Ese payaso era toda una excepción. Tras su irisada figura no se ocultaba ningún drama, esos ojos pintarrajeados no estaban a punto de derramar copiosas lágrimas por la madre muerta, la esposa abandonada o el hijo enfermo. Tras esa sonrisa sardónica no tañía ninguna tragedia y esos enormes zapatos no arrastraban a un ser absolutamente desdichado sino a un ser embriagado de felicidad. No, el payaso aquel, lo era con todas sus letras, jamás un pañuelo para enjugar alguna melancolía, nunca un ligero rictus que delatara la humana condición del ser que se ocultaba tras esa máscara fanfarrona. El reía con su carcajada panorámica y el acento era rotundo, genuino, su voz atiplada era el perfecto instrumento para un hombre inmensamente feliz. Los demás payasos le envidiaban y con la mirada perdida se dirigían a sus camarines a escuchar una y otra vez el Ridi Pagliaccio que tanto los identificaba…