Desde siempre vivimos en la misma casa, yo en el piso cuarto y él en el de encima, pero para colmo de desgracia de niños concurrimos también al mismo colegio y al elegir carrera ingresamos a la misma Facultad, siempre parejos en todo. Él se decía mi amigo, pero yo no podía aguantarlo ni en pintura. Bien es cierto que de niño me reía de sus bromas, a las que es tan propenso, pero a partir de los quince años las bromas comenzaron a tomar un cariz que no tan solo me desagradaban, sino que las consideré peligrosas. Un día, a Juanita, de doce años, que vive enfrente de mi piso, en un acto de cortesía le dio la mano, y el susto de la niña fue tan morrocotudo al ver como la mano se desprendía del brazo de él, que durante un tiempo tuvieron que llevarla a un psiquiatra para reponerle de la impresión que le produjo. En otra ocasión embadurno con pegamento el pomo de la entrada principal y el patriarca de la casa, don Narciso, un viejecito atildado y ceremonioso, se quedó tan pegado al abrir la puerta que hubo necesidad de llamar al médico, porque al intentar soltarse, la piel se le desprendía de la mano. Y así sucesivamente. Por este motivo fui alejándome de su compañía, lo cual me resultaba sumamente difícil dado el paralelismo de nuestras vidas, pero al menos sí que fui distanciándome de su amistad, por más que él siguiera diciendo que éramos amigos.
Hace de esto quince días, a la una de la madrugada regresaba de una fiesta y, con gran sorpresa, al llegar a casa encontré la puerta de la calle abierta, lo cual me hizo concebir algún peligro inminente. Mi alarma subió de tono al comprobar que el alumbrado de la escalera tampoco funcionaba. Agarrando fuertemente como arma defensiva las llaves que llevaba en la mano, fui hacia el ascensor alumbrado por la escasa claridad que se filtraba del exterior, y al introducirme en él sentí algo puntiagudo que descansaba sobre mi corazón y una voz cavernosa que amenazante me susurraba, la cartera o te lo clavo.
Prevenido como iba a cualquier evento, sin pensarlo dos veces descargo con furia mi puño provisto de las llaves sobre su rostro y un estrepitoso grito de dolor resuena con fuerza en todo el edificio. Al poco se escucha como se abren puertas de los pisos y resuenan voces indagando lo que pasa. Yo me desplazo al zaguán y desde él les informo que se trata de un ladrón que se ha colado en la casa y ha pretendido robarme. Algunos vecinos, en pijama, bajan diligentes al reconocer mi voz. Uno de ellos se dirige directamente al cuarto de contadores y restablece el alumbrado. La sorpresa en todos los presentes es inenarrable al comprobar que el supuesto atracador no es más que nuestro vecino, el imperturbable bromista, al que hoy le ha salido la broma cara, porque el golpe lo ha recibido nada menos que en un ojo. El arma con que me amenazaba no era más que un vulgar e inofensivo bolígrafo.
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