Su imagen transparente se refleja y se repite al infinito. Roza el agua con un pie y se sumerge, encontrando miles de otras flores. Son las más hermosas que haya visto y me lo dice, y recién entonces alza el vuelo.
Sung Chih-Wen
Harto de correr por este mundo, decidí instalarme en un sitio lleno de temblores, donde las arenas son más verdes que el estambre y los pinos refulgentes como el fuego, junto a una laguna, entre un bosque de helechos, lagunas permanentes, flores de loto y decenas de búhos enanos, casi inexistentes. Es la realidad de una futura sanación; aquella realidad que alguna vez visitó los discontinuos parques: un lugar de flores, plantas azules y frutos silvestres.
Quisiera poder hablar de las moscas gigantes o de aquel lagarto que me señalaba desde el otro lado del pantano, retorciéndose de risa, agitando sus pequeñas patas y rasguñando-aniquilando las cortezas con sus garras. Quisiera hablar de aquel amor, eterno e invisible, que resbaló hacia el abismo y se perdió en la oscuridad. Y sin embargo me silencio, mientras un hada desprovista de ropajes flota en la laguna; levanta su cayado y pronuncia, sin ningún apuro, cientos de amables oraciones. Me mira y a la vez exclama: "La figura de un padre y de una madre celestial, ambos entre maderos y otros brujos. El hechizo volverá porque está en ti. No se trata de pócimas, ni encantos de antigua hechicería, ni de páginas pobladas por cánticos amargos. Quisiera hacer algo por ti, pero ya sabes, no me es permitido. Puedo regalarte belleza y visiones de sublime magia, pero... ¿de qué te servirían? La muerte acecha a tus pies, también el verdadero amor. El primero que gane la partida será quien te posea".
El hada se eleva en frágil vuelo, abre sus brazos y los extiende, invitándome hacia ella. Estúpidamente le hago una señal de imposibilidad; levanto los hombros, miro hacia un lado y tuerzo la boca. El hada se aproxima y me sopla en el cabello; me toca apenas en la frente y entonces comprendo lo que me ha dicho antes. "Tú eres quien me redime. Vuela bajo para que pueda alcanzarte. ¿Quieres volar junto a mi? ¿Quieres observar mi vuelo durante las noches más oscuras? Entonces vuela más cerca para que pueda tocarte".
Advierto que me sigue desde cerca cuando empiezo a caminar. Escucho el sonido de sus alas batiéndose muy cerca de mi oído. Aún así, algo me perturba, su silencio o tal vez su indiferencia. Sin darme vuelta le hago una seña con la mano para que avance más rápido y me sobrepase. Pero, o no ve mi gesto, o simplemente no lo hace, porque el sonido no varía de lugar y cada tanto siento una leve brisa sobre mis cabellos.
En un claro del bosque, y tras un tiempo indefinible, diviso una cabaña. Al llegar, empujo la puerta suavemente, comprobando que el sonido de las alas aún me sigue. Pienso en la posibilidad de que un ave pequeña, o un insecto, sea lo que me acompaña. Me siento tentado a darme vuelta, pero finalmente no lo hago. Si ha de ser aquel, entonces que lo sea, me digo en un intento verbal de confirmación auténtica, que lo único que hace es darme una inseguridad mayor.
El interior de la cabaña me impresiona. Una infinidad de elementos perfectamente dispuestos sobre el piso o anaqueles: adornos, utensilios, marcos sin pinturas, telas en blanco, tarros de colores, lápices, pinceles, alfombras enrolladas, libros sobre estantes, cajas y mecheros, todo con una limpieza y orden dignos de un palacio. Sobre la chimenea hay cuatro esculturas de ángeles que tocan sendos clarines de oro. Dos son de color negro y los otros dos azules. Alcanzo a preguntarme por simbologías y otros arrebatos, pero me interrumpe el golpe de la puerta al cerrarse con violencia. ¿Quién eres tú y qué haces aquí?, me pregunta una voz delgada. ¿Cómo es que has entrado si nadie te ha invitado?, me insiste con impostada fuerza.
Balbuceo una respuesta, pero aquella voz extrae un báculo desde su cinto y me amenaza. Creo que lo mejor es que te vayas por donde viniste, sin decir ni explicarme nada...
En ese momento recuerdo el sonido de las alas y me quedo mirando fijamente al ser andrógino, esperando descubrir un gesto de sorpresa en su rostro al ver el ángel a mi espalda.
Inclino la cabeza hacia un costado, indicándole el camino que debe seguir su mirada, pero no se produce la esperada reacción. El ser andrógino empuña su bastón y me mira fijamente, esperando a que me vaya. ¿Qué significan estos ángeles?, le pregunto, tímida, ya sin esperanza... ¿Puedo sentarme a descansar?
En ese momento las puertas comienzan a temblar y un brillante reflejo ilumina las ventanas. La mujer está en silencio y ahora más tranquila. Me indica una silla y nos sentamos frente a frente. ¿Quieres un poco de té?, pronuncia ya sin ganas, depositando una taza sobre la mesa y tomando un jarro vidrioso desde la base.
Recoge una manta desde el suelo y luego de estirarla, con extrema exactitud, se la pone sobre el cuerpo que, ahora lo observo con detenimiento, es largo, balanceado y firme, a pesar de su delgadez. Por su cuello y manos, que de vez en cuando deja ver, deduzco que las marcas, cicatrices y quemaduras, son frecuentes en su piel exageradamente blanca. Me devuelve la mirada con una sonrisa entre sus labios y, de tanto en tanto, observa compulsivamente una ventana, siempre la misma...
Entonces, ¿quieres o no contarme?
Pero yo me encuentro fascinado, o hechizado; su gélida belleza me deslumbra. Quisiera que estuviera el hada para preguntarle, pero ya he aprendido la mayor lección. Lo verdadero no siempre es eterno, lo verdadero es aquello que sucede. Y levantándome de mi asiento me dirijo hasta la mujer muy lentamente. Le acaricio los cabellos, acerco mi boca hasta la suya y la beso como si nos conociéramos de antes, de mucho antes. Eres tú, sin ninguna duda, le digo al oído, como si fuera un secreto; el hada, el bosque, el vuelo, la laguna... Seguramente llegaste hasta acá, ¿volando? Eres todo lo que imaginé y percibí, desde siempre.
Su mano sale desde abajo de la manta y atrapa la mía en un movimiento rápido, como de reptil. Por largos segundos permanece inmóvil, sólo estrechándome, aferrándose, hasta que parece decidir, o reunir la energía necesaria, y comienza un leve movimiento de caricias. Me observa con lejana dulzura, aunque sólo un instante. Está bien, me dice aún cubierta por la manta, puedes quedarte pero sólo hasta que me vaya.
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