Salí una vez más de mi caparazón de terciopelo, abrí la puerta de mi escondite e intenté orientarme.

Extrañas criaturas postradas en las calles me indicaron el camino; desorden y desproporción me tentaban a volver a mi ciudad natal.
Pero por una u otra razón mi proposito era encomendar a la suerte, la sin razón de mi existencia, mi huida hacia delante, mi destino llevara donde llevara.

Anduve durante siglos, moribundo, entre sombras, conocí a seres nerviosos que se movían de forma intermitente, desequilibrada, aleatoria a la vista de mis ojos.

Quise contemplar la riqueza de los campos, el alimento de la tierra, la nueva savia que debíamos transmitir a nuestros árboles marchitos.

Sorpresa me llevé al descubrir que la sangre que debe correr por las venas de mis descendientes tarda demasiado en madurar, que quizás no llegaría a tiempo, que quizás nuestra vida tan solo les traerá muerte. No les dará la oportunidad de saborear sus frutos, de pecar en la abundancia de la carne y morir de risa en los rincones del corazón; quizás sea tarde.

No me dí cuenta dentro de mi caparazón de terciopelo...
¡¡¡La vida está muerta, yo la maté!!!