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Inicio / Cuenteros Locales / Alexxxandra / SOBRE LA HUÍDA.

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Cuando abrió los ojos – la sensación de vacío y miedo se los había cerrado –, tenía bajo su frente la porción de asfalto que a tal altura se veía tan pequeña, pero que al pisarla era tan enorme y tan extraña, que apenas pudo pensar en lo irreal que se veían sus angustias de pies gigantes en aquella ciudad de zapatos enanos.

Pudo recordar con la precisión de un reloj el mordaz segundo de cada respiración, pero no lograba hacer nítido en su memoria el instante preciso del borde, del filo ocasional y definitivo de la caída.

No tuvo un buen día, aunque tan solo fueran las 7:45 de la mañana. Hubo peores, claro, pero este había sido particularmente difícil, pues sin llegar a su cenit la luz, el olor a atardecer se acercaba, macabro, a pasos aceleradame enormes.

Como de costumbre, puso sus pies en tierra a las 5:00 de la mañana. Tenía que hacerlo, porque a algún desocupado se le ocurrió poner el tiempo en tarjetas para marcar. Se fijó en lo enorme de sus dedos; cinco descomunales callos de distinto tamaño, pegados al extremo curvo de unas piernas que jamás aprendieron a jugar fútbol. Siempre fue muy torpe. Le fastidiaba ser torpe.

Quiso limpiar el sudor y el polvo de su cuerpo cansado, pero del grifo solo salió el gemido abrupto de la tubería vacía. Desnudo frente a su fuente de agua, pensó en lo absurdo de la convivencia higiénica y en lo cómo que sería salir cubierto tan solo de su piel. Ni modo. La ropa estaría limpia y él, nunca había olido tan mal. Posó su rostro frente al espejo. Siempre le molestaron aquellas marcas de acné juvenil. Ya no era tan joven y eso, también le molestaba. Ese día era molesto respirar. Molesto ver cada mañana un rostro que nunca le gustó, un rostro de 30 años; canas y calvicie como de 40; arrugas y verrugas como de 100.

Ella siempre supo que la sal en los huevos batidos lo hacía estornudar durante horas, y que el café muy caliente le producía una fuerte acidez. Ese día ella lo olvidó, como también había olvidado en los últimos días, que ese “te quiero”, por mal uso, ya no funcionaba. Siempre soñó con alguien que se ocupara de él, que alguien lo protegiera de la lluvia con su sombrilla rota y lo abrazara en las noches con el aliento de un sosegado refugio. Ella sólo quería un hombre; sólo quería no sentirse inanimada. Salió sin despedirse. Al cerrar la puerta encontró las mismas odiosas, estrechas, corroídas y abismales escaleras. Se preguntó si a nadie le molestaban; si tan sólo a él le molestaban las grietas en cada peldaño, las puntillas salidas y oxidadas del pasamanos, el color rojo casi desvanecido y reemplazado por uno gris a lado y lado del angosto trecho que lo llevaba día a día de un lado a otro sin saber con exactitud cual es cual.

Caminó por el mismo lugar donde fue arrollado por un camión el perro que lo escoltaba todas las mañanas esperando el pan que nunca le obsequió. Alguna vez se orinó en su maletín – quizá por venganza – mientras esperaba la ruta que lo llevara a su destino. El animal nunca hizo parte de sus propiedades, tampoco le puso un nombre, y sin embargo, sentía cierto malestar al poner una tras otra la suela de sus zapatos sobre el concreto que días atrás se había pavimentado de sangre y vísceras derramadas. Pudo tomar otra calle, muchas otras calles, pero ese no tenía por qué ser un buen día.

Saludó muy cortésmente – como siempre –. Deseó sentarse en uno de esos escritorios oficinescos, pero la fortuna o el designio o quién sabe qué, sólo lo llevó a tomar el ascensor del edificio, su trabajo. se puso el uniforme azul, porque los viernes hay que ponerse el uniforme azul. Nunca había llegado al último piso – pensó, a la azotea. Quizá porque nunca se lo pidieron o porque nunca se lo ordenaron. Siempre fue muy torpe. Su iniciativa fue todo el tiempo la de alguien que puede servir para algo en especial, pero no lo sabe. Se cerraron las puertas electrónicas justo en frente de su nariz. No había llegado casi nadie esa mañana. Seguro porque él había llegado temprano, o por lo menos, más temprano que todos.
Piso 30, sube.
Piso 3: recuerda su sudor y polvo.
Piso 7: una tremenda acidez le sube
hasta los ojos.
Piso 9: sangre y vísceras de perro.
Piso 12: nunca quiso estar tan solo.
Piso 16: podridas escaleras.
Piso 19: acidez y sed.
Piso 23: sudor y sangre.
Piso 25 uniforme azul, soledad necia.
Piso 29: mujer y vísceras de perro.
Piso 30: acidez y polvo.

Un sudor extraño corría por sus sienes. Siempre tuvo miedo a las alturas y la elevada cornisa ya no le era extraña. Arriba un pie y luego el otro. Tenía ganas de gritar pero se sentiría loco. Tenía ganas de llorar pero los hombres no lloran. Tenía ganas de bajar por un café, tenía ganas de volar, si, muchas ganas de volar, y un estornudo, de esos hondos, de esos afilados y placenteros, lo impulso al salto. En su veloz caída, deseó besar la epidermis urbana con todo su cuerpo y con esa cara de mierda que nunca le gustó, avivado por la fuerzadestructora y sedimentaria de un alud.

¿Cómo se hace para rescatarse del abismo? Ahora se encontraba frente al vacío. Le habría gustado encontrar frente a su mirada los ojos de su asesino, pero recordó que nunca había encontrado más inútil y decepcionante la vida frente al espejo.

Su tercera parca no quiso reventar el hilo. Sólo se quedó allí, suspendido en el aire, divagando entre nubes, tragándose la atmósfera, bebiéndose el silencio. Seguramente espera encontrarse con el hombre que saltó un charco para no volver a caer. Sí, lo espera. Realmente nunca le gustó estar solo.

Texto agregado el 23-11-2005, y leído por 220 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-11-2005 Es un muy buen relato hecho con gran delicadeza y dedicacion. Hay un par de errores que se pueden cambiar. Pero tu historia me ha gustado. Saludos desde la misma ciudad que habitas. Akeronte
28-11-2005 ja esta bueno wato
 
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