Ni una sola nube cubría el cielo. El viento, sin embargo, arreciaba igual que siempre. Sólo tendría que andar un poco más y llegaría. El polvo levantado golpeaba duramente su montura. El sol ya casi llegaba a su punto más alto. A lo lejos se veían complicadas formaciones rocosas. El sudor cubría constantemente su rostro.
La angustia estaba presente en los rostros de cada uno de los habitantes del pueblo. Las pocas esperanzas que algunos tenían, no bastaban para animar a los demás. Fue una batalla como ninguno esperaba y aún no habría de terminar. Los más viejos sabían que un par de días sin ataques no significaba que todo hubiera acabado. Lo más probable era que volvieran, y con más fuerza. Mientras ellos llegaban, lo único que podían hacer era planear la mejor manera de defenderse, aunque esto de poco servía pues casi todos los edificios habían sido destruidos y las esperanzas con ellos. El príncipe aguardaba en las puertas de la ciudad, mientras el viento revolvía su desgarrada capa. Sólo unos pocos estaban junto a él. La mayor parte de los hombres estaba tratando de reconstruir los edificios principales, intentando mantenerse ocupados. Las mujeres habían ido al campo a buscar alimentos. Los niños estaban con ellas, recolectando alimentos en el ahora pequeño bosque, cerca de uno de los campos que habían podido conservar.
El sol ya estaba descendiendo. El viento se volvía más frío. Las enormes formaciones rocosas habían quedado atrás. Lejos. El lugar fijado para el encuentro estaba cerca. El robusto corcel pronto necesitaría descanso. Su andar se volvió apresurado. Su rostro parecía preocupado.
-¡Ésta es la noche propicia! Rugía el general hacia el anciano. –No debes precipitarte, puede que esta noche sea propicia, pero aún debemos esperar. El general no estaba de acuerdo con el anciano. Muchos de los guerreros tampoco soportaban la espera. Sabían que la batalla había empezado y querían partir. El viaje era largo, y sólo los más viejos lo habían hecho más de una vez. El anciano esperaba. Aún podía controlar su pueblo. Presentía que ésta sería la última vez que viajaría. Desde muy joven había viajado tantas veces como podía. Era el único del pueblo que había conocido al viejo príncipe vecino. No era considerado un guerrero aún cuando hizo su primer viaje. Y desde entonces se habían sucedido innumerables travesías. Habían pasado varias estaciones desde su último viaje. Y casi no vuelve. El momento de partir se acercaba poco a poco. Pero aún faltaba.
Allí estaba la piedra blanca. Otros tres jinetes le esperaban. Apresuró aún más el paso a medida que se acercaba al lugar indicado. Era el último en llegar. El encuentro con los jinetes fue más frío de lo acostumbrado. Al parecer, ya era tarde. Tendrían que descansar esta noche antes de partir. Ninguno sabía si habrían de volver. Sobre todo si él estaba presente.
Llevaban dos días y sus noches viajando cuando aparecieron las primeras nubes. El anciano iba al frente, erguido como sólo los viejos lo habían visto. Los guerreros marchaban rápidamente. La lluvia comenzó a caer sobres sus cabezas, incesantemente. Sabían que no podrían detenerse. Marchaban confiados. Aun faltaban algunos días de marcha. Los jóvenes discutían sobre el camino. El anciano marchaba pensativo. Pronto llegarían. Había tenido que esperar la señal en las estrellas que indicaban el cambio. Quería que las últimas lluvias los encontraran marchando y no en medio de la lucha. Esperaba, sin embargo llegar a tiempo. Pronto lo sabría. El camino se estrechaba. Ahora marchaban uno al lado del otro. Los guerreros parecían ansiosos. Algunos nunca habían luchado. Algunos ni siquiera habían viajado. Desde tiempos inmemoriales su pueblo no era atacado. Y ellos tampoco atacaban. Algunos habían perdido sus fuerzas, pero eran guerreros inteligentes. El anciano que los dirigía lo sabía. Marchaba pensativo.
