. Una mujer de rasgos fuertes, mirada tan fría como el hielo, labios carnosos, llenos y delineados que parecían pedir a gritos el ser besados, sus ojos de un gris tan oscuro que parecían llenos de un humo espeso. Su piel era extremadamente blanca, tanto que sus venas se veían claramente sobre su piel. Me enamoré con la misma pasión de aquella mujer indómita, de sonrisa sardónica, mirada penetrante, cuello de cisne y arrogancia de realeza. Me enamoré de su frialdad con la misma pasión que amaba el genio alegre, sarcástico, amable, apasionado e intelectual de Gia. Eran dos polos opuestos de un mismo lugar. Me penetró con su mirada, y no pareció perder detalle de mí. Examinó desde la punta de mis cabellos rubios, hasta mi rostro blanco pero bronceado de haber pasado tantas horas en el mar, mis ojos azules, mi pecho amplio, mi pantalones doblados y re-doblados que parecían haberse enredado en mis piernas sin razón aparante, hasta la punta de mis pies descalzos. Sonrió sarcástica...

- ¿Ese es él? – había una nota de desdén en su voz. ¡Pero que voz tan preciosa! Parecía flotar en redondas, blanca, negras y corcheas galopantes que se acercaban alocadas y frías a mis oídos.

- Sí, cara. Edward Nightingale te presentó a Stella Ariatta Bocelli. – Enarqué una ceja sin poder evitarlo. – Stella es mi prima, y además mi futura cuñada. - No pude evitar la sorpresa ante éste comentario y mi boca se abró un poco involuntariamente. - Ahora que estamos los tres aquí no demoraré más en pedir el favor que de ambos he solicitado. Edward, – dijo mirándome a los ojos, buscando mi alma. – quiero que al partir hoy de Italia te lleves a Stella contigo. – Stella separó sus hermosos labios, pero antes de que pudiera protestar Gia tomó una vez más la palabra. – Sé que ahora no comprenderían mi petición, pero necesito que lo hagan por mi paz mental y emocional. Stella, eres la mujer más arrogante, más altanera, de lengua envenenada, de mente ágil, sonrisa despanpanante, cuerpo de diosa griega, y alma pura que he conocido en mi vida. Edward, eres el hombres más bueno, dulce, tímido, con una seguridad nata, una esperanza insufrible en tus ojos y un orgullo al que nunca das descanso. Quiero vuestra felicidad, y no está a mi lado. Quiero que huyan hoy mismo de ser posible. Quiero que se casen. - puso tal énfasis en la petición que sin poder evitarlo me acerqué a Stella y tomé su mano fría y delicada entre las mías. Le sonreí y una lágrima angustiada rodó por su mejilla.