Érase una vez una niña a la que reír era lo que más le gustaba. Tanto le gustaba que su mayor felicidad era compartir su risa. Si su mami le compraba una bolsa de obleas, ella se paseaba por la plaza mayor de Salamanca con su bolsa repartiendo el contenido entre conocidos y desconocidos (estos más que los primeros…) para esparcir así su propia felicidad, por verlos a todos sonreír.
Creció, y quiso seguir compartiendo su risa, pero entre todos la enseñaron a dejar de reír; lo que ella quería, decían, no era reír, era proclamar su risa por despertar envidias, convertirse en el centro de las miradas… y poquito a poco ella acabó creyéndolo, acabo creyendo que era una mala niña, que no sabia preocuparse por los demás, que era egoísta y fanfarrona… y murió, dejó de existir, mataron su espíritu a gritos desgarrantes por intentar ser de algún modo especial para el mundo.
Solo era una niña que intentaba hacer algo bien. Todos fallamos y nos equivocamos y hacemos sufrir a los demás en mayor o menor medida. Aquella niña solo intentaba que, cuando fallara, hubiera hecho suficiente bien al mundo para creerse cuando se dijera: “todo el mundo se equivoca”. Necesitaba convencerse de su bondad poder perdonarse a si misma, tal era la forma en que el mundo que la rodeaba la juzgaba y condenaba con una ligereza sin precedentes, sin el menor conocimiento, pero con toda la dureza de que disponía.
No veo dónde está el delito en querer ser especial, hay quién como G.W. Bush será recordado en todos los libros de historia durante siglos… ella solo quería hacer felices (la felicidad se esconde, a mi parecer, en los rincones más inhóspitos, pero más sencillos de acariciar, del alma) a los que tenia más cerca y, ya que el mundo la condenaba, sentirse en paz consigo misma al saber que día a día intentaba hacerlo lo mejor posible…
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