Hacía ya seis días que no les atacaban. El enemigo tal vez estuviera preparando el golpe definitivo. El príncipe esperaba. Creía que el enemigo debía volver. Deseaba que tardaran un par de días más. Su esperanza ya no estaba en sus propios guerreros, sino en aquellos que venían viajando. Ya estaban retrasados. Quizás ya no vendrían. Sólo podía esperar. Era lo único que hacía. Sus generales se encargaban de ordenar a los guerreros. Trataban de llegar a un acuerdo. Muchos creían que no resistirían otra batalla. Sin embargo, se preparaban para aquel encuentro. Fundían nuevamente sus espadas y reparaban sus escudos. Probablemente serían vencidos, pero lucharían. Las mujeres habían sido enviadas fuera del pueblo. Algunos niños seguían con ellos.
Los jinetes sabían que no podían demorar. Sus caballos corrían al máximo de su capacidad. Apenas comían. Apenas dormían. No hablaban entre ellos. Todos parecían preocupados por el mismo motivo. Su camino siempre había sido igual. Estaban entrenados y se complementaban entre ellos. Luchaban como un solo hombre. Sus movimientos eran controlados por los del otro. Habían nacido el mismo año, uno después de otro. Los ancianos sabían qué destino les esperaba. Ellos lo afrontaron. Crecieron, entrenaron, se separaron y se juntaron a luchar. Estaban juntos nuevamente. Pocos podían hacerles frente. Pero si llegaban tarde, nada podrían hacer.
El anciano marchaba pensativo. Su rostro arrugado expresaba preocupación. Esta noche descansarían. Por la mañana llegarían. Los guerreros estaban cansados. Secarían sus ropas, comerían y dormirían. Esperaba que no fuera tarde. Las nubes se alejaban, detrás de ellos. Aquella noche no descansó. Esta no sería una batalla cualquiera. Menos para él. Sabía que si ellos venían sería su última batalla, sin embargo, ansiaba luchar nuevamente contra ellos. Los jóvenes apenas habían oído hablar de ellos. Los viejos preferían no enfrentárseles. El anciano los conocía bien. No estaba seguro de poder hacerles frente durante mucho tiempo. Esperaba que no fuera demasiado tarde.
Ya se veían a lo lejos. Estaban todos es sus puestos. Preparados. El polvo levantado no permitía distinguir la cantidad, pero parecían más. El príncipe estaba al frente. Su escudo relucía. Su capa había sido arreglada. Su porte inspiraba autoridad, pese a su juventud. Muchos guerreros recordaban a su padre. Aun le faltaban muchos años de sabiduría para llegar a ser como él. Sin embargo, ahí estaba. Delante de su pueblo. Sería el primero en combatir. Quizás el primero en morir. Eran más que la última vez. Demasiados. Sólo resistirían un par de horas. Antes del anochecer acabaría todo. Pero había algo extraño en los que se aproximaban. Se habían detenido. Alguien se acercaba. Lentamente. El príncipe salió a su encuentro. Una débil esperanza cruzó por los rostros de todos los guerreros. Era el anciano. Había llegado a tiempo. Sobrevivirían.
Los jinetes se acercaron rápidamente al general. Creían que ya no los encontrarían. Algo retrasaba al ejército. Ya debían haber marchado. La mitad de los guerreros estaban enfermos. Sudaban y deliraban. No podían marchar tan pocos. Los jinetes salieron a buscar hierbas. Volvieron al anochecer. Las aplicaron solo en los guerreros menos afectados. Los demás deberían quedarse. Pasó todo el día antes de que se recuperaran. Partieron antes del amanecer. Los jinetes temían que se hubieran rearmado. O que les hubiera llegado ayuda. Aún esperaban llegar antes que el anciano.
El ánimo de los guerreros había cambiado. Pensaban estar retrasados y, sin embargo, habían ganado algo de tiempo. El anciano parecía preocupado. Ya estaban retrasados. Había algo extraño en el aire. El anciano lo sabía. El príncipe lo presentía al mirar el rostro del viejo. Hacía dos semanas que esperaban al enemigo. Quizás deberían atacar ellos. Al anciano le disgustaba esta idea. El príncipe ya estaba pensando en salir al contraataque. El anciano prefería enviar algún guerrero a investigar los movimientos del enemigo. Las horas seguían avanzando.
