Es blanca, muy blanca. Su piel es suave y fina, tanto que deja ver los ríos de venas azules que le corren por debajo. De escaso y fino cabello, siempre tomado en una colita sobre la nuca, atado con una cinta de terciopelo negro, de la misma que usa como marca páginas en sus libros.
Su casa esta al final de la calle, frente a un pequeño parquecillo en forma de media luna, en el que se debe circunvalar obligadamente. Está toda construida de piedra gris, las bases están cubiertas de un fino musgo verde que crece por la humedad de las jardineras que rodean a la casa.
Se llama Ingrid pero le dicen “la vieja de Bremen” debido al letrero que tiene en la puerta de su casa “Willkomen zu Bremen”, otros la llaman “la alemana” y unos más cruelmente atrevidos, “la loca”.
Había llegado a Quito en 1966, invitada por una institución cultural para exponer sus cuadros en una exposición junto a otros artistas alemanes. Bajó del avión de KLM con sus jeans a la cadera, un cinturón de cuero con el símbolo gigante de amor y paz por hebilla,blusón hindú, el bolsón de cuero atravesando su delgado torso.
Así la vi por primera vez, hermosa y esbelta, parecía parte del paisaje.
Por hablar alemán, yo había sido escogido por la institución para ir al aeropuerto a recibirla, había leído todo el folleto acerca de ella y su obra, para poder conversar y ser agradable. Sabía que tenía 35 años, que era divorciada y que su ex esposo era un famoso abogado en Colonia, luego me confesó que era famoso por lo malvado que era en los tribunales, inclusive le había quitado a sus dos hijos, Johan y Tina.
Ingrid era más hermosa en persona que en las fotos que había visto de ella. Olía a esencia de patchulí y caminaba sobre las puntas de los pies, haciéndola ver aun más alta. La miraba desde mi mundo y moría por tocarla y acercarme lo suficiente para poder percibir mejor su aroma.
Yo había terminado la universidad, estaba haciendo mi tesis acerca de la influencia hippie en las artes plásticas, así que me venía de regalo la presencia de Ingrid en mi vida. Todo era hippie en esos dias, flores de colores, alegres remolinos, amor y paz, libertad, mucha marihuana y mucho ye-ye. Mi cabello había crecido tanto que era la envidia de mis hermanas y lo llevaba en una larga trenza sobre la espalda.
Por la mañana, antes de ir al aeropuerto, me había encontrado con dos amigos, hijos de alemanes, compañeros del colegio, cada vez que nos encontrábamos, para hacernos los interesantes en la calle y además como una especie de código de fraternidad colegial, hablábamos en alemán, ese día mientras conversábamos, nos fumamos unos porros de marihuana en tanto que les contaba que en mi nuevo trabajo había sido designado para ir a recoger a una pintora alemana buenota que llegaba al mediodía desde su país natal. Ellos quisieron acompañarme, pero les dije muy serio que eran asuntos de trabajo y que debía ir solo. Me preguntaron que si iba a celebrar mi cumpleaños como todos los años en el bar de moda. Inmediatamente acudieron a mi mente las posibilidades de la siguiente semana. Posiblemente iba a estar muy ocupado con Ingrid, a lo mejor quería que la lleve a conocer la ciudad o sus alrededores. Quizá íbamos a enamorarnos y Teresita mi novia, iba a enojarse conmigo y tendría que terminar la relación de tres años. Es por eso que no quise hacer ningún plan para el sábado siguiente, les dije que les avisaría cualquier decisión.
El día de la exposición, vendió todos sus cuadros a buen precio y con el dinero se dedicó a conocer Quito y sus alrededores. Ese día empezó a enamorarse de la ciudad, de las estrechas calles empedradas, de las hermosas iglesias llenas de historias y santos dormidos, del dulce de higos, del hornado y la espumilla y de un hombre que cumplía 23 años ese sábado.
La llevé al centro histórico, le describía en alemán toda nuestra historia y ella me pedía que le enseñe español. Me tomó de la mano y anduvimos así durante todo el día. Me sentía dichoso, pero mi poca experiencia me mantenía en un estado de leve inconsciencia, no sabía como reaccionar, qué hacer, que decir. Era el guía que se dejaba guiar.
Tenía terror de encontrarme con mis amigos, con Teresita o con sus amigas. Sabía que ella debía estar llamando a mi casa a desearme feliz cumpleaños y planificar lo que haríamos esa noche. Yo solo quería hacer un hueco en el mundo y meterme allí con Ingrid.
Estaba totalmente excitado, con un entusiasmo nunca antes sentido. Quería ir al hotel en el que se hospedaba y quedarme con ella, desnudarla, olerla, tocarla toda y hacerle el amor. Ingrid caminaba deprisa y se reía de mis pasos cortos, me miraba al rostro y sonreía, miraba el bulto en mi pantalón y sonreía otra vez. Me preguntó si estaba cansado y dije que sí, que había tenido una semana muy agitada preparando la exposición y ahora que todo había terminado, quería unos dias de tranquilidad. De pronto se quedó rígida, dejo de caminar y me miró de frente, levantó mi barbilla hacia la suya que estaba más arriba y me besó, en medio de la calle, frente a la Catedral. Creí que iba a morir, me sudaban las manos, mis piernas temblaban y mi lengua antes obscena con Teresita, ahora no sabía como reaccionar. El monstruo del amor me devoraba y yo me dejaba comer.
