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Al silencio perpetuo le precedió su partida. Se fue como cualquier otro día. Sin saludar, sin hablar, sin que se escuchara su andar por la casa siquiera. Lo recuerdan de lejos. Dicen que siempre fue un extraño en el pueblo, foráneo. Que llegó de improviso y que jamás encontró lo que había ido a buscar. Dicen.
Incentivó conjeturas diversas. Le dio letra a los chismosos y fue tema recurrente en las tertulias de viejas apoltronadas que tomaban te como excusa para reinventar las vidas ajenas que ellas no habían podido tener. Miguela, María, Milagros y Marta. Con M todas, si. Y a veces pensaban, aunque no lo decían, que por algo eran sólo madres y que, por alguna razón que ni ellas se cuestionaban, la mujer había quedado desplazada. Como si la inicial de sus nombres las hubiera determinado para siempre, fueron buenas madres y, casi por mandato, dejaron cualquier otra inquietud de lado.

De ahí, el exagerado interés que les provocaba un desconocido. Poco pasaba en el pueblo y la rutina se había adueñado de cada rincón. El tiempo se mataba con palabras vacías y siestas interminables.
El misterio y la novedad eran bienvenidos con excitación. Marta comentaba que Adela, su hija menor, había estado actuando raro en los últimos días. Inmediatamente, se le atribuyó al peregrino el motivo de tal cambio de actitud porque “Adelita” solía ser siempre piadosa y sometida.
Si ahora la encuentras distinta es por él, decían a coro. Llamémoslo Julio, opinaba María que, siendo viuda, por lo menos se permitía fantasear siempre con Julios, el nombre de su pasión adolescente: amarlo había sido lo único osado que había hecho en su vida. Pero no fue tan valiente como para enfrentar a sus padres e impedir que él se fuera.
Miguela decidió que el caminante era Rodolfo, aquél hombre rudo y viril que le había hecho un hijo casi al mismo momento que la abandonara. El ha vuelto, pensaba. Me quiere. Aunque los años habían probado lo contrario, ella no quería resignarse a seguir siendo la marginada del pueblo a causa de un hijo ilegítimo. Sospechaba que hablaban a sus espaldas y que todas eran expertas simuladoras. Habían aprendido el arte de la cordialidad excesiva para encubrir tanto los tabúes ajenos como los propios.
De las cuatro, Milagros era la única genuinamente bondadosa. Sabía, como los demás, que detrás de las charlas superficiales del sermón de la mañana o del clima cada vez más fresco, todas pensaban en cosas inconfesables. Se preguntaba cómo había llegado tan lejos una amistad fundada completamente en convenciones sociales, aunque no se animaba a inquirirlo en voz alta.
Era claro que aquel nuevo integrante, aunque transitorio, había despertado reflexiones incontables en ese pueblo muerto. Todas, sin compartirlo, canalizaban sus sueños frustrados a través del intruso que gozaba de la independencia que ellas anhelaban, ya tarde en sus vidas.
Cuando cesaban las criticas al elegido del día, hablaban de costura o cocina. Esporádicamente la jardinería era el tema obligado, sobre todo cuando se reunían en lo de Milagros, que cultiva unas flores envidiables y su casa indefectiblemente huele a jazmines.




Texto agregado el 23-11-2005, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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