En mi salón hay un pupitre vacío. Nuestra escuela es pequeña, solamente hay una sección por cada grado. Por eso, cuando entramos al Pre-escolar conocemos a los niños que van a vivir más de un cuarto de vida con nosotros. Estamos terminando nuestro 5to. Grado, y como referí antes, hay un pupitre vacío en el salón.
Alvarito era un niño muy parecido a nosotros, solo que era mejor, porque tenía un carro para él solo. Cuando jugábamos en el patio, solía subirnos a sus piernas dormidas y “darnos colita” en su súper silla de ruedas. Era pequeño y gracioso, y para nosotros, que lo veíamos a diario desde que teníamos 5 años, no era nada particular, el mismo de siempre: pequeñito como un ratón y con la cabeza del tamaño de una ahullama. La mamá de Alvarito decía que él había nacido con una rara enfermedad, y que sus piernas se cansaron de crecer más rápido que el resto de su cuerpo. Eso era más de lo que nosotros podíamos esperar de la vida puesto que cada día nuestros pantalones eran más cortos y acabábamos el año escolar como una hallaca mal amarrada: apretados y descosidos por todas las esquinas.
La maestra llega muy preocupada al salón y nos dice que Alvarito ha pasado el fin de semana muy enfermo, que está empeorando y que debemos visitarlo hoy. Acordamos pedir permiso a nuestros padres para ir hasta su casa al otro día, y nos organizamos para llevar algunos fabulosos regalos: unas metras que no estén tan rayadas, flores, algunas chucherías de esas que tanto nos gustan, y cualquier otro juguete que nos ayude a entretenerlo de su terrible enfermedad.
Al otro día entregamos los permisos firmados a la maestra, recogemos nuestras encomiendas y partimos caminando a casa de nuestro amigo. Al llegar, nos espera su mamá; muy atenta como siempre, nos brinda galletitas con jugo de semeruco, y nos hace pasar al cuarto donde yace dormido Alvarito. Le vamos a dar una sorpresa, que según la maestra lo va a alegrar mucho, y como a los enfermos parece hacerles bien eso de alegrarse, seguros estamos que nuestro barullo lo va a curar del todo.
Jamás imaginamos verlo ahí, tirado en una cama, perdido en medio de unas sábanas que más eran amarras para su cuerpecito tan frágil y menudo. Entregamos todas las reliquias. Jugamos un rato a su alrededor, le contamos los cuentos de la escuela, y de toda la falta que nos hizo ayer en el recreo. Nos vamos casi tristes de verlo ahí tan chiquito, tan apagado, sin su carro y sin su buen humor de siempre…
Jamás nos dimos cuenta de que esa enfermedad era tan mala, pensamos que Alvarito se pasaría su reglamentaria media vida junto a nosotros en el salón de clases, y que después partiría de la escuela, como nosotros mismos, lagrimeando y dispuesto a estudiar en el liceo ese que queda fuera de nuestro pueblo. El día que Alvarito murió, toda la escuela estuvo de luto. La maestra nos puso una cintita negra cosida a la camisa, y salimos en procesión hasta su casa, al velorio. Nosotros no entendíamos muy bien el barullo, la caja blanca sobre la mesa enmantelada, las flores y el café. Nos encargamos de acabar con el chocolate que servían en unas tacitas muy pequeñas para nuestra gran gula, y procedimos a ver como cerraban la caja para llevársela luego en un gran carro negro y viejo. La gente lloraba tanto que nosotros nos contagiamos y lloramos también, sin entender muy bien por qué no terminaba de aparecer nuestro amigo en su carruaje para darnos la cola y aprovechar el piso tan pulido de aquella casa grande.
Lo peor fue la semana siguiente… ese pupitre vacío a donde cada tarde la maestra lo llevaba cargado… Nadie se atrevió nunca a sentarse en su puesto, con miedo de pisarlo, imaginando que pudiera estar ahí en ese mismo instante… hasta que al fin la maestra comprendió nuestra intención. Llevó una flor blanca al salón, la colocó en el puesto de Alvarito, y con voz entrecortada nos dijo:
.-Estamos muy tristes porque Alvarito se nos ha marchado, pero así como ustedes guardan ahora su puesto, así mismo su memoria se sienta cada tarde junto a nosotros, y nos mira. No vamos a estar más tristes, niños, porque Alvarito estará aquí, con nosotros cada día, compartiendo y riendo de nuestros chistes, de nuestras tareas, de nuestras alegrías. Estará aquí mismo, de ahora en adelante, como siempre, y lo podremos recordar a través de esta rosa…
No se si es que los niños tenemos mucha imaginación, como dicen los grandes, pero a partir de entonces ya nadie se refirió a nuestro amigo como a un muerto. Y yo confieso que cada tarde, al llegar al salón, casi podía ver a Alvarito sentado en aquel puesto de siempre… a veces hasta me atreví a pensar que le hablaba, a regañadientes y medio quejumbrosa.- ¡Hay que ver, Alvarito, que eso de morirte te ha puesto muy pretencioso!… ¿Por qué hace tanto tiempo que no nos das la cola en ese súper carro tuyo?
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