De pronto se viró hacia la calle y llamó un taxi. En un español terrible y descosido pidió al chofer que nos llevara a un hotel. Le pregunté si le daba al hombre la dirección de su hotel y me contestó que no, quería ir a otro y quedarse allí conmigo el fin de semana. Le di al taxista la dirección de un hotelito en un barrio bohemio, siempre veía extranjeros apostados en hamacas y sillones en el jardincito de la entrada y supuse que a Ingrid le gustaría.
En su casa de piedra gris, no entra nadie. Ella solamente sale a hacer las compras, no habla con nadie y nadie le habla. Se la ve por las mañanas regando sus flores, cargando un balde y echándoles agua con un jarrito. A veces se sienta en el portal a ver a la gente pasar. Muchos dicen que siempre está llorando, un llanto callado y perenne. Lagrimas que siempre están allí, en un circuito cerrado entre su mente y sus ojos azules de estuches arrugados.
Fue el mejor regalo de cumpleaños, desaparecer por un fin de semana. Nadie sabía de mí y yo no supe de nadie por dos días. Mi madre debía estar como loca, mi padre habría llamado a los hospitales, a la policía, a la morgue, a mis amigos, a la oficina. Nadie sabía de mí y yo era el dueño del mundo.
El lunes Teresita terminó conmigo. Con lagrimas en los ojos y sollozos que acentuaban su respirar asmático me dijo que no quería volver a verme, que ya sabía que me había acostado con esa gringa...no es gringa...le dije, es alemana. Una cachetada merecida y una adiós, te odio, fue lo último que recuerdo de ella.
Mi madre me sermoneó, mi padre me preguntó y mis hermanas querían conocerla.
El martes Ingrid debía volver a Alemania, pero no lo hizo. Alquiló una pieza en el pequeño hotel bohemio y se quedó feliz conmigo en su cama, con su juguete nuevo.
Pasábamos las tardes enteras revolcándonos, lamiéndonos y riendo de todo y todos.
Pasaron dos semanas y el dinero iba desapareciendo, Ingrid aplicó en mi antiguo colegio para dar clases de alemán e inmediatamente la llamaron. Sería maestra de arte y de alemán.
Con su primer pago, alquiló una pequeña casa a la que nos mudamos. Por las mañanas salía cada uno a su trabajo. Ingrid regresaba al mediodía y yo a las cinco de la tarde, siempre con el pan y unos suspiros o dulce de higos para mi bella alemana. Por las tardes empezó a dar clases a chicos del colegio. Además pintaba y vendía a buenos precios sus cuadros. Pronto la situación económica empezó a mejorar, Ingrid abrió una sala de exposiciones, se relacionaba con gente muy importante, asistía a eventos de arte, a los que yo no iba, no me invitaban, no me llevaba.
Me enamoré como un loco de su olor, de la forma en que me hacía el amor y de cómo me hacía a un lado. Me quedaba en casa mientras ella salía con sus nuevos amigos, a veces llegaba borracha y otras no llegaba.
Un año después, todo había terminado. No más dulce de higos ni suspiros. Ingrid había comprado una casa a la que decidió ir a vivir sola, sin mí, sin mis 24 años, sin las iglesias y los santos dormilones, sin un corazón que se reventaba de amor y de pasión. Ella, con sus 36 años me había echado de su lado. Me indignaba pensar en eso. Y me aterraba la idea de estar solo en el mundo, un mundo sin ella, sin la luz de mi vida.
Regresé a casa de mis padres, soporté las burlas de mis hermanas, los sermones de mi madre...te lo dije, te va a hacer sufrir, te lo dije!!...y las preguntas de mi padre. Mis amigos volvieron a llamarme, me rescataron y fuimos a emborracharnos para olvidar. En dos meses, la vida era como hace un año.
Hoy la vi después de 38 años. Yo iba con mi mujer y mi nieto mayor, ella llevaba un litro de leche y una funda de pan en los brazos, mientras mi mujer llenaba el carrito del supermercado sin dejar de hablar de la fiesta de Pablito, es mejor hacer una parrillada, llevemos toda clase de embutidos, chorizos, longaniza, un lomo grande, morcillas.... Me miró y su mirada azul era la misma, las manos blanquísimas y rugosas temblaron, el cartón de leche se le cayó al piso, Emilio, mi nieto, corrió a ayudarla. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras agradecía al chico y acariciaba su cabello. Mi mujer se acercó prudente, amable como siempre y le preguntó si se sentía bien. –Ahora si- respondió Ingrid, ahora me siento mejor.
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