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La noche llegó como cualquier otra, como no iba a llegar, imposible. La Tierra tendría que dejar de rotar y para cuando eso pase yo ya habré salido a caminar una y mil veces y habré salido a navegar otras innumerables por los ríos metafísicos de mi vida.

Bueno, la cosa es que la noche había llegado. Había cenado tranquilamente unos tallarines al pesto, era mi lujo de la semana; en esos tiempos no disponía de mucho dinero. Después de lavar los platos me abrigué un poco, hacía un poco de frío.

Después de haber dado tantos rodeos de aquí para allá y de allá para acá, ya casi entrando en la desesperación por no poder salir a buscar mi monedita de diez pesos por las calles de Santiago. No les puedo decir por qué salgo a buscarla diariamente por las calles de este Santiago cubierto por una maliciosa nube permanente. Me da mucha vergüenza decirles, queridos amiguitos, por qué debo desesperadamente salir a buscar una, ¡realmente no puedo! Necesito contárselos amiguitos pero mi pudor me lo impide. ¿No es terrible tener que decir algo y no poder decirlo por vergüenza o peor aun, impotencia?

Ya. Basta de rodeos. La cosa es que salí al igual que todas las noches a buscarla. Llevaba el tiempo habitual recorriendo las calles en busca de ella. Veía a la gente comprando los cigarros en la esquina, uno que otro comprando droga en su plaza más cercana, un grupo de peques y no tan peques conversando, corriendo o fumando, jugando y cantando. Claro que uno siempre veía a los quinceañeros cerca de las botillerías, esperando a alguien que les comprara o ellos mismos intentado comprar. Todas estas escenas se veían casi a diario cuando buscaba mi monedita con necesidad apremiante. Es sagrado para mí encontrarla, amiguitos.

Pero ese miércoles, ella no quería que la encontrara. Ya no se veían a los quinceañeros y menos al grupo de peques jugando y yo todavía no encontraba mi monedita. Parecía como si todos se hubieran fijado en la que a mí me hacía falta con tanta urgencia.

Imagínense lo tarde que era que ya no había tórtolos ni nada de esos, quedaban solo ebrios y drogados. Con este panorama ya me daba medio y el agobio que sentía por no la había encontrado, amiguitos, era tremendo.

Y no la encontré, esa noche no pude encontrarla. Tras tantas noches sagradas haciendo este ritual, tan necesario para mí, tan necesario como tomar agua o cenar. Pero no pude, no pude encontrarla.

Volví a mi casa, pero antes de entrar me senté en las bancas que habían en la plaza frente a mi casa. Y rompí en llanto, un llanto desconsolado, siento no poderles decir el fin último de mi búsqueda pero me da vergüenza, amiguitos, lo siento, estoy llorando. Estoy llorando porque recuerdo la angustia y pena que sentí al no encontrarla. Eché una última mirada obsesiva por los alrededores, mas fue inútil, el destino me había torcido la mano.

Ya llegada la madrugada entré a mi casa y me dormí. Ese día no fui al trabajo, no tenía animo alguno para hacerlo.

Alrededor de las once y veinte de la mañana, recibí una llamada. Daniela Morales Pereira, había muerto. ¡Maldita sea esa moneda! ¡Maldito sea el destino, el KARMA, que me torció la mano! ¡Odio, la odio! Odio a esa mierda… (Déjenme limpiarme las lagrimas que o sino se correrá la tinta) y odio más aun la que tiene impreso por la cara, libertad y ese ángel, la odio por todo mi ser.

Mi mejor amiga, la Dani, mi amiga de la infancia, pero si era como mi hermana ¡ella la había matado!

¡No! No puedo escribir más, perdónenme amiguitos, pero no puedo…

Ya, ahora si. Descansé una hora, me soné, me limpié la cara y me tomé un rico tesito.

En el momento de la llamada me sentí devastada, no lo podía creer. Rompí en un llanto desgarrador, y lo que mis lacrimales no podía llorar, mi yo metafísico lo lloraba por mí. La pena que sentí durante esa semana fue terrible. Gracias a mi familia y amigos no fue peor.

Mi pobre Dani, pensar que había muerto gracias a esas tan maravillosas micros amarillas de Santiago… es increíble, desde ese día cruzar la Alameda me da un miedo increíble, y ahora que hacerlo tiene una tasa de mortalidad del uno por ciento... Pero bueno, la vida me exige cruzarla y lo haré y si mi ser me dice que busque afanosamente esa moneda… lo haré.

Saben amiguitos, creo que les voy a contar el porqué de la búsqueda. Desde chica me habían gustado las monedas, chicas, grandes, amarillas, plateados, doradas, doradas y luego amarillas, todas. Y empecé a juntarlas y por algún motivo siento que la de diez pesos tiene un valor especial, claro que desde ese día es fundamental. Quizás si ustedes me conocieran entenderían mejor, pero sentía, y ahora sé, que si no encontraba la moneda de diez pesos, alguien que sus nombres empiecen con M, de moneda; D, de diez; P, de peso…Iba a morir.

Texto agregado el 24-11-2005, y leído por 417 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-03-2007 Es un cuento curioso que debería trabajarse más huallaga
10-03-2007 Es un cuento ameno que se deja leer con facilidad. doctora
09-07-2006 estoy de acuerdo con la crítica de kiraya, lo otro (pero eso es muy personal) evitaría "amiguitos", "tesito" le quita fuerza. me queda la duda del odio de la moneda en concreto, libertad, angel ¿es por el tiempo que vivía nuestro país...? jeronima
12-04-2006 Este cuento tiene frescura y un cierto tono infantil, pero sí, hay que cuidar la ortografía y sobre todo el final. Me gusta particularmente ese tránsito entre la narración y el lloriqueo. robertor
08-04-2006 Mmmm curioso cuento, aunque para serte sincero no pude entender del todo la idea del mismo. Si califica dentro de un cuento con matices infantiles... me agrada. Éxitos. aa000El_Poeta000aa
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