Es martes de una semana en ruinas, llena de cadáveres emocionales. Detrás de los almacenes de la paciencia se agolpan las multitudes de deseos, hambrientas, con sus harapos tejidos en los talleres de la ignominia. Llegan silenciosas y se van silenciosas, no gritan ni arman borlote, simple y llanamente se agolpan en busca de la satisfacción. Algunos, en vista de la escasez, se pierden en el vagabundeo de miércoles, jueves, viernes, fin de semana, en fin, hasta regresar y encontrarse seguramente con que de nuevo no hay qué comer.
No muy lejos de dichos almacenes queda el taller de la decepción. Justo entre la escalera al deseo y la lujuria. Ahí donde los quejidos escupen saliva que cae en la mollera de los hacedores de decepciones, los obreros del desencanto, los que tan bien me caen porque me dejan un piquete de nostalgia combinada con melancolía en los ojos y en el estómago, en días como hoy, martes. Se levantan estos trabajadores incansables temprano y, martillo y forja en mano y mente, se dedican a hacer de las horas un pedazo interminable de tiempo compacto. Porque, en martes como este, el tiempo parece empequeñecerse y caber todo el dolor y sufrimiento de años en una hora, sólo en martes como este antecedidos por lunes tan mortales como el de ayer.
Lunes que protagonizaste, hija pródiga, y aún no les consigues comida a mis multitudes de deseos, sino que la robas y se la llevas a otro.
Ya habrá más semanas, entretanto...