Los jinetes estaban realmente consternados. Sus rostros sólo reflejaban impotencia. Cada día de marcha significaba varios guerreros muertos. Los jinetes eran fuertes, pero tal vez no soportarían mucho más entre los enfermos.
El anciano estaba preocupado. Su cabeza pensaba y no encontraba la razón. Un guerrero sudaba. El anciano parecía pensativo. El guerrero ya no se levantó. Algo realmente extraño estaba ocurriendo. El anciano estaba casi seguro de que el enemigo estaba enfermo. Si era así, ellos también estaban en peligro. Salió rumbo al bosque. Dos guerreros le acompañaban. Sabían casi tanto como él sobre hierbas. Conocían sus nombres y aplicaciones. Necesitarían una gran cantidad. Si las sospechas del anciano eran acertadas, pronto habría más enfermos.
Tuvieron que detenerse. Habían perdido a la cuarta parte de los guerreros que habían salido. Las esperanzas de vencer se estrechaban. Los jinetes daban por hecho la presencia del anciano. Esperándoles. Ellos sabían que podían vencerle. Casi lo habían hecho la última vez. Algo había fallado. Un par de guerreros defendieron al anciano. Las fuerzas quedaron trabadas. Sabían que podían vencerlo. Habían mejorado. Pero estaban preocupados. Sin ejército no podrían hacer frente al anciano y a los guerreros de su pueblo, además del ejército del príncipe. Debían decidir el siguiente paso. Estaban a dos días del pueblo del príncipe. Si llegaban sin más bajas, tendrían esperanzas. Descansarían y tratarían de cuidar a los más enfermos. Si todo iba bien y recuperaban a los enfermos, en cuatro días estarían luchando. Ninguno sabía hasta cuando.
El anciano caminaba más lento de lo que deseaba. Los pocos lugares donde podían hallar hierbas medicinales en gran cantidad, estaban lejos. El ataque anterior había destruido el edificio donde se guardaban las hierbas. Quizás ellos sabían ya de la enfermedad. Un solo guerrero marchaba con él. El otro se había adelantado. Tal vez deberían separarse. Se juntarían al otro día. Al príncipe no le gustó la idea de ver partir al anciano. Si el enemigo llegaba estarían perdidos. Sobre todo al saber que los jinetes venían con ellos. Sentía que el anciano estaba agrandando una simple enfermedad. Pese a que el enfermo había muerto, no había enfermado nadie más. Hacía tres días que el anciano había salido en busca de hierbas. Nadie más había enfermado. El anciano ya debería haber vuelto. A lo lejos se veía uno de los guerreros que le acompañaba. Venía sólo. No era una buena señal.
Los jinetes ahora estaban tranquilos. Habían muerto otros tres guerreros pero sus hierbas por fin habían hecho efecto. Se habían recuperado todos los enfermos. Ya estaban en marcha. En la tarde del otro día estarían en sus puestos. Listos para atacar.
El anciano y sus guerreros estaban preocupados. Sólo habían encontrado un par de manojos de la hierba que necesitaban. Estaban demasiado lejos. Debían volver. El anciano veía y sentía algo extraño en el aire. De pronto una flecha cruzó delante de sus ojos y se clavó en un árbol cercano. No se veía ningún guerrero. Sólo se oía un relincho de caballos. Debían volver. El momento finalmente había llegado.
El jinete no quiso matar al anciano. Sólo quería intimidarlo. Hacerle saber que estaban allí.
El anciano estaba asustado. Habían podido matarlo y no lo hicieron. Ellos habían llegado. El anciano los presentía más poderosos. No quisieron matarlo. Los presentía, a la vez, más confiados. Tal vez esto le ayudara. No podía saberlo. Debían volver.
El príncipe estaba esperando. También presentía cercano al enemigo. El anciano demoraba. Debería haber llegado. Al atardecer había regresado. Con los jinetes pisándole los talones. La batalla decisiva estaba afuera. Los guerreros estaban listos.
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El polvo, el sudor y su pelo negro cubrían su rostro. Se sentía frustrado. Sus compañeros lo habían derribado nuevamente. Su padre lo miraba desde lejos y él adivinaba su decepción. Era débil y no tenía técnica. Sentía que no podía cumplir con su destino. Cada vez que luchaba era derrotado y los ancianos hablaban a sus espaldas. Sabía y había demostrado ser más fuerte que los otros, sin embargo, era más débil que sus compañeros. Su padre vino a levantarlo, otra vez.
El anciano gritaba dando órdenes. Era demasiado pronto para saber quien llevaba alguna ventaja. A pie, con su espada en la mano derecha y una vara en la mano izquierda, se defendía atacando como hace varias décadas. Pese al polvo levantado por el viento y los guerreros, su vista alcanzaba a más allá de varias filas enemigas. Sus ojos claros eran penetrantes y con ellos adivinaba lo poco que no alcanzaba a ver. Había un guerrero a su lado, casi tan viejo como él, pero aun llevaba la cuenta de sus años. El anciano ya no recordaba hace cuanto tiempo estaba presente en aquellas tierras. Algunos guerreros pasaban mientras él permanecía quieto, en un solo lugar. Atacando, golpeando, cortando y dando órdenes. Veía y sentía el olor de la guerra. Siempre lo había entendido. Era en la guerra cuando sus sentidos se fusionaban en uno sólo, y podía percibir sonidos, imágenes y olores de manera simultánea, e incluso más. También podía percibir el miedo del enemigo, podía leer el brillo de sus ojos, el movimiento de su cuerpo al respirar, el sonido de sus músculos al tensarse y descubrir el movimiento antes de que éste naciera. No era un mago, aunque muchos lo dudaban. Era sólo un observador, uno de aquellos que observa, a través de todo su cuerpo; de aquellos que aúnan sentidos con percepciones y experiencias. Observación que junto a su fuerza parecían mágicos.
Se esforzaba más que ningún otro. Era más débil que sus compañeros. Los ancianos lo sabían. Le hicieron un regalo especial. Le ayudaron. Le aconsejaron. Le instruyeron acerca de cómo podía mejorar e igualar a sus compañeros. Sus ojos oscuros podían ver más de lo que él veía, dijeron los ancianos. Y sus manos podían hacer otras cosas, aparte de manejar una espada. Los hicieron separarse. La mayoría de los ancianos quedaron con sus compañeros y con él sólo iban dos ancianos. Uno era un guerrero. El otro nunca había luchado, pero todos le respetaban. Comenzó a practicar con los ancianos. Debía observar sus movimientos y anticiparlos. Comenzaba a aprender.
El anciano estaba en uno de los frentes de la batalla. Continuaba dando órdenes mientras atacaba. Sus manos ya se estaban cansando, y la guerra no cedía. Uno a uno iban cayendo de ambos bandos. Había decidido internamente quedarse en ese lugar, soportando los múltiples embates del enemigo. La lucha menguaba por momentos, y él aprovechaba de ordenar su defensa. Un poco más de la mitad de sus guerreros estaban aún con él. Los otros ayudaban a los guerreros del príncipe, en el otro frente, hacia la derecha y más cerca de la ciudad. La batalla volvía a retomar su ritmo atropellador. El anciano se defendía y no cedía. Sus guerreros eran hábiles. Podrían defenderse durante algún tiempo más. El anciano lo sabía. Y descansaba en ellos. De pronto sintió que estaban tomando ventaja, no por el número de muertos de ambos bandos, sino porque llevaba horas en el mismo lugar, y aún con varios de sus hombres. Si lograban resistir y vencer en aquel frente, tal vez podrían rodear al resto del enemigo. Seguía defendiéndose con su espada y su vara. Siempre había luchado con las mismas armas. Su larga espada, la vieja vara y su penetrante vista. El enemigo había menguado en su ataque. El anciano se inquietó. Cada vez que el enemigo se detenía para relanzar su ofensiva, él trataba de controlar la situación. Un silbido revolvió sus pensamientos. El dolor comenzó a subir desde su brazo derecho. La flecha se clavó delante de él, y había herido su brazo, haciéndole sangrar. Si el jinete le había disparado, significaba que habían vencido al príncipe y a sus hombres. Ellos no se separaban para luchar. Pero estaban en el otro frente, luchando contra el príncipe. Si los jinetes venían a atacarlo, no podría soportar el embiste. No sabía si esta vez habían fallado, o no.
Los ancianos le estaban ayudando. Pronto llegaría el momento de reunirse nuevamente. Esperaba ese encuentro, pero aún faltaba, necesitaba aprender más, y fortalecerse. En las mañanas trabajaba con el guerrero, corriendo, saltando, y volviendo a correr. Antes del mediodía, entrenaba con una espada de madera, más liviana y sin filo. Luego de comer, entrenaba con el anciano. Debía estar horas y horas observando un mismo punto. Y antes de descansar, ejercitaba sus manos; el anciano era también artesano y comenzó a enseñarle. En poco tiempo comenzó a mejorar su técnica con la espada, a la vez que ganaba sensibilidad con ellas. Los alimentos escogidos por los ancianos lo hicieron, primero, más tranquilo, y luego, más fuerte. Sin duda, los otros también estarían entrenándose, y aún necesitaría de más tiempo, antes de poder enfrentárseles. Los ancianos confiaban en él. Y, le darían una tarea especial, por eso lo entrenaban. El entrenamiento no sería corto, y su vida no sería igual a la de sus compañeros. Tendría que ser más fuerte que los demás, más rápido y mejor preparado, interiormente, antes que físicamente. Pronto volvería con sus compañeros, cuando empezara a diferenciarse de ellos. Esperaban que respondiera.
El príncipe estaba herido. Sus guerreros estaban derrotados. Ahora venían contra él. Algunos guerreros se le unieron. Otros, llevaron al príncipe fuera de la batalla, tratando de curarlo. El príncipe contaba con protección. Sabían que no podían atacarlo. Pero si eran derrotados por completo, o si el anciano moría a manos de los jinetes, sería prisionero. Estaba herido en la pierna, en el hombro, y su espada estaba quebrada. Se desangraba y deliraba. Algunos guerreros intentaron frenar la sangre, pero no podrían bajar la fiebre. Sólo nueve guerreros se quedaron con él. Los demás fueron a ayudar al anciano. Las esperanzas volvían a trizarse. Ahora sólo dependían del anciano. Y el anciano estaba preocupado. Los jinetes venían con algunos guerreros, pero bastaba con ellos para derrotarle, aunque esperaba que también estuvieran agotados por la batalla.
El entrenamiento estaba empezando a mostrar algunos frutos en él. Se sentía más fuerte y los ancianos también lo creían así. Sus manos cada día se hacían más y más sensibles. Según el anciano, tenía cualidades. Habían escogido correctamente. Pronto llegaría el momento de revelarle su verdadera labor junto a sus compañeros. Mientras tanto, debería seguir entrenado. Los ancianos sabían que en el futuro tendría que enfrentar a un gran guerrero. Y debía estar preparado. Día a día manejaba con mayor soltura su espada, y a la vez diseñaba figuras más complicadas y elaboradas. Poco a poco, los ancianos le fabricaban espadas más grandes y pesadas. Él, respondía satisfactoriamente. Los ancianos esperaban que sus compañeros estuvieran entrenando tanto como ellos. La clave radicaba en ello. Tendrían fuerza similar, pero distintas condiciones, que deberían decidirse aún. Pero los ancianos ya habían escogido. Lo hicieron en el momento de separase del resto para entrenar. Aún deberían decidir en que armas se especializaría cada uno, pero ellos ya habían decidido. Cada vez que aparecían estos guerreros, uno de ellos era el encargado de enfrentar a algunos guerreros, mientras ambos viviesen. Y por ello, necesitaba un entrenamiento especial. Debería ser sensible. Pero ante todo, debía saber observar. Debería ser un guerrero fuerte mentalmente, más que físicamente. Tendría que controlarse. Aprender a esperar. Y tratar de reaccionar antes que el adversario. Tendría que enfrentar a muchos guerreros. Sin embargo, habría uno que lo pondría a prueba. Probablemente tan viejo como ellos. Siempre era igual. En determinadas épocas y momentos específicos. Todos los ancianos lo esperaban. También los enemigos. Y quizás también aquellos pueblos que no eran cercanos, y por ende, ni amigos ni enemigos. Sus guerreros eran niños. Su enemigo ya era viejo.
Lo más difícil recién comenzaba para el anciano. Sabía que éste momento llegaría, de una forma u otra. O de las dos. Ya los había enfrentado una vez. Aunque con ayuda de sus dos guerreros más fieles. Uno de los cuales sería el anciano si él vencía a los jinetes. Sin duda, lo ayudarían también esta vez. Pero algo le hacía sentir que ésta sería la última batalla contra ellos. Esperaba que fuera a su favor. El anciano estaba, más bien tranquilo. Sabía que la muerte venía cabalgando hacia él. Pero no le importaba en demasía. Ya había vivido muchos años y generaciones. Y se había enfrentado antes con los mismos jinetes. Nadie lo había hecho antes. Los jinetes tampoco se habían enfrentado antes a un mismo anciano. Quizás nadie más lo hiciera. Aprovechó la pausa para ordenar, ahora, a todos los guerreros. Ésta sería la batalla decisiva. Dudaba que resistieran hasta el anochecer. Interiormente deseaba, igual que todos, poder resistir, e incluso, vencerlos. Ya llegaban. Estaban ordenando sus tropas igualmente. Ya tomaban posiciones. Los jinetes uno al lado del otro. El resto detrás de ellos. Los jinetes se acercaron al anciano. Ofrecían una rendición noble de parte de él. El anciano no se inmutó. Pero los observó fijamente. Se veían más fuertes que la última vez. Tal vez más altos.
Ya era hora de partir. Los ancianos habían terminado con él. Estaban seguros de que sería tan fuerte como sus compañeros. Pero más inteligente. Y sensible. En un par de días celebrarían la ceremonia de iniciación de éstos guerreros. Dónde cada uno demostraría que era digno de defender y acompañar a sus demás compañeros. Estaban solo a un día del pueblo. Al anochecer estarían comparando habilidades. Luego descansarían. La celebración los dejaría exhaustos. Ya habían decidido quién iba a usar qué arma. El mayor y más robusto, un hacha. El que seguía, menos robusto pero más rápido, un arco. El que continuaba, el más alto de los tres y al que habían entrenado los ancianos, usaría una vara. Y el menor, el más valiente, usaría una espada. Cada uno de ellos sabía manejar el resto de las armas casi tan hábilmente como su compañero. Por ello, todos llevarían otra arma en su cabalgadura, de preferencia una espada. Las diferencias pronto empezaron a hacerse notorias en el grupo. Pero aún faltaba complementarse. Y para ello habían escogido a uno de ellos y lo habían entrenado. Sería el encargado de hacer funcionar de manera perfecta al grupo. Con su habilidad tendría que coordinar a sus compañeros. Sería el que tendría menos renombre. Pero él enfrentaría al anciano. Mientras los otros luchaban, uno al lado del otro, él permanecía en el centro, anticipando cada golpe del adversario y haciéndoles saber hacia donde girarse, moverse y atacar. Pasarían algunos años antes de que se complementaran a la perfección. Todo dependería de sus cualidades y del entrenamiento que recibió.
El anciano se paró en el medio de sus guerreros y dos hombres le acompañaban. Había dado la orden de que nadie atacara a los jinetes. Que intentaran vencer al resto de los guerreros, que aunque les superaban en número, no eran mucho más numerosos. Uno de sus generales se encargaría del ataque. Confiaba plenamente en él. Era inteligente. Y la guerra lo despertaba y extasiaba tanto como a él. Mientras, trataría de resistir a los jinetes. El anciano ya sabía donde debía atacar. Los jinetes se equivocaron al venir a ofrecer una renuncia noble. Habían permanecido más tiempo del que el anciano necesitaba. El mayor estaba herido en una pierna. Quizás no era serio, pero estaba herido. El caballo del que portaba el arco estaba desorientado. Al parecer su jinete también tenía problemas. Esta vez no se quedó en el mismo lugar. Salió al encuentro de los jinetes. Con sus guerreros detrás. Ahora le acompañaban desde el principio. Primero, tendrían que derribar a sus cabalgaduras. Si luchaban contra ellos montados, no tendrían opción. Los guerreros llevaban una lanza. Las cuales arrojaron hacia los caballos. El anciano, con su vara derribó a los otros dos. Aunque recibió un certero golpe en su espalda. Nadie los interrumpía. Luchaban a placer. Los jinetes se defendían ahora. Querían cansar al anciano. Golpeó al mayor de ellos cerca de la pierna donde estaba herido.
Llevaban ya dos años entrenando juntos. El último año habían comenzado a entrenar solos, sin ayuda de los ancianos. Y ya se empezaban a comprender entre ellos. En poco tiempo, y antes de lo previsto, estarían listos para luchar. Aquella primera batalla fue un desastre. Pese al entrenamiento, los guerreros no estuvieron lo suficientemente preparados. Sin embargo, aprendían. Empezaban a entender realmente el significado de estar juntos. Y, más aún, el de luchar juntos. Viajarían. Buscarían batallas lejos de sus tierras. Aprenderían. Y volverían a su pueblo. Necesitaban tiempo. Y práctica. La buscarían. También ganarían reconocimiento. Mientras viajaban, pensaban y hablaban entre ellos. Comenzaban a conocerse mejor. Y se entendían. La siguiente batalla fue en un pequeño pueblo. Salieron vencedores. Aunque con dificultades. El conocimiento mutuo, sumado a las sutiles órdenes de quien estaba al centro, los había conducido a su primera victoria.
Los golpes se sucedían sin piedad entre los jinetes y el anciano junto a sus dos guerreros. El anciano parecía tener la victoria asegurada. El jinete al que el anciano había golpeado en el hombro, había caído. Y ya no se levantaría. Fue rematado por uno de sus guerreros. Cuando los jinetes perdían a uno de sus compañeros, estaban prácticamente derrotados. Aunque el anciano, debía seguir luchando. Durante poco tiempo, estuvieron a punto de vencerlos. Pero uno de ellos hirió mortalmente a uno de sus acompañantes. Volvían a estar en desventaja numérica. Pero los sabía más débiles ahora que eran sólo tres. Los golpes no cesaban. El anciano sorprendía nuevamente a los jinetes.
Llevaban varias temporadas fuera de casa. En la última de ellas, habían vencido a numerosos enemigos. Ya eran conocidos, y, mejor aún, eran temidos. Era hora de volver a casa. La celebración duró hasta tarde en la noche. Su pueblo ansiaba la guerra ahora que estaban los jinetes con ellos. Pero aún no era tiempo. Los jinetes no querían esperar. Principalmente uno de ellos. Quería volver a entrenar a solas por un tiempo. Lo había hecho en varias ocasiones mientras estaban fuera. Mientras sus compañeros entrenaban, él se aislaba y entrenaba a solas. Con el correr de las semanas los jinetes se separaron de pueblo nuevamente. Y él se separó una vez más de ellos. Normalmente se separaba de ellos antes de una batalla y volvía a tiempo para luchar. Ahora tenía un presentimiento. Quizás ya estaban cerca del tiempo. Cundo se volvieron a reunir tomaron el acuerdo. Enfrentarían al anciano. Sólo ellos. Se entrenaron más y mejor que de costumbre. Comenzaron a acechar cerca del pueblo del anciano. Hasta que éste salió en dirección al bosque. Lo siguieron y luego le detuvieron. El anciano se defendió mejor de lo que ellos esperaban. Hirió a dos de ellos. De pronto, aparecieron dos guerreros en su ayuda. Los jinetes estaban en peligro. El anciano era mucho más fuerte de lo que ellos temieron.
Para el anciano y los jinetes ya no había nadie alrededor. El sudor recorría los rostros indiscriminadamente. Sin embargo, el sol ya estaba comenzando a descender. De pronto, los jinetes se pusieron en ventaja. El guerrero que aún resistía junto al anciano fue alcanzado por uno de ellos. Ahora el anciano, ya no tenía esperanzas de resistir, menos de vencer. Tácitamente dejaron de atacar. Cada bando pesó sus posibilidades. El anciano ahora estaba sólo. Los jinetes habían perdido a uno de sus guerreros. El anciano no pensó en rendirse. Prefería morir. Sabía que, de todas maneras, iba a poder hacer muy poco después de esta batalla. Sus huesos y músculos estaban muy debilitados. Prefería terminar ahora con todo. Se lanzó al ataque. Los jinetes lo esperaban. Atacó al que ya había estado atacando. Mientras se defendía de los demás hábilmente. En poco tiempo logró vencer a su oponente. Las cosas quedaban ahora más equilibradas. El anciano ya no sentía dolor. El cansancio ya había superado sus límites. Pero seguía atacando. Aunque se movía, casi por inercia. De todas maneras, se las ingenió para derribar a otro adversario. Lo remató rápidamente. El jinete que quedaba, lo miraba asombrado. Quizás con temor.
Mientras atacaban al anciano comenzaron a comprender de forma cabal cuál era el significado de su destino. Definitivamente, no estaban preparados aún para hacer frente al anciano. Estaban empezando a entender porqué eran cuatro. Ninguno de ellos podría vencer sólo al anciano. Al menos nadie lo había hecho antes. Se retiraron. Probablemente antes de que el anciano los venciera. Debían mejorar mucho. Muchas cosas entre ellos. Pasaría mucho tiempo antes de que pensaran en atacar al anciano. Sin embargo, él quedo preocupado. ¿Por qué le habían atacado? Eran jóvenes. Pero eso no explicaba su manera de actuar. ¿Acaso los ancianos no les preparaban? El anciano estaba lleno de interrogantes. Vendrían nuevamente. Sin dudas. ¿Cuándo? Esperaba que con la batalla de aquel día demorasen en volver. Los jinetes volvieron a su pueblo. Entrenarían hasta estar seguros de que le vencerían. Mientras, las guerras entre algunos pueblos continuarían. Tomarían partido de vez en cuando. Pero evitarían al anciano. El jinete que debía llevar el peso de sus compañeros se volvió a separar. Sabía que algunos pueblos estaban en guerra. Y presentía fuertemente que esta vez el anciano, y su pueblo, tomaría parte de la batalla. Ahora ya estaban preparados para hacerle frente. Pero quería volver a estar sólo antes de encontrase con él. Tenía que encontrar la manera de vencerle. Sus compañeros le esperarían en un punto especial. Después de un par de días se sentía mejor. Más fuerte y más hábil. Le vencería. O moriría junto a sus compañeros. Ni una sola nube cubría el cielo. El viento, sin embargo, arreciaba igual que siempre. Solo tendría que andar un poco más y llegaría. El polvo levantado golpeaba duramente su montura. El sol ya casi llegaba a su punto más alto. A lo lejos se veían complicadas formaciones rocosas. El sudor cubría constantemente su rostro.
Se miraban fijamente. Ambos se conocían. El anciano estaba agotado. Pero había algo en sus ojos que demostraba resolución. El jinete comenzó a atacar. El sol ya empezaba a ponerse. Tendrían poco tiempo. Era mejor. Los golpes iban y venían. Aunque pocos daban en el blanco. Ambos estaban entrenados para observar y golpear a tiempo. El jinete intentaba cada vez golpes y movimientos más inteligentes. Sabía que por la fuerza no podría ganarle fácilmente. Trataba de engañarlo. El anciano ya no pensaba en nada. Los guerreros ya no tenían importancia para él. Nunca había sentido la presencia de la muerte tan cerca. Y tan fuerte. Cada golpe que enviaba era un pedazo de él que se iba. El jinete golpeó fuertemente al anciano en las costillas. El anciano, al mismo tiempo, asestó un certero golpe en su hombro izquierdo. Al anciano se le iba la vida con golpe que arrojaba. El jinete empezó a sentir la sangre en su hombro. El sol ya se ponía, casi no se veía. Entonces el anciano en un último esfuerzo lanzó un golpe directo al pecho del jinete. Éste no pudo esquivarlo, pero lanzó su mejor golpe. Al cuello del anciano. Ambos cayeron al piso. Los guerreros detuvieron sus ataques. El príncipe que había vuelto en sí hacía pocos momentos, temió lo peor. Si uno de ellos aún vivía sería el vencedor. El anciano no se movía. Su cabeza estaba fuera de lugar. Si el jinete seguía con vida, no sólo vencería, sino que se convertiría en anciano de su pueblo. Pero tampoco se movía. Tenía sangre debajo de su hombro. Un sutil movimiento de su mano izquierda, sacudió de alegría a sus tropas y estremeció al príncipe